Los infieles (Diálogo ingenuo)
-Ambrosio, esta semana cumplimos cuarenta años de casados. ¿Alguna vez me fuiste infiel?
-Sí, Camelia, muchas veces, pero no quiero decirte con quiénes. ¿Y tú, lo fuiste?
-Una sola vez te engañé, pero tampoco quiero contártelo. Te sorprendería muchísimo saberlo.
-Ya que ambos estamos en tan buen ánimo y con nuestros celos apagados, te propongo algo: Si me dices con quién me engañaste, te prometo también confesar mi parte.
-Ay Ambrosio, tú siempre con tus exploraciones indebidas y mortificantes.
-Fuiste tú quién comenzó con el tema. Yo solo te estoy siguiendo la corriente.
– ¿Quién te ha dicho que mis celos se han apagado? Bien se ve que no me conoces todavía a pesar los años que llevamos juntos.
– ¿Tú crees que yo te celo todavía?
-Sí, y mucho. Te lo noto cuando entrecierras los ojos observando como todavía me miran los hombres.
– ¿Que yo entrecierro los ojos? ¿De dónde sacas eso?
– ¡Ja! Tú no te ves a ti mismo. Soy yo quien te ve.
– ¿Y qué me dices de ti? Desde que llegamos a los sitios en donde hay mujeres inmediatamente me tomas de la mano para marcar tu territorio. Aparte de esas ocasiones, nunca me agarras una mano. Se te olvidó hacerlo hace ya mucho tiempo.
-Mucho tiempo, sí. Desde que me fuiste infiel con Margarita.
-Margarita, Margarita, tienes obsesión con ella y siempre la mencionas. Esa fue la única de tus amigas íntimas a quien nunca le puse la mano.
-Ah, entonces a las otras sí las tocabas o las tocaste. ¡Fíjate cómo caíste en la trampa de tus propias palabras!
-Quise decir…
-Ya. No intentes arreglarlo. Lo confesaste. No puedes negarlo. Lo has confesado: ¡Con mis amigas íntimas! ¿Quiénes? ¿Juana, Julia, Hortensia…?
-No sigas… No te voy a decir. A tus amigas siempre las he respetado mucho. Lo que quise decir es que…
– ¡Que no lo arregles! Ahora, después de viejo, ¿te vas a poner más mentiroso?
-Mentiroso no. Yo nunca te he mentido.
-Ahí vas: ¡Esa es la mentira más grande que has dicho en tu vida! ¿No te das cuenta? Nadie puede decir que nunca ha mentido.
-Pues, es verdad, nunca te he mentido.
– ¡Qué bárbaro eres! Mira, Ambrosio, ¡no te burles de mi inteligencia!
-Pero, ven acá, Camelia: ¿Por qué estamos discutiendo? Me preguntaste si te había sido infiel y te dije que sí. No te mentí. Entonces, ¿por qué siempre quieres llevar la cosa a los extremos?
-A los extremos no. Es que me carga que pienses que soy idiota. Siempre sospeché que sabroseabas con mis amigas. Eso es traición, ¿sabes?
– ¿Traición de ellas o mía? Habla claro y dime: ¿por qué, si sospechabas que podían acostarse conmigo, seguías siendo amiga de ellas? Que conste: nunca me acosté con ninguna de ellas.
-Que conste, que conste, esa es tu expresión preferida cuando estás atrapado.
-Sí, que conste. Lo que quise decirte es que a todas tus amigas las saludaba con un abrazo y el beso de siempre de mejilla a mejilla, menos a Margarita porque ella, detrás de su carita de yo no fui, era la única a quien yo le notaba que tenía interés directo en mí.
– ¿La Margarita?
-Sí, ella: la Margarita. La santita. Rubita, tímida y bonita. Ella confundía a cualquiera. Debajo de su ropa de colegiala timorata se escondía una gata en celo, henchida de deseos. Yo le tenía miedo, precisamente, para que no fuera a dar una señal en falso que pudiera herirte y ofenderte. Con ella te fui absolutamente fiel.
-Ah, ¿y con las otras?
– ¿Qué otras?
-Las otras, las otras… ¡Las muchas otras! ¡Tú me has dicho que me fuiste infiel muchas veces!
-Sí te lo dije, pero no fue de hecho, fue de pensamiento.
– ¿Y tú crees que yo me voy a tragar esa patraña?
-Tienes que creerme porque es verdad.
-Entonces, tú debes de ser el único hombre completamente fiel que ha nacido desde la Creación. Jaja.
-Bueno, que lo creas o no lo creas es asunto tuyo. En mi conciencia, yo estoy tranquilo. Sé cómo he vivido. Me deslumbran y me gustan mucho las mujeres, no te lo niego y tú lo sabes. A muchas me las comía con el pensamiento, entre ellas a algunas de tus amigas. Esas fueron mis infidelidades. Todas mentales, puramente mentales, pero…
– ¿Pero qué?
-Te he querido mucho siempre y me aterraba la idea de que me descubrieras si llegaba a involucrarme con cualquiera de ellas. No quería causarte el mismo dolor que yo sentía pensando en que tú podías engañarme o me habías engañado. Ese dolor no se lo deseo a nadie.
– ¿Ah sí? Ahora te pones de víctima de tus propios celos.
-No es porque me crea víctima. Es que nunca olvidaré el día en que me dijiste que nunca más volveríamos a hacer el amor; que podíamos seguir viviendo juntos, pero que en cuanto a ti concernía nuestra vida sexual había terminado.
-Sí, lo recuerdo muy bien. No puedo olvidarlo.
-Nunca quisiste darme una explicación, y lo peor fue que rompiste conmigo al otro día de habernos cogido furiosamente, escondidos detrás de una de las canchas del club de tenis durante el baile de máscaras de la fiesta nacional.
-Sí. Pero por lo memorable que fue el sexo en aquella ocasión, por eso mismo terminé contigo ese día.
-Ahora eres tú la que te mueves en el absurdo. ¿Te dio acaso culpa?
-No, me dio tristeza. Una inmensa tristeza, y mucha rabia.
– ¿Rabia por qué?
-Porque ese día descubrí que habías dejado de ser mi marido.
-Coño, Camelia, no digas disparates.
-Sí, así fue. ¿Quieres que te lo recuerde todo? A mí no se me ha olvidado nada, nada. Ese ha sido el día más amargo de mi vida y, paradójicamente, uno en los que mejor sexo tuvimos. ¿De veras quieres que te lo recuerde?
-Dale.
-Haz memoria: fuimos al baile disfrazados para que nadie nos reconociera. Ese era el mandato de los organizadores. Que fueran disfraces perfectos. Nada de antifaces de esos que tapan solamente los ojos.
-Eso lo recuerdo bien.
-Te vestiste de Quasimodo y te enfundaste en una máscara de goma que te forraba la cabeza completa, hasta el cuello.
-Si que me acuerdo. Nadie supo que ese Jorobado de Nuestra Señora de París era yo. Jeje.
-Y yo fui vestida de Fantina, la huérfana hambrienta de Los Miserables, enfundada también en una máscara completa que apenas me dejaba mostrar los ojos. Dios nos castiga tarde o temprano cuando hacemos trampas. A mí me castigó porque esa noche quise engañarte y te engañé tendiéndote una trampa.
-O sea que, además de serme infiel, también querías tenderme una trampa. ¿Trampa para qué?
-Cállate y escucha, y no me interrumpas… Cuando comenzó el baile y empezaron las bromas y las adivinanzas de quién era quién, salí del salón y me fui al cuarto de damas con Susanita, quien tenía un cuerpo casi idéntico al mío, y nos cambiamos los disfraces. Ella se volvió Fantina y yo asumí su papel de la serpiente que tentó a Eva en el Paraíso. Solo ella y yo sabíamos quiénes éramos.
– ¿Entonces…?
-Que escuches, te digo: Aquel traje era muy ajustado y me quedó como una segunda piel. Pocas veces me había visto en el espejo tan voluptuosa. Salimos de allí y ya en el salón bailé, brinqué y jugueteé con todo el mundo, sobre todo contigo, pues al verme empezaste a perseguirme sin dejarme ni un instante, ¿te acuerdas?, hasta que finalmente te hice sentir que sucumbía en tus brazos. A partir de entonces te olvidaste de Fantina y te dedicaste a seducirme mientras bebíamos champán glotonamente. Coqueteábamos casi sin hablar, queriendo tú saber quién yo era. Yo creía que era pura coquetería tuya aparentar que no me reconocías pues bailábamos más pegados que nunca. Entre risa y apretones, yo me dejaba llevar al cielo gozando el contacto de nuestros cuerpos. Nunca me había sentido tan erotizada como esa noche. Tú me sentías así y yo también te sentía excitado como un caballo. Estabas como nunca…
-Pero…
-Sí, así fue pasando el tiempo, hasta que llegó un instante en que ya no podía disimular más el inmenso deseo de ti que me sofocaba. Te tomé de la mano y te arrastré al jardín y te llevé corriendo detrás de aquella cancha de tenis en donde debes recordar lo que pasó. ¡Fue increíble, glorioso! Hasta que empezaste a preguntarme nuevamente por mi nombre.
-Claro que sí lo recuerdo. Ah, entonces fuiste tú la mujer aquella disfrazada de serpiente. ¡Ay, Dios! Recuerdo que tan pronto terminamos te quedaste muda, me empujaste con violencia contra la pared y te fuiste corriendo hacia el salón sin decirme nada.
-Sí, de inmediato busqué a Susanita y me fui con ella al cuarto de damas y allí nos cambiamos otra vez los disfraces. Regresamos al salón en el preciso momento en que tú llegabas oteando en todas las direcciones, buscando la mujer serpiente que no conocías. En ese momento el alma se me vino al suelo y cayó sobre mí la pena más grande de todas las que he sentido en mi vida.
-Pero ¿por qué?
– ¡Hombre de Dios! ¿Y todavía no te das cuenta? Eres un bruto. Me fuiste infiel conmigo misma y ni siquiera te diste cuenta de que el cuerpo que estabas cogiendo era el de tu mujer. Que no me reconocieras, que no supieras de quién era la piel que acariciabas, que no reconocieras mi olor ni identificaras siquiera la forma de mi sexo, que me trataras solo como un pedazo de carne desconocida, rápida y gratuita, fue para mí, sencillamente, la destrucción del amor.
-Entonces, querida Camelia, ¿con quién te engañé yo esa noche? Solo estuve contigo.
-Me fuiste infiel con otra mujer, con una cualquiera que te había seducido disfrazada de culebra. Otra que no era yo. Tú no tuviste sexo conmigo, fue con otra que lo hiciste. ¡Fue con otra!
-Tú me engañaste, tú me llevaste a esa situación.
-Sí, pero no te fui infiel. Yo sabía que tú eras tú.
– ¿Cómo sabes tú que yo no sabía que esa mujer eras tú?
-Buen idiota: porque nunca me mencionaste nada. Nunca me ocultaste que habías estado con una mujer vestida de culebra detrás de una de las canchas de tenis del club. Si hubieras sabido que yo era ella, lo habrías celebrado conmigo como nos deleitábamos saboreando nuestras proezas en la cama cuando éramos jóvenes.
-Bueno, sí.
– ¿Ves? El infiel fuiste tú, pero ya no hay nada más que decir sobre esto. Me alegra haberme sacado esta historia de adentro. Ya no estoy celosa. No tiene sentido estarlo. Ahora es tiempo de perdonar, no de celarnos. Somos ya un par de ancianos en camino al Otro Lado. Aunque, dicho eso, me queda otra pena, sin embargo.
– ¿Cuál?
-Que la rabia me privó de tener sexo contigo durante estos últimos diez años. Debí haberte reprochado tu torpeza al día siguiente del hecho. Nos hubiéramos peleado duramente, pero habríamos terminado pidiéndonos perdón, como en otras ocasiones. La vida habría seguido su curso normal y hubiéramos sido más felices.
-Creo que sí.
-Pero el orgullo, la herida que me hiciste fue tan honda que no supe como curarla. Que me cogieras y no me reconocieras es lo más doloroso que me ha ocurrido en la vida. Ponte en mi lugar y piensa cómo te hubieras sentido si la experiencia hubiera sido lo contrario.
-Ya, por favor, no sigas. Dejémoslo ahí.
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Ambrosio de Ercilla es un trotamundos chileno, ya criollo, apasionado de las letras y cuyo trabajo literario permanece inédito.