I
Todo haiku se nutre de la mirada y de la contemplación, donde lo mirado adquiere expresión y visión. Experiencia espacial del paisaje, esta forma poética japonesa se alimenta de la naturaleza: la describe y la define. Crea una atmósfera reflexiva y grave: no inmanente sino trascendente a su autor. Cada haiku es la manifestación de una experiencia única, irrepetible e intransferible. Revelación de una visión y relámpago de una mirada, esta expresión poética refleja un golpe de iluminación. Brota del bosque y la lluvia, del sol y la luna, del mar y los ríos; es decir: del día y la noche. Se nutre, en su origen, del paisaje rural, nunca del paisaje urbano. Capta la esencia vital del silencio de la naturaleza y la respiración del aire. Su mundo conceptual sirve de espejo de refracción del mundo natural. El autor de haiku, en cada texto, sintetiza el universo y define, en un relámpago instantáneo, lo visible y lo invisible, lo eterno y lo efímero. Es decir, postula verbalmente una visión luminosa de su entorno, y congela, en un rapto de mirada, el aire silencioso de la vida. Un haiku no se escribe en serie ni por impulso serial, sino que cada uno debe nacer del dictado de la naturaleza, con sus elementos y su energía inspiradora. Cada haiku es la imagen verbal de una experiencia vista o entre vista, desde los intersticios del mundo exterior, donde cada texto posee autonomía e independencia; cada uno conforma un universo en sí mismo, distante uno del otro: nunca del mundo interior del ser poético ni de la inmanencia de su drama psíquico. Antes bien, siempre brota del manantial real, no imaginario ni simbólico, del lenguaje de la naturaleza, en sus estaciones temporales. Y debe reflejar, vívidamente, el clima atmosférico de un instante.
En el haiku está la concentración y la brevedad; también la claridad, que encierra profundas especulaciones filosóficas, y donde el presente representa el único tiempo de gestación y creación escrita. Lo dicho se congela en el instante, en un lance de la percepción. La fugacidad de las cosas se detiene en un eterno presente, que niega y disipa el pasado y el futuro, la memoria y el olvido. Su escritura conlleva una experiencia de soledad y meditación, que implica una determinada conciencia del tiempo, es decir, de la duración y la fugacidad. Así pues, el autor del haiku ve el mundo natural desde la transparencia y la luminosidad. Su poética descansa en la temporalidad, expresada en la captación del instante de la mirada, en la percepción del presente. El autor del haiku, al escribir, apresa el presente de la naturaleza, aprehende el tiempo instantáneo en que se manifiestan las cosas y los elementos del paisaje natural. El haiku se escribe y se lee en un golpe verbal, donde descansa la filosofía de su lectura. Todo y nada sucede. No hay sucesión sino congelación del trascurrir. El poeta de haiku revela su conciencia del tiempo y su vivacidad. Por eso no está presente la muerte. Siempre está la vida, en su parpadeo instantáneo, percibido y cantado por el poeta, a partir de la visión de los animales, de las plantas y de los elementos de la naturaleza. El cielo luminoso o estrellado; el horizonte abierto; el amanecer lluvioso, frío, nevado o cálido; el atardecer rojizo o ventoso. Crepúsculo, alba o aurora, la naturaleza siempre viva, incandescente o tempestuosa. En efecto, el clima será la encarnación temática que decora el espacio y el tiempo del haiku, en su proceso de elaboración y escritura. Cada verso representa una idea, un pensamiento del mundo exterior, no del interior. El yo autoral se despersonaliza. Es decir, el yo poético se disipa y se diluye en la descripción y la definición. Así pues, el yo se destruye en la meditación y se vuelve ilusión para que solo se haga real lo descrito, o sea, lo visible. El aquí y el ahora se transfiguran en un estado de satori (iluminación), donde se revela el universo sensible.
En el haiku no solo tienen sentido las palabras; también lo tiene el silencio. De ahí su brevedad, su escasez de palabras. La experiencia que transmite el autor, al escribir el haiku, es intransferible; es decir: incomunicable. En la escritura de esta forma poética hay una economía verbal que apunta a la concreción de un instante. El autor de haiku no busca trascender la naturaleza sino consustanciarse con ella, matrimoniarse, en un rapto de la mirada contemplativa. De ahí el culto a la naturaleza de estos poetas japoneses, en su tentativa por captar la armonía y el ritmo del cosmos. Su yo poético se extingue en el cuerpo de la naturaleza: se vuelve ausente. Solo es presente, y está presente, el mundo natural. El vacío y el silencio se convierten en plenitud y se transfiguran en las palabras hechas de tiempo. El haiku es breve y simple, pero no por eso, carente de profundidad ni de sabiduría. Es un órgano poético que significa mucho en pocas palabras: dice mucho con un mínimo de versos. Octavio Paz afirma, en su ensayo de 1954, “Tres momentos de la literatura japonesa” (recogido en Las peras del olmo): “Desde un punto de vista formal el haiku se divide en dos partes. Una da la condición general y la ubicación temporal y espacial del poema (otoño o primavera, mediodía o atardecer, un árbol o una roca, la luna, un ruiseñor); la otra, relampagueante, debe contener un elemento activo. Una es descriptiva y casi enunciativa; la otra, inesperada. La percepción poética surge del choque entre ambas” (Paz, 1984: 113).
A partir de Matsuo Basho –autor del famoso diario de viaje Sendas de Oku— es cuando la poesía japonesa adquiere aire de frescura, renovación y modernidad: “el haiku de Basho es un círculo de silencio y recogimiento: manantial, pozo de agua oscura y secreta”, dijo Octavio Paz en Las peras del olmo (1984:110). Cápsula poética en que estallan los signos de la naturaleza, el haiku se convierte así en un organismo de 17 sílabas (5, 7 y 5), que representa una síntesis del universo. En efecto, entre la naturaleza del paisaje y el haiku hay un choque de visión y meditación entre lo activo y lo pasivo, lo descriptivo y lo argumentativo. En tanto que su función consiste en recrear lo pasivo y captar la sorpresa del reposo y del silencio, cuya clave poética está en el efecto de iluminación que procura todo haiku. Tras el estado de iluminación que nos deja, retornamos al estado de silencio y perplejidad, de donde nació el haiku, el cual se lee como poesía de lo viviente y del movimiento, de una experiencia estética recreada. El mundo cotidiano reabsorbe el mundo real, donde el universo se transforma en experiencia de lo maravilloso y lo mistérico. En cada lectura, abrimos la ventana del mundo, donde vida y naturaleza se consustancializan y subsumen: se vuelven unidad del universo. Coexisten y se fusionan en un abrazo de la temporalidad que suspende la muerte. Por consiguiente, en el haiku se funden vida y poesía, en un relámpago de eternidad. La transparencia de sus versos se vuelve luz intensa, encarnación del tiempo, inmensidad del sentido y del silencio. A la manera del bonsái, comprimido, el haiku se presenta como una estructura que exalta una experiencia poética irrepetible, cargada de la sabiduría esencial de las cosas.
La retórica del haiku descansa en su concreción, en un pensamiento cincelado con el pulso de la contemplación y la visión, no en duermevela sino en estado de vigilia. “También el haiku parece dar a Occidente unos derechos que su literatura le niega y unas comodidades que ella le escatima”, afirma Roland Barthes (Barthes 2007: 85). El poeta de haiku no llena la página: la cubre de escasas palabras para dejar el resto al vacío y al silencio. El haiku se sostiene por dos coordenadas o proposiciones esenciales: el silogismo y la metáfora. Sus tres proposiciones crean un sentido de la visión, en un acto de “emoción concentrada”, que se instala en el sentido del silencio. Para Barthes, los tres versos (tercetos) del haiku representan “un dibujo silogístico en tres tiempos (la subida, la suspensión, la conclusión)” (Barthes, 2007: 87). El autor del haiku busca pues alcanzar el satori; es decir, el estado de iluminación, revelación o intuición, que se logra de la conjunción entre lo contemplado y lo escrito. “La brevedad del haiku no es formal; el haiku no es un pensamiento rico reducido a una forma breve, sino un acontecimiento breve que encuentra de golpe su forma justa”, afirma juiciosamente el crítico francés (Barthes, 2007: 92). En los intersticios del haiku hay una música callada y silenciosa que define el vacío del contexto espacial. Así, el haiku parte de una impresión instantánea que se nutre del sonido y de la luz de la naturaleza. El autor del haiku, en efecto, capta no solo la música del bosque, sino también el silencio de las cosas, el silbido de la lluvia, la melodía del mar y el canto de los ríos. Ejercicio espiritual no de la introspección sino de la contemplación activa, el haiku nos da una visión de la temporalidad. “Porque el tiempo del haiku no tiene sujeto: la lectura no posee otro yo que la totalidad de los haikus cuyo yo, por refracción infinita, no es más que el lugar de lectura…” (Barthes, 2007: 98). En síntesis, en el haiku está el todo y la nada, la plenitud y el vacío. En su sencillez está su profundidad; en su transparencia, su sentido. Es decir, presenta un sentido suspendido. El haiku es un “flash, un arañazo de luz”, sentencia el autor de El placer del texto (Barthes, 2007: 104).
El interés y el conocimiento, así como la difusión y divulgación de la cultura, el arte, la filosofía y la literatura del Japón desde Occidente, se remonta a Lafcacio Hearn (1850-1904), de padre irlandés y madre griega, nacido en Grecia y educado en Estados Unidos. Viajó al País del Sol Naciente, en 1890, como enviado del Harper,s Magazine para escribir artículos y reportajes periodísticos. Fue este aventurero quien abrió las puertas de este país misterioso y exótico al resto del mundo, tras milenios de aislamiento. Hearn sucumbió a los encantos mágicos y a la fascinación que ejerce esta cultura ancestral a los ojos del hombre occidental, y terminó quedándose a vivir, donde realizó su vasta obra literaria. Su dilatada vida en esta Nación le permitió adquirir un enorme conocimiento de su tradición secular. Autor de Sombras, Japón: un intento de interpretación y El Japón fantasmal, Hearn tradujo, en sus palabras, y valiéndose de su imaginación poética, la sabiduría de esta cultura, al mundo occidental, a través de leyendas, anécdotas e historias mágicas y misteriosas. Otro gran conocedor y estudioso del Japón es Donald Keene (nacido en Nueva York en 1922), autor de Literatura japonesa, La literatura japonesa entre Oriente y Occidente, Una historia de la literatura japonesa y de Los placeres de la literatura japonesa (Editorial Siruela, 2018). También otro autor interesado en estas tierras fue el semiólogo francés, Roland Barthes, quien visitó el Japón en 1970, y a quien le dedicó la obra El imperio de los signos, donde se adentró en los signos (símbolos y códigos) de esta civilización. En ella analiza el sistema de símbolos que irradian su teatro, su novela, su poesía, su gastronomía y su pintura. Para Barthes, Japón es un texto (“el país de la escritura”, dijo), y de ahí que lo lee en sus signos imaginarios, descifra sus códigos simbólicos, su lenguaje fantasmal. Por lo tanto, para este pensador e intelectual, Japón es el “imperio de los signos”. En su viaje interpretó su silencio y sus huellas, sus imágenes y su tiempo.
Luego, cabe destacar, en lengua española, las conferencias y ensayos de Octavio Paz, Carlos Rubio, Antonio Cabezas, Fernando Rodríguez Izquierdo, entre otros, y las antologías de haiku de las editoriales Hiperión y Trotta. De igual modo, es digno resaltar los trabajos en México de Gloria Ceide-Echavarría y de Esther Hernández Palacios. En el premio Nobel mexicano, Octavio Paz, Japón ejerció una fascinación proverbial, como lo prueban los ensayos de su libro El signo y el garabato (Acercamientos al Este), titulados: “La tradición del haiku”, “El sentimiento de las cosas (Mono no Aware)” y “Centro móvil”. Su discípulo Aurelio Asiain (quien vive en Japón) reunió sus ensayos, notas, poemas, entrevistas, cartas, comentarios, testimonios y traducciones, que conforman una etapa y un momento de la vasta obra de Paz, en su libro Japón en Octavio Paz, donde esta cultura le sirvió de motivo o tema. Traductor del diario Sendas de Oku de Matshuo Basho, de poemas, haiku y tankas, Paz sin duda fue seducido por la poesía, la filosofía, el arte y la cultura de esta isla encantada, cuya lírica influyó en una parte de su poesía, en la escritura del poema breve y en su tesis denominada “poética del instante”.
Para el cultor del haiku en América Latina, y en países cálidos –donde no se cumplen las estaciones del año a pie juntillas–, es difícil cumplir con la esencia de su poética y con su naturaleza intrínseca, pues no hay climas extremos ni saltos atmosféricos. Por lo tanto, no se capta su realismo, ni su dialéctica real. El haiku auténtico es el que se inserta en la tradición, en su origen primitivo. El que recrea el momento, es decir, el instante en que la naturaleza se comunica con los hombres; es a la vez pintura del día y de la noche, del cielo y de la tierra, así como escuela de la meditación y del misterio. Asimismo, es ejercicio espiritual del mundo exterior. El poeta de haiku conquista el instante para reconquistar el tiempo de la naturaleza y abolir su yo. En su origen, el haiku era más cómico y era un juego de palabras y de sentidos; en la modernidad, se volvió más grave y trágico, como con sus maestros Basho, Buson, Sokan, Moritake, Issa y Shiki. En la tradición poética en lengua española, solo hay visos de escritura de haiku en Lorca, Machado y Juan Ramón Jiménez; en América Latina, el primer ejemplo y el más elocuente es el del mexicano José Juan Tablada, quien visitó el País del Sol Naciente en el año 1900. Autor de libros de haiku como Un día… poemas sintéticos (Caracas, 1919), Li-Po (1920), El jarro de flores (Nueva York, 1922) y La feria (1928), Tablada pertenece pues, por derecho propio, a la estirpe de pionero en cultivar esta forma poética de origen nipón, en el Nuevo Mundo. A esta forma libre que solo se ciñe a los tres versos, no así a la rima, ni a los 17 versos, es la que cultivan la mayoría de los poetas hispanoamericanos. Y a esta fórmula también se adscribe el escritor y profesor dominicano, Pedro de Jesús Paulino, quien sigue una tradición cultivada por algunos poetas dominicanos de los últimos 30 años –y cuyo auge va en aumento.
II
En Pedro Paulino, asistimos a la percepción de una escritura de haiku, que refleja la madurez y la desgarradura de la palabra, en su brevedad relampagueante. Con su libro de haiku, La mirada del náufrago (2019), este autor –también de microrrelatos y poemas–, nos entrega un conjunto de artefactos literarios, desde su pulso de orfebre, y como cincelador del verso.
Con esta obra, funda un mundo de signos y símbolos de su experiencia sensible e imaginaria, poblado de animales y plantas, insectos y elementos naturales. El espacio y el viento, el mar y los ríos, el mundo vegetal y el mundo animal dialogan y habitan su universo mental y espiritual. El día y la noche; el atardecer y el amanecer; el viento, el sol, la luna, la lluvia, el rocío, las estrellas, el jardín, la tarde y la mañana… se miran y lo miran, y el sujeto poético, los mira y los define, y nos conduce, hasta su hábitat y su cosmos. Las aves (colibríes, ruiseñores, buitres, gallos, alondras, calandrias, gorriones); los insectos y los animales (mariposas, lagartos, libélulas, gusanos, luciérnagas, hormigas, leones, peces, cuervos); plantas, árboles, flores y bosque (framboyanes, rosas); los elementos de la naturaleza (fuego, senderos, horizontes, arco iris, sal, agua, arena, caracoles); animales fantásticos (unicornio, dragones, espantapájaros); las estaciones del año (primavera y otoño); la luz y la sombra… todo encuentra su sentido y su razón de ser, su tiempo y su espacio en el universo de este texto.
En la estrategia de escritura de este libro se pueden inferir las imágenes (metáforas, hipérboles, sinestesias, prosopopeyas) como las del parpadeo del sol, el llanto de la lluvia, el gemido del rocío, el llanto de la flor, la mirada de la luciérnaga, el baile de las mariposas sobre el río, la sonrisa de los atardeceres sobre el agua, la mirada de la luna, el estallido de la luz en las praderas, el temblor de la sombra bajo la luna, el eco del mar de los náufragos, el río que atraviesa el bosque, el beso de la luna, el rocío que se posa en cada pétalo de la flor, una gota de otoño que cae sobre el río, la luna de otoño que es noche que se duerme en la flor, el suspiro de la rosa, el vuelo de la noche, el silencio del viento, la luna que es un charco de luz, el arco iris que es una flor desnuda, el canto del mar, el latir del alma del mar, el silencio de la luna, el llanto del bosque, el corazón del colibrí que late en cada flor, el canto de los framboyanes bajo la luna… en fin, todas estas figuras actúan como recursos poéticos que le dan lirismo a cada haiku, y le inyectan vida y movimiento a los elementos químicos y físicos de la naturaleza.
En algunos textos, Paulino deja entrever una cierta poética o teoría de esta praxis de escritura:
Flor de primavera;
solo el haiku conoce
la esencia del bosque.
O en ese otro haiku:
Nadie sino el bosque
conoce la canción
del haiku.
Como se puede colegir de la experiencia de lectura de esta obra, Paulino describe, define y descifra el lenguaje de la naturaleza, en sus palpitaciones y ritmos: capta la atmósfera y espíritu de los sonidos que dimanan de las cosas. Igualmente, la música de los elementos, el movimiento y la quietud, la respiración y el reposo. Este autor supo capturar el “espíritu del haiku”, y sus instantes de revelación e iluminación. En tono coloquial a ratos, pero vital en sus elucubraciones, crea –o recrea– un mundo. Sentir, pensar y percibir se entrelazan y combinan para revelarnos visiones y presencias del universo sensible y material. Así pues, el mundo entra en comunión con el tiempo, en apenas tres versos de cada haiku. He ahí su poder de síntesis verbal, intuitiva e intelectiva, donde los seres y las cosas se comunican entre sí, y la naturaleza se transforma en personaje protagónico, que sirve de fuente de inspiración.
Ahora bien, en su mundo no hay vacío sino plenitud; no hay sombra sino luz. Pedro Paulino aviva y revive el imperio de la naturaleza, donde se percibe el vacío del mundo social. Nunca se ve el cielo; siempre está el mar y los ríos. No hay auroras ni crepúsculos sino amaneceres. Nunca atardeceres. Siempre el diálogo entre la luz y la sombra, la noche estrellada y el día soleado. Poeta y narrador de la brevedad y la concisión, Paulino toca con su pulso expresivo la anécdota y la idea, el concepto y la mirada. Después de un largo silencio, se ha desatado a escribir, rompió a escribir en un estado de frenesí microrrelatos, cuentos y ahora haikus, con fuerza vertiginosa y luminosa. Con este libro, Paulino sigue una línea creativa en el país de poetas seducidos por la magia y la gracia de esta forma lírica de raíz nipona, que nace de forma libre con Tablada y adquiere conciencia teórica con Paz. Cada vez más, la cultura japonesa se enraíza en el imaginario y el gusto estético de los occidentales y los hispanoamericanos, con ahínco y lúcida penetración. Desde el arte del bonsái hasta el feng shui, el sushi, la gastronomía, la jardinería, el diseño y la decoración adoptan mayor apertura y expansión en todo el mundo occidental. Es decir, Japón y Oriente se ha occidentalizado. En la República Dominicana tampoco nos podemos sustraer a los encantos seductores que entraña esta cultura mágica, y de ahí que Pedro Paulino haya sucumbido a la potencia luminosa de esta expresión poética. Y lo ha hecho con buen pulso y con certera puntería.
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Basilio Belliard es poeta, narrador y critico dominicano.