Costa Brava
Mi calle de casas blancas
no es el sueño de nadie.
Sus techos de terracota
no son los de Cadaqués.
Como todas las ciudades fabulosas,
a mi calle la corta
en su centro un río
por el que navegan todos
los barcos de papel del mundo
y alcanzan el río más amplio
de la calle Central
y se pierden en los desagües
hasta llegar al Caribe,
que es el mar más azul.
Mi calle de casas blancas
no es el recuerdo de nadie.
Solo para mí es memoria.
Diosa de la furia
Los taínos veían propicio
el movimiento circular del viento
al paso de un huracán.
Por eso dibujaban a Guabancex,
diosa de la furia,
con los brazos ondulantes.
Hoy Saturno planea sobre Escorpión
y el brillo de la Tierra
dora el lomo de los libros.
Que nadie se aventure al afuera
por más dulce que llegue la sospecha,
por rotundo que se advierta
el llamado nocturnal.
Solenodonte
Por momentos, su boca se entreabría
como si tuviera algo que decir.
Era el solenodonte
el que husmeaba con su largo hocico
el aire de la noche frente a nosotros.
Escarbaba con prisa en el suelo húmedo
indiferente al resplandor de las antorchas.
A veces detenía la labor
para extender las patas delanteras
en actitud de orante.
Entonces regresaba a la tarea
de ahondar en la tierra.
Aún me desconcierta no entender
lo que busca con tanta viveza.
Al llegar a la casa familiar
La casa sigue allí,
detenida ante el trajín de los comercios,
con su enrejado señorial
y el ojo de buey observando
las inevitables mutaciones del paisaje.
¿Es Diógenes el que se acerca
con los bidones del ordeño?
Viene en un caballo maltrecho
que luce menos cansado que él.
Flérida Dolores hierve la leche
en una olla inmensa en la que distingo
un fracaso de nata y espuma,
pero ni un solo dolor
de los del nombre de Mamá.
En la acera se alinean los compradores.
Traen botellas que regresarán rebosantes
al sopor de todas las moradas.
Sí, alguien limpia una escopeta
en medio del patio.
No le teman.
Bajo esa aparente reciedumbre
hay un corazón compasivo.
La casa de entonces
era un mundo apacible
pidiendo sin exigencias
la palabra que lo habitara.
Ya resuena el jaleo del desayuno.
Carmen se acerca desde el jardín
para dar de una alegría
que contagia a sus hijos y a mi madre.
La mesa está servida,
a su alrededor gravitan
todos los apegos.
Los planetas interiores
Escribo bajo la nieve,
bajo la nieve inacabable y densa
tan familiar a sus zancadas jóvenes
por el frío tegumento de la ciudad.
Escribo bajo la nieve
con el afán de un amanuense dócil
abandonado a la inutilidad de la tarea.
Escribo bajo la nieve,
ausculto el manto blanquecino
del paisaje en busca de algún destello,
la sospecha de un resquicio
de serena claridad,
pero no me dice nada.
Escribo bajo la nieve
para recuperar señales, ecos,
las íntimas cosmogonías
de un mundo tan ajeno a ustedes:
esta galaxia que los contiene
en el ánfora abismal
de mis derivas.
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Néstor E. Rodríguez (La Romana, República Dominicana, 1971) es autor, entre otros libros, de Limo (OrganoGrama, 2018) y Poesía reunida (Zemí, 2018).