No sé cómo fue que respondí:

–No se preocupe, abogado, puedo viajar. 

Realmente estaba harto del trabajo en ese bufete de abogados tras casi un año cumpliendo con todo tipo de encargos para esos que te miran como si estuvieran haciéndote un favor. No me parecía verdad que me pidieran que me fuera de viaje y además solo. Tal vez debería haber prestado más atención. De hecho, el jefe había mencionado:

—Encontramos un pasaje de avión y el hotel –incluye las comidas– ya está pagado por diez días. Allí te explicarán cómo moverte. El traslado desde y hacia el aeropuerto está reservado. Ten mucho cuidado: Caracas es una ciudad peligrosa, no salgas de noche. Este dinero es para gastos pequeños. Nos mantenemos en contacto por Internet.

Pero la misión, aunque fuera muy imprecisa, casi para un detective, me intrigaba:

—Nuestro cliente es muy rico. De hecho, no le interesan los bienes del pariente fallecido, que se peleó con la familia y hacía muchísimo tiempo que no sabían nada de él. Quiere saber qué pasó exactamente, cómo vivía y si dejó descendencia en Venezuela. Es inútil ir a la Embajada. Sólo mandaron el certificado de defunción, que por otro lado consiguieron de casualidad, pero no saben nada más. Giuseppe Foglienzi no era miembro de ningún club italiano, probablemente no le importaba su patria. En este dossier están los pocos datos que tenemos.

Además de saber español, me preguntaba por qué habrían elegido a un recién graduado en Derecho. Ahora lo entiendo. Nadie querría venir aquí y no esperaban ningún resultado. Pero aquel cliente era demasiado importante para negarle ni siquiera un capricho.

—Acuérdate de sacarte selfies en los lugares y con la gente. Solo tenemos que demostrar que lo intentamos. Si puedes descubrir cualquier cosa, tanto mejor.

Desde el aeropuerto de Maiquetía hay una autopista que ha visto mejores tiempos: sube por la montaña, luego la deja a la izquierda, muy verde, bajo un cielo esplendoroso y entra en la ciudad entre filas de edificios altísimos. El taxista me dibuja un panorama bastante aterrador. En el hotel hay guardias armados, me repiten que no puedo por nada salir solo, menos que menos por la noche y que el hotel tiene un piano bar y televisión con canales en todos los idiomas. Por suerte, durante el Erasmus de Barcelona, conocí a un venezolano, Luis Alberto. Él estudió Ciencias Sociales. No es que fuésemos muy unidos, pero de vez en cuando nos escribíamos. Sé que es investigador en una universidad, está casado y tiene un hijo. Luis Alberto me había anticipado la misma información que todos me repiten, pero me dijo que viniera de todas formas, que debo ver Caracas ahora, que se ocupará de mí. No tenía muchas opciones y aquí estoy. Le avisé por WhatsApp y ya está en camino al hotel.

2. 

Luis Alberto y su esposa Florángela viven en un pequeño apartamento. Está en un gigantesco condominio en ruinas. Sus habitaciones dan la sensación de una mudanza en curso: todo está en cajas, con muebles improvisados, salvo por las paredes –cubiertas de pinturas y dibujos: Florángela es pintora– y por las pilas ordenadas de libros. La cocina también está bien equipada, pero no hay casi nada para comer. O mejor dicho: todo lo que hay es para el niño.

—A Dios gracias los padres de Florángela viven en el campo y a veces nos traen algo. Aquí, si es que encuentras comida, los precios son imposibles. ¡Estamos todos flacos, todos a dieta!

Luis Alberto resuelve mi problema de pagar en un país sin dinero en efectivo al darme su tarjeta de crédito local, pero me advierte que no tiene mucho saldo y le llevará un par de días cambiar mis euros en el mercado negro y depositarlos allí. Con la tarjeta de crédito italiana me aplicarían el tipo de cambio oficial. Infinitamente más bajo que el real, lo publica diariamente la página dolartoday.com y sube de hora en hora.

Fuimos a la dirección que dio Giuseppe Foglienzi en el hospital, pero el número no existe. En las casas cercanas nos dijeron que no lo conocían. Después fuimos directamente al hospital, bastante destartalado, donde un joven médico nos dice que es imposible hacer la búsqueda. En medio de los enormes problemas que tienen no hay suministros y no saben con qué tratar a la gente, enferma por la propagación de las epidemias. Pero luego buscó en unos archivos de la computadora y encontró que Foglienzi llegó al final de su vida y se le expidieron dos certificados de defunción: uno para la embajada italiana –porque lo habían registrado como italiano– y otro para la familia, que lo había retirado. Así que hay una familia que buscar.

Logramos convencer al doctor de que se tome un café con nosotros. Me viene a la mente mi tío: muy izquierdista, quien antes de partir me contó varias cosas sobre Venezuela, así que en la conversación saco la historia de los médicos cubanos que llegaron por solidaridad. Me miran sorprendidos:

—Se fueron, muchos no volvieron a su país, aquí sólo quedan los militares y los espías cubanos. Hasta buenas personas eran algunos, pero los estudios de Medicina en Venezuela no están para nada atrasados. Y como quiera que sea le pagamos a los cubanos con una gran cantidad de barriles de petróleo.

En el camino, de regreso a su casa, Luis Alberto sigue:

—Somos un país colonizado por Cuba: controlan la seguridad nacional, los servicios secretos, las fuerzas especiales. Fidel Castro condicionó y dirigió todos los movimientos de Chávez. Parecía imposible terminar peor que Cuba, pero lo hemos conseguido: ahora estamos peor que ellos tras la caída del Muro de Berlín. 

Luego me cuenta sobre sus clases en la universidad: a veces falta el agua o la luz y cada semana algunos de los estudiantes o colegas salen de Venezuela y se van de repente. 

—Muchos amigos están en el extranjero, con mejor o peor suerte.

Caracas está hecha polvo, por decir lo menos, se puede entender que en otros tiempos debió ser rica, bella, efervescente de cultura y diversión. Ahora parece una ciudad muy triste, recorrida por gente preocupada y asustada, con largas colas frente a tiendas casi vacías. Analizamos el problema de movernos por la ciudad. Luis Alberto le pregunta a su esposa quién puede llevarme.

—Mi hermana puede hacerlo —responde Florángela.

—¿Tilta? No sé quién es más peligrosa, Caracas o tu hermana.

—¿Conoces a alguien más que vaya a cualquier parte cuando le da la gana? Hablaré con ella.

3.

Tilta viste de motociclista. Sobre el casco, un destello dorado. La cara llena de pecas, ojos muy oscuros, pelo corto y rubio claro. Me escruta. Es tan alta como yo.

—No tienes vínculos con Venezuela, es la primera vez que vienes aquí, ¿no?

Y cuando se lo confirmo, acepta:

—Se puede arreglar.

Así que me subo a la silla de su motocicleta de gran cilindrada, de marca imprecisa, probablemente fruto de la combinación de varias motocicletas.

—No hay más piezas de repuesto. Solo funcionan los motores de quienes los saben arreglar. En cambio la gasolina no cuesta nada.

Me muestra que en el río Guaire –un torrente pestilente que atraviesa la ciudad, una cloaca al aire libre– hombres y niños con tamices o con las manos buscan joyas, pero también se conforman con piezas de metal para vender. 

—Rebuscan también en la basura, por supuesto, pero ahí no se encuentra casi nada. 

Luego sube una colina desde donde se puede ver la inmensa ciudad de edificios y favelas extendidas sobre el valle a 900 metros. Le digo que me gustaría buscar la tumba de Giuseppe Foglienzi y le pregunto si sabe dónde podría preguntar. 

Sacude la cabeza:

—Déjamelo a mí. ¿Tienes la tarjeta de crédito de mi cuñado? Bueno, vamos a comprar harina. 

Descendemos por una bajada a una velocidad poco recomendable y –saltando sobre parterres e islas de tráfico– acabamos en una zona de barracas detrás de un paso elevado. Allí Tilta entra en un patio, regatea un poco con un bachaquero –un comerciante de productos del mercado negro– y mete en las alforjas de la motocicleta varios paquetes de harina de maíz precocida marca Pan.

—Es para las arepas y las empanadas. Ya las probaste, ¿verdad?

Como no las conozco, me lleva a probar estas frituras y focaccinas rellenas. 

Luego, con moto y todo, entramos al Cementerio General del Sur. Tilta va directo a un grupo de personas. Podrían ser sepultureros, a juzgar por las palas y otras herramientas, aunque tienen unas caras poco recomendables. Negocia la búsqueda de la tumba de Giuseppe Foglienzi, enterrado hace poco. Promete primero dos paquetes de harina, luego llega a tres. Nos hacemos a un lado y esperamos a que la encuentren.

—Es el cementerio más grande de Caracas, no está lejos del hospital que dijiste, los traen después aquí cuando están apurados, pues ni controles hay.

En ese momento me doy la vuelta y capto algo muy extraño: los monumentos funerarios están casi todos rotos, varias fosas están abiertas, pueden verse escombros y restos de ataúdes alrededor de nosotros. Caminamos entre las sepulturas y es así en todas partes: hay hasta huesos dispersos.

—Abren las tumbas en busca de objetos preciosos, o el oro de los dientes y anillos, o quizás incluso para rituales de brujería… el cráneo porque piensa y el fémur porque camina… Es una lástima a lo que nos han reducido… imagínate, hasta la tumba de Rómulo Gallegos la profanaron…—comenta Tilta.

Nos llaman y juran que nos llevarán a los restos de Giuseppe Foglienzi. Vamos en motocicleta y no soltamos la harina hasta que veamos la lápida. Está, en efecto, en una esquina apartada. Es muy sencilla: el nombre y las fechas. Pero está intacta.

—Saben que los que mueren ahora no llevan nada consigo. Así que las muertes recientes valen menos.

Me arrodillo, acaricio la escritura y dedico un pensamiento al desconocido que me mandaron a buscar. Soy demasiado torpe para decir una oración, pero hago como si lo hiciera. Luego tomo varias fotos con mi teléfono móvil y hago un mapa del lugar, anotando todo lo que pueda servir para volver a encontrar la tumba.

—¿Por qué dices que tuvieron que enterrarlo rápidamente? —le pregunto a Tilta.

—Porque me parece que tu difunto no era de Caracas.

4.

Luis Alberto me lleva a visitar el Centro Histórico, donde está la casa natal del Libertador. Un puesto embanderado vende discos de Chávez cantando canciones tradicionales. En la tapa: el “comandante eterno” a caballo, como un auténtico llanero, sonriente y vencedor. 

No sé si comprarle un disco a mi tío.

Luis Alberto me explica algo más:

—Al principio, Chávez, indudablemente, tenía carisma para los venezolanos. Pero luego identificó el socialismo con el estatismo, nacionalizó sin ton ni son y le entregó las empresas a corruptos incompetentes, por no mencionar el militarismo y la impunidad general, puesto que el Poder Judicial está en manos de los chavistas. Pero el colapso final vino con Maduro. Hoy solo una minoría apoya al gobierno, ese apoyo lo obtienen por coerción en el caso de los trabajadores estatales, o por chantaje, te dan bolsas de comida sólo si tienes el carnet de la patria, que te define como oficialista. El aparato militar y la policía, además de reprimir, está involucrado en redes de asuntos ilícitos. Maduro permite a la alta dirección del Ejército enriquecerse descaradamente con el mercado negro y los sobornos a las importaciones, pero también con una empresa militar específica para la explotación ilimitada de la riqueza mineral del subsuelo. La apertura de nuevos territorios a las multinacionales provocará un genocidio de los nativos y destruirá el medio ambiente. Ya ahora buena parte de Venezuela, sobre todo el sur –los estados Amazonas, Guárico, Apure, Bolívar y Delta Amacuro– está en manos de delincuentes, mafiosos, narcotraficantes, irregulares armados, guerrilleros colombianos y paramilitares.

Más tarde regreso al sillín trasero de Tilta: cruzamos la ciudad a una velocidad vertiginosa, haciendo un espeluznante eslalon entre los automóviles y entramos en Petare (al extremo este de la ciudad): pequeñas casas de ladrillo, a veces reducidas a bloques de cemento, madera, plástico, todo apilado entre la mugre. Con la moto, Tilta se desliza por senderos y sube escalones, al final entra en un garaje improvisado. Lo cierra inmediatamente con un candado. Bajamos y tomamos un sendero muy estrecho entre indefinibles tufos húmedos y miserables. Llegamos a una sala donde nos espera Gelson sentado frente a un altar con muchas estatuillas de cerámica que representan santas coquetas, bronceados indígenas con arcos y flechas, madonas, generales, negros con machetes, niñitos Jesús… también hay un tipo con bata de médico, un piel roja y un vikingo barbudo. Una gran vela azul arde. Gelson me hace sentarme, me ofrece un cigarro –lo enciendo por cortesía– y un vaso de licor. Es muy fuerte y seco, huele a hierba o a madera macerada, tiene un vago toque de tequila.

—Es cocuy, un destilado de agave, un poco menos de 50° —dice Tilta. 

Veo a Gelson mirándome a través del humo de su cigarro. Para romper el hielo, utilizo las sugerencias de mi tío y pregunto si la vida en esos barrios pobres ha mejorado con el chavismo.

—De vez en cuando ha llegado algo de asistencia social y mucha retórica. Pero también han armado y protegido a los colectivos. Son unas bandas que ahora actúan por su cuenta. La diosa dijo muy pronto que Chávez estaba engañando al pueblo. Al principio, en la Corte Libertadora, junto a Simón Bolívar, Antonio José de Sucre, Rafael Urdaneta y Rómulo Betancourt, estaba su retrato, pero lo quitaron. La población ahora está hambrienta y sedienta. Falta todo, incluso medicamentos y los servicios públicos más básicos. Nadie cree en el gobierno, lleno de gente corrupta, que además envía periódicamente a la policía para reprimir a los que tienen el valor de protestar. Aquí los niños dejan la escuela para convertirse en carteristas o narcotraficantes…

Pregunto quién es la diosa.

—Ella, la reina, María Lionza —dice Tilta, señalándola.

En el centro del altar la estatuilla más grande representa a una mujer morena; semidesnuda, cubierta sólo por un velo celeste, coronada y montada en una danta, levanta en alto algo.

—Es un hueso pélvico femenino. A su lado están el Indio Guaicaipuro y el Negro Felipe. Juntos forman la Trinidad venezolana. Ellos son los Tres Poderes.

Tilta intercambia una mirada con Gelson y añade:

—Tú tienes que encontrar la pista de tu italiano. Nosotros queremos hacerle unas preguntas a la diosa. Tú puedes ser el intermediario y todos tendremos las respuestas que buscamos.

Esa noche la motociclista burla a la guardia del hotel y –comiéndose un semáforo tras otro– me lleva por avenidas casi desiertas. Luego frena frente a una librería en la Plaza Altamira.

—Esta es la resistencia. Salen aunque no se pueda, aunque sólo hayan cenado una sopa. Esta noche celebran a un escritor especial, José Balza. Le han publicado una colección de cuentos. Él nos enseñó a leer, escribir, escuchar música y ver películas. Ven, entremos.

Tilta saluda a todos y sonríe feliz. Es muy bonita cuando sonríe. La acera frente a la librería está iluminada por cientos de velas multicolores. La gente conversa en la calle, con un libro o un vaso en la mano, en un desafío para recuperar centímetro a centímetro la noche de Caracas.

5.

Me encuentro con un correo electrónico del bufete: agradecen las fotos del cementerio y me envían la dirección de un empresario venezolano que recordaron. Dicen que está muy conectado –metido en todas partes– y podría serme útil. Pero Tilta se niega a llevarme allí, juzgándolo como un espantoso bolichico, es decir, un exponente de la burguesía bolivariana desenfrenada nacida con el chavismo, y tengo que ir en taxi. El edificio es gris y está muy bien custodiado: hay un ascensor que sólo conduce a las plantas superiores, donde se encuentra la oficina financiera. Sigo al guardia armado que me acompaña a través de un laberinto de pasillos y habitaciones con puertas abiertas. En una hay un tipo durmiendo, en otra los soldados están jugando dominó y otra más está llena de paquetes. Luego llegan las secretarias y finalmente la sala de espera frente a la oficina del jefe, custodiada por un ujier. Iván Gabriel me recibe de lo más cordial. Es lo contrario de lo que esperaba: joven, robusto, unos años mayor que yo, vestido casualmente (casi modesto), la energía le sale por todos los poros. Detrás del escritorio hay tres grandes retratos: un Bolívar casi mulato, Chávez con el puño en alto y el Che Guevara pescando. Aquí sí que las fórmulas de mi tío pueden serme útiles. Me pregunta cómo me pareció Caracas. Por supuesto que no le digo. Al contrario: le suelto lo de las dificultades de un país sometido a la guerra económica por el Imperio. Pero me corta en seco:

—Es apenas un período. Hacemos y haremos buenos negocios con todos, hasta con los Estados Unidos. 

Le doy la información que tengo sobre Giuseppe Foglienzi y le pido en nombre de la empresa que rastree a la familia. Llama a un colaborador y le pasa la tarea. Más allá de las ventanas de la oficina se puede ver el valle de Caracas, la gran montaña, el cielo cubierto de nubes blancas. 

—Vas a conocer esta ciudad. Haré que te recojan en el hotel hacia las siete. 

Otro que no tiene miedo de salir por la noche.

La lujosa Hummer en la que se mueve Iván Gabriel tiene un equipo de discoteca y suena Guaco, la “Súper Banda de Venezuela”. Esta “todo terreno” es precedida y seguida por dos carros llenos de guardaespaldas. Iván Gabriel me presenta a su novia, una delicada chica envuelta en sedas vaporosas. También él está bien vestido. Cenamos en la urbanización Las Mercedes, en un restaurante de carnes –especializado en asado a la llanera– con finos vinos argentinos y chilenos. Hay de todo y más. Y se nota más aún en el contexto de la carestía. Iván Gabriel es muy simpático, bromea sobre cualquier cosa, hasta sobre Maduro, a quién no le ahorra ni una burla. Hace reír hasta a su etérea novia. Luego vamos a un bar de moda con música bailable e Iván Gabriel me lleva aparte y me pide un favor: debo seguirle el juego y confirmar que al día siguiente tenemos que salir de Caracas juntos por negocios confidenciales, volveremos al día siguiente. La novia es de la altísima sociedad y el proyecto personal de Iván Gabriel no la incluye. No me gusta mentir, ¿pero puedo decirle que no?

Nuestra caravana blindada recorre la ciudad fantasmagórica, llevamos a la novia a casa y cuando estamos solos Iván Gabriel saca un pendrive y me muestra en la pantalla interior de la Hummer su “proyecto personal”: una morena muy grande, que parece salir de un cómic escabroso, retratada con un bikini microscópico. Confortado por la perspectiva de tal compañía, me concede con generosidad que le pregunte qué quiero. Y yo, con mi inefable carota, le digo que siento no poder moverme por el país y que he oído hablar tanto del Parque Nacional Canaima, la gran indicación turística de mi tío. 

—Claro —dice sin pestañear—, si ahí están las fuentes del Caroní, el río que nos da electricidad. Tienes suerte, realmente tengo que enviar a uno de los míos para que considere comprar una casa de campo y un pedazo de tierra. Ahora no hay casi turismo ya, pero volverá y hay que estar preparado. Puedes ir con él. En un vuelo regular hasta Puerto Ordaz y luego en una avioneta.

Es una locura, pero en realidad dos días después llego a Canaima, al pie del Macizo Guayanés. El pequeño aeropuerto está medio vacío. Dicen que solo vienen algunos en los fines de semana. Pero en cuanto se llega al borde de la laguna el espectáculo es imponente y suave al mismo tiempo: el rugido de las gigantescas cascadas del río Carrao, las aguas oscuras y espumosas, la selva fluvial, a lo lejos los tepuyes –montañas de cima plana– con las finas y muy altas cascadas que descienden a lo largo de sus paredes rocosas, las palmeras que germinan en el agua, los arcoíris entre las salpicaduras y las nubes. Wilmar, representante de Iván Gabriel, pide mi opinión sobre el hotel ecológico, que me parece magnífico, a pesar del descuido, con ese increíble paisaje frente a él. Busco un guía con canoa, pero me dicen que falta gasolina. ¿Cómo es posible, si Venezuela tiene las mayores reservas de petróleo del mundo? Parece que llega poca y va a parar a las minas de oro ilegales. Al final, gracias a Wilmar, conseguimos algunos bidones. Salgo de Ucaima y me quedo fuera todo el día, alrededor del Auyantepui. Por la noche estoy rendido, pero aún no me recupero de la maravilla. El único lugar abierto es una cabaña con un grupo de rusos gritando, bebiendo y cantando. Es el único ruido bajo las estrellas sin fin. Salimos al día siguiente muy temprano en el avión.

6.

Hay unos 350 kilómetros para llegar desde Caracas al estado Yaracuy, en la montaña de Sorte, el palacio natural de María Lionza. Los caminos son buenos y no dan miedo, pero Tilta corre como un demonio y adelanta a todo el mundo. Por suerte cada tanto nos detenemos. Entonces puedo preguntarle sobre el ritual.

—El hermano Gelson dice que puedes servir, pareces el tipo justo. Necesita una persona de afuera de Venezuela y extraña al culto. Te vamos a velar mientras duermes. No te preocupes, no correrás ningún riesgo.

—¿Pero tú crees en eso?

—Yo no creo en nada —me contesta con una mueca—. Vamos a entendernos: Chávez era supersticioso, con él se puso de moda la santería cubana, su tumba es un destino de peregrinación. Pero quiero que la dictadura termine y si la diosa habla, eso ayudará. Que una cosa quede clara: la diosa es sólo luz y bondad. No tiene nada que ver con la brujería.

—Háblame de María Lionza.

—Viene de la madre indígena del agua y de la selva, la Yara, pero es un culto sincrético, es también la anaconda, Yemayá, la Virgen María y quién sabe qué más. La onza que la protege es el yaguarondi, un felino salvaje. La pintan a horcajadas sobre una danta, es decir, un tapir. Guaicaipuro fue un cacique de la resistencia indígena contra los conquistadores, Felipe un negro antiesclavista rebelde del siglo XVI. Creo que simbolizan las razas que se han mezclado en los venezolanos. Luego están las Cortes de Espíritus que los acompañan, pero es una larga historia.

Por fin llegamos a la montaña de Sorte. Encontramos altares bajo cortinas y marquesinas y también en mampostería. Hay una colorida explosión de estatuas, bustos e imágenes, como las que vi en Petare, con velas multicolores encendidas, ofrendas de flores y frutas. Cruzamos un río y encontramos al grupo de Gelson esperándonos. Allí dejamos la motocicleta y subimos la selva, hacia el portal sagrado, en una fuente, en medio de la espesura del monte. Nos encontramos con pequeñas casas de metal y madera, tan grandes como colmenas, con imágenes en su interior –y otras estatuas al pie de grandes árboles– y dibujos realizados con ceniza o yeso en los espacios abiertos del suelo. Cuando llegamos al lugar elegido, esperamos a que llegara la noche fumando puros y bebiendo cocuy. Los fieles cantan canciones acompañados por una guitarra. Al caer la luz dibujan una gran figura en el suelo con talco blanco y me hacen acostar dentro de ella, rodeándome con velas encendidas.

—Es la capilla magnética, o sea, el oráculo desde donde le vas a prestar tu voz a la diosa —dijo Tilta—. No hay nada que me preocupe. Rellenan con pétalos de flores y semillas algunos espacios donde las líneas del dibujo se cruzan.

Tilta me dio un té de hierbas mezclado con cocuy. Luego me recita susurrando, como una nana, los nombres de los espíritus de las Cortes de la Reina, empezando por la indígena:

—Urimare, Yoraco, Cayaurima, Naiguatá, Tamanaco, Sorocaima, Baruta, Churuguara, Terepaima, Arichuna, Tiuna, Paramaconi, Barquisimeto, Guaicamacuto, Jirajara, Maracay, Catia, Nurachí, Coromoto, Guaicamacuare, Yarúa, Arichuna, Paramacay…

La oigo y no la oigo, pero la veo sonreír y es muy bonita cuando sonríe. También hay una Corte de los Juanes:

—Don Juan del Tabaco, Don Juan de los Caminos, Don Juan de las Aguas, Don Juan de los Suspiros, Don Juan de los Cuatro Vientos, Don Juan del Amor, Don Juan del Desespero, Don Juan de los Encantos, Don Juan de la Luz, Don Juan del Dinero, Don Juan del Borracho, Don Juan de los Tesoros… 

Y con esta letanía en la boca, me quedo dormido.

Me despierto en medio de la noche fresca y suenan muchos tambores alrededor, salidos de quién sabe dónde. Estoy en una hamaca amarrada entre dos árboles. Veo, no muy lejos, la figura dibujada en el suelo donde yo estaba, todavía llena de velas y ahora también de botellas y frutas. Bajo y me encuentro ante Tilta. 

—¿Cómo fue todo? —le pregunto.

—Maravilloso. Hablaste, la familia de tu italiano difunto está en Juan Griego, en la isla de Margarita, en la costa del Caribe. Te llevará a ellos el padre Tiburcio, en el santuario de la Virgen del Valle.

—Caray, no será fácil llegar allí…

—¿Por qué? Tu amigo bolichico te encontrará un pasaje de avión.

—¿Y qué hay de ti?

—Te lo resumo, porque no te interesa el resto, el régimen caerá y será doloroso. Maduro debe asumir su segundo mandato en enero del año que viene, ahora sabemos que no lo completará.

7.

De Iván Gabriel me llega la noticia de que el único rastro de Giuseppe Foglienzi es una pizzería de su propiedad en la localidad margariteña de Juan Griego. Parece que estoy destinado a excursiones muy rápidas en mis días venezolanos. En el santuario de la Virgen del Valle encuentro al Padre Tiburcio. Viejo y casi sordo, recuerda bien a Giuseppe. Sabe que ha fallecido y me da una dirección. Así me topo frente a Migdalia y a su hijo. No es fácil superar sus recelos, pero me esfuerzo y al final confían en mí. Giuseppe tuvo un infarto fulminante en Caracas, donde habían ido a acompañar a su otro hijo, que se marchaba a vivir al extranjero. La pizzería ahora está a nombre de sus hijos: llevan su apellido, pero tuvieron que cerrarla por la crisis. Foglienzi no quería saber nada de Italia, no tenía ningún vínculo allí. Pero ella había preparado una carpeta con algunas hojas en italiano. Echo un vistazo: cartas, documentos antiguos y algunas fotos descoloridas.

—Era para Italia, en caso de que alguien apareciera, así que puedes llevársela.

Es mucho más de lo que esperaba. Les aseguro que nadie los molestará. Y no me hago un selfie con ellos. De hecho, lo decido inmediatamente: no diré que los conocí. La casa es bonita, desde las ventanas se puede ver el mar. Sus rostros también son serenos. Les cuento que vi la tumba de Giuseppe en Caracas.

—Esa fue una formalidad. Lo incineramos y esparcimos sus cenizas aquí en el mar abierto.

Juan Griego es una hermosa bahía con lagunas y una fortaleza y montañas al fondo –en la parte norte de la isla– cerca de hermosas playas. No será difícil recuperarse cuando los turistas regresen. Quizás el otro hijo emigrante regrese también para dirigir la pizzería.

Vuelvo rápidamente a la capital porque se me acabó el tiempo. Luis Alberto y Florángela están muy contentos de que haya cumplido mi misión y sobre todo de que no me haya topado con ningún malandro, los famosos criminales locales. Hasta el niño agita las manos y grita de alegría. Bien, si es así, quiere decir que hay algún futuro. Tilta aparece en el último momento. Bloquea el taxi con su motocicleta para darme una botella de cocuy artesanal.

–El año que viene habrá una celebración. Así que tal vez la próxima vez no invites a las chicas a un cementerio. 

Ni siquiera se quita el casco, que tiene la visera baja. Pero sé que sonríe.

Nota: El relato, escrito en 2018, se publicó en italiano en la revista “Limes” n.3 de 2019. Ha sido traducido por dos venezolanos: Sandra Caula, que vive en España, y otro que, por vivir en Venezuela, prefiere quedar en el anonimato.

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Danilo Manera es profesor de literatura española en la Universidad de Milán, traductor de varios idiomas, ensayista, crítico literario