La secuencia de las escenas finales de una película dramática me impactó de una forma tan conmovedora que la conservo entre mis recuerdos luminosos. Era muy joven; y de eso hace muchos años. Abro mis pensamientos y me remonto a ese momento del pasado. A mi aire, sentado en una cómoda butaca del cine. Un plano general encuadra a una mujer impresionante, bella y joven, de ojazos negros y esbelta como el tallo de un girasol. Ella se encuentra en una playa desierta, a pleno sol. Entre las manos sostiene una urna funeraria. La abre lentamente, con mucho cuidado, y arroja con determinación y tristeza las cenizas al viento. Y, cuando el polvo se dispersa, el rostro de ella ocupa toda la pantalla. Se queda mirando el reflujo de las olas durante una eternidad. La brisa del mar seca la mirada. Camina por la playa, descalza. La tarde empieza a caer. El graznido de las gaviotas no la perturba. Un crepúsculo malva la atrapa. Un tiro de cámara enfatiza un detalle sublime y conmovedor.Ella todavía conserva la urna funeraria entre sus manos, vacía, inútil. En ese momento la expresión de su rostro habla. Se dio cuenta que hizo lo que tenía que hacer. A eso se le puede llamar cumplir la última voluntad que escuchó de su padre, cuando agonizaba en la cama de un hospital. Y el padre terminó así. Consumido. Toda su vida, piel, órganos, huesos, palabras y pensamientos, transformados en nada dentro de una urna funeraria. Durante los últimos segundos de la escena de cierre la mujer arroja la urna a las olas. En ese momento el rostro de la mujer, atrapado en un primer plano, era un libro abierto. No tenía la cabeza para encadenar reflexiones. Y la cámara se ocupa de su mirada triste clavada en el mar hasta que, finalmente, la urna se hunde y desaparece en silencio, tragada por la mansedumbre de las aguas pintadas de azul turquesa.

El mar no es un cementerio abierto y con fronteras imaginarias, independientemente de la inmensa cantidad de especies que mueren o son devoradas a diario por los demonios mayores que imponen la ley de la implacable cadena alimenticia, que gobiernan y depredan en la profundidad de sus aguas.

En el mundo de la superficie, que se rige por un complejo y desconcertante vaivén de aciertos y eventualidades, un cementerio ordinario, de cautiverios recientes u olvidados, no es el lugar más idóneo para llevar flores y honrar la memoria de los seres queridos fuera de las fechas marcadas por la tradición. Sí, pero tengo una amiga que se salta el rigor y las convencionalidades ordinarias. No se apega a las normas ancestrales; y un día, durante su visita espaciada y casual, recibió una noticia amarga. El padre se quedó sin tumba. ¿Y qué ocurrió? Un descuido. La familia, fruto de un olvido insólito, dejó de pagar los arbitrios del cementerio. Así que perdió el derecho a la inamovilidad. Y con el desafortunado desalojo, los huesos del padre terminaron en una fosa común.

¿Qué castigo ejemplar o divino merece quien dio la orden, o los que, bajo el imperativo de esa orden, borraron sin piedad el último rastro de su existencia? La hija asumió esa situación de pesadilla y espanto como una injusticia sin justificación. Y se sintió afectada, pero vacía de dolor, ajena a la realidad que laceraba sus ojos.

El cementerio es un lugar sereno, de clima apacible, eterno e invisible, rodeado por la barahúnda tremulante de la ciudad. Al frente hay un bar. Aquí estamos mi amiga y yo. La clientela es menuda. Dos camareros vestidos de negro atienden. Yo me disculpo por la demora. ¿Qué hacemos en este lugar? No responde. Muda, igual que una esfinge. ¿Está molesta conmigo porque llegué tarde? No insisto. Tomo el menú y leo la disponibilidad, sin ningún interés. Desde mi silla, frente a ella, miro hacia el cementerio como si no estuviera allí. Y, luego, con el último sorbo de una limonada sin azúcar se levanta de su silla. Por fin habla; y me pide que la acompañe.

El camarero trajo a la mesa una botella de agua que ordené para llevar. Pagué el consumo y nos marchamos. 

El primer paso de ella, y la dirección hacia donde apuntó su mirada, marcaron el rumbo. Cruzamos la calle. La puerta enorme, de dos alas, estaba abierta. Una parte del armazón de hierro se ve corroída. Entramos despacio. Atravesamos trillos de yerba seca y atajos aprendidos. El cementerio no es lo que parece desde afuera. Deambulamos; y solo ella sabe el destino cierto hacia dónde íbamos. A cada lado hay tumbas mugrientas y mausoleos abandonados, que albergan restos de seres amados y víctimas sin justicia de la barbarie humana.

 El silencio nos arropa. Un perro dálmata, pacífico, amigable y sin collar, nos acompaña durante el trayecto hasta que ella se detiene y dice:Aquí estaba sepultado mi padre.

La frase se acomoda en mi cabeza. Y no reacciono. Estaba. Una verdad incontrovertible. Veo solo tierra arrasada hacia donde apunta su mano. El panorama era tétrico. ¿Por qué tu corazón no retumba? Y con el aire, ¿qué sucede? ¿No debería tornarse irrespirable? En la expresión vencida de los ojos de mi amiga no hay conexión con sus sentimientos y debilidades lagrimosas del pasado.

La historia de mi padre y la manera de cómo se abrió paso en la vida, sin metas legítimas o sueños grandiosos, no es muy conmovedora. Andaba siempre con una sonrisa simple estampada en el rostro. En su matrimonio había amor y armonía. No le resultaba difícil sonreír y ser feliz en su forma de vivir, modesta y sin ambiciones. Trabajaba con colores en el ornato y embellecimiento de casas. Él murió cuando yo tenía quince años. No es una edad prudente para perder la inocencia. El refugio resultó insuficiente en los brazos de mi inconsolable madre; y yo siento que una parte mía está rota, perturbados mis sentidos, con el corazón lleno de humo y las mejillas bañadas por un río de lágrimas.

El silencio es una pausa, un oportuno y efectivo aliado, que utiliza para recomponer la voz quebrada y hablar de nuevo con cierta firmeza.

El perro, tirado en la grama, bosteza. No tarda en levantarse y se marcha sin rumbo.

A los muertos se les llora un solo día con dolor. Al menos así ocurrió conmigo y mi padre. Sabía que era una despedida. Y ocurrió. Sí, fin de su vida. Todos los caminos se cerraron para él, sencillamente. No sabía con certeza cuánto tardaría en caerme la resignación. ¿Qué sería de nosotras tres? Mi madre viuda y mi hermana mayor y yo huérfanas, desconsoladas. Una falla brutal e imperdonable de la naturaleza estropeó el plan perfecto de pasar una vida juntos, los cuatro, una familia feliz bajo el mismo techo.No controlaba mis lágrimas. Y comprendí qué se siente en ese momento tan convulso, cuando te embarga un dolor que solo la espesura del llanto en silencio lo resume. En ese estado de aturdimiento y flotación emocional solo te asaltan palabras trilladas para agradecer abrazos, pésames y la solidaridad ante el insondable vacío.

El nombre del padre, que una vez estuvo escrito en la tapa de la tumba, salió limpio y sin recuerdos de sus labios. No era un nombre común y no es común pronunciar el nombre de alguien a quien se amó sin hallar las huellas entre los surcos y laberintos del pasado.

Si tuviera deseos de llorar. Si en realidad llorara en este momento sería inútil. ¿Qué se siente llorar ante un montón de tierra removida? ¿Qué sentido tiene? En principio pensé en una sensación extraña, y que mi cuerpo experimentaba un dolor aprendido. Estaba equivocada. Mi vida se volvió un revoltillo debatiéndome entre parámetros lógicos y el trasmallo de las emociones. O sea, una tormenta en un vaso de agua; y el vaso, ya sabes, era mi atormentada cabeza. En el caso mío, qué tan fácil resultaría predecir el límite de la lógica y el principio de emociones encontradas.

Debajo del túmulo que ella y yo miramos no hay nada útil para que las lágrimas de ahora se parezcan a las lágrimas del pasado; y los sentimientos de dolor o abandono de aquel día duro, cargado y devastador del sepelio no tendrán el mismo sabor en cada lágrima que derrame ahora.

¿Y qué ocurrió? Dices que en medio de tu dolor se quedó esa imagen del cielo clavada en tu cabeza. Un cielo claro y despejado.

Desde el primer momento de la pérdida lo entendí todo. Era una niña protegida, fruto de un matrimonio feliz. Amo mi pasado. Con el tiempo, luego de superada la parte más espantosa y desoladora del duelo, perdí totalmente el sentido de esa necesidad protectora. No sentía dolor en mi corazón. Era algo más abrasador y profundo. Yo estaba atrapada en una maraña de duda, ira y miedo. Era mi responsabilidad separar todo el destrozo emocional de ese día de su muerte de los demás días de mi vida. La defensa tenía un efecto preventivo. No quería exponerme a oscuros sacrificios. Tenía que derribar esa barrera antes que se levantara, imbatible, amenazándome de manera misteriosa, con su asesina e inevitable dentellada.

En el milenario, pacífico y tantas veces tempestuoso mar de los recuerdos –pienso mientras ella habla–, hay etapas y detalles críticos del voluble dolor humano que se pierden irremediablemente.

No soy muy buena para hablar del clima emocional del pasado cuando se trata de mí. Pensamientos, recuerdos y reflexiones son tres cosas distintas. A veces se traslapan, se anudan o anulan entre sí.

No estoy seguro si recuerdas la primera vez que nos vimos. Estabas vestida de blanco. Pantalones, jersey y blusa. Con botas negras. Y el pelo lo llevabas como ahora, negro, largo y suelto. El salón de espera, amplio y bien iluminado, empieza a poblarse. Yo avanzo hacia dónde estabas, sola y desentendida. Me presento. Nombre y apellidos. Igual tú, demorada y despacio, con razonable cautela, sin apartar los ojos de mi rostro. Tu sonrisa resultó un detalle oportuno. Escucho y grabé en mi memoria nombre y apellidos hasta hoy.

No era el mejor día –todo me quedó claro al final de esa convención abrumadora, con bloques de conferencias largas y aburridas sobre turismo intramontano– para conocer y perder, con un parpadeo, a una mujer impresionante, bella y joven, de ojazos negros y esbelta como el tallo de un girasol. No iba a permitir –pensé evaluando posibilidades al vuelo– que ese mundo nuevo y maravilloso se esfumara llevándome conmigo solo un nombre, el aroma sublime de tu perfume Prada y el color que irradiaba pureza y perfección de tu elegante atuendo. Y yo, ¿qué hacía en ese lugar? Pienso. Tú nunca podrías adivinarlo. Era el armador, la mente maestra y socio corporativo de la firma que reunió a genios y expertos para este evento. ¿Y de ti, qué? En principio pensé que solo eras una más en el conglomerado… parte del público, atrapada por la agresiva promoción. Tomó tiempo darme cuenta de que esa no era toda la verdad.

La noche, al final de una cena en un restaurante de moda, me dijo que la despedida no sería tan fácil. De la convención comentamos poco. Yo, más bien, te dejé hablar en el vaivén del camarero, reponiendo el vino en las copas y retirando los platos vacíos de la entrada. Y todo lo demás durante las horas siguientes tomó un ritmo irreal. ¿Nunca se te ocurrió que fruto de ese encuentro casual el destino torcería nuestras vidas? ¿Qué pasó esa noche con nosotros? No puedo olvidarlo. A la hora que terminó la cena te dejé en el hotel y nos despedimos. Pasé por ti en la mañana, como había prometido, y desayunamos juntos. En esa semana viajabas a Punta Cana. Una de las mejores áreas del país para invertir en negocios inmobiliarios, hoteles, plazas comerciales y de esparcimiento, pensé. ¿Y luego? Estaré tres días en Nueva York.Voy a un entrenamiento para ventas inmobiliarias globales. Todo eso surgió durante el desayuno. Escuché atento. Viajo mucho. Trabajo en una empresa inmobiliaria. No hice ningún comentario. Regresaste al cabo de varios días y hablábamos por teléfono a diario y terminamos atrapados en una relación muy personal, conectados por nuestras emociones, eludiendo revelaciones inútiles y jugando durante varios años con cartas marcadas.

Nunca me imaginé a mi amiga en esta etapa de la vida; y, justo con cuarenta años luce increíble, sin estragos lamentables. Todavía esbelta y deslumbrante. Creo que pensé en voz alta. Me mira; y dijo: Trabajo duro, incluso los fines de semana. No tengo tiempo para detenerme a pensar en mi edad.

La invito a sentarnos. Y coloco con cuidado un pañuelo azul con estampado de cachemira en el raso de la tumba vecina; y la miro de manera apacible; y, con el tiro de la mirada, pienso: ¿En qué momento empezarán a pintarse en el rostro los surcos y las líneas de la edad? Apenas tiene mechones blancos y menudos que se ocultan en su negra cabellera. Hace tanto tiempo que ocurrió la muerte del padre que, mientras conversábamos, no tenía sentido preguntar la causa, si cayó en cama atrapado por una enfermedad terminal, o murió de manera súbita. Una muerte conmueve, anega el alma de dolor, sí, pero cada muerte resulta singular, muy distinta una de otra. No valdría de nada decirle, ahora, lo siento.

Ella consulta la hora en su reloj de muñeca. Tiene tiempo suficiente, deduzco. Y de inmediato se acomoda sobre la losa fría de la tumba y habla despacio, con libertad.

En los primeros quince días de mi matrimonio, cuando regresé a la casa, luego de una fantástica luna de miel en un lujoso hotel de Cancún –todos los días encontraba un bocal de rosas rojas, arreglaban la cama y ordenábamos servicio de almuerzo y cena a la habitación, a nuestro regreso de la playa–, quería llamarte. Apagaba la voz de mi demonio secreto y me encerraba sin tiempo en el baño y ante el espejo, abatida, hecha una basura, le gritaba a la imagen: No soy feliz. No soy feliz. No soy feliz. ¿Qué pudo ocurrir con mi vida y no pasó? El destino nunca habla en forma lineal y con absoluta certeza. Si es que lo hace. El pensamiento incide y condiciona la acción humana y su peculiar característica, impulsa la agudeza reflexiva; y sí, como puedes ver, todavía hoy de algo nos sirve la antorcha milenaria de Aristóteles. Según él, la acción determina los hábitos, los hábitos forman el carácter y el carácter moldea el destino. ¿Tiene algún sentido para ti? La muerte de mi padre terminó con las canciones azules, la magia de los espejitos y la recompensa vespertina de los caramelos. De todas formas, ya sin una tumba propia, estoy segura de que el recuerdo de mi padre se extinguirá… sin que importe la fuerza o vitalidad de mi memoria. No importa cuánto lo amé; o si por alguna razón me hizo creer que era su hija consentida. Insomnio. Esa palabra la encontré en el camino y me taladraba todos los días. No sé cuántas noches me espantó el sueño y me sorprendía el amanecer con los ojos duros. Yo sé que el recuerdo que tengo de él desaparecerá… no del todo, poco a poco; y un día sí, totalmente, así como el olor a pintura, las brochas secas y los maltrechos instrumentos de su trabajo desaparecieron de la casa.  Si mi padre estuviera entre nosotros –sonriéndome con un gesto familiar simple– tendría la misma edad que mi esposo. Y puede que los azares del destino no me hubieran deparado el aparente y fabuloso matrimonio que tengo. Sobre todo resulta gratificante que disfruto de un increíble abanico de libertades; y con ayuda de pensamientos calculados empecé a modelar el ritmo de mi vida. No me alegro en absoluto de que haya sido de esta forma. Te confieso que no soy una mujer amargada, pero no me imagino otra realidad de espalda a mi condición de ahora. O porque sin las extrañas e intrincadas líneas del destino mi ahora tendría un color distinto, un orden absurdo e inimaginable. Nada puede convencerme de que toda esta desgracia y el sufrimiento de mi familia se debieron a un plan divino.

Vivir abrumada hasta el día de hoy por la muerte de mi padre no estaba escrito en mi destino. No soy una mujer que se sujete a un patrón inalterable de comportamiento. No podía hacer de esa situación emocional una permanente fiesta depresiva. Mi madre dice que, si me quedo inmóvil y paso toda la vida con mi esposo, no podré encontrar un hombre mejor. La capacidad persuasiva de una madre es muy poderosa. El río de la vida me convirtió en un canto rodado. Así que la miré fijamente a los ojos y le dije, sin la intención de avergonzarla: No pienso tener hijos, ya lo sabes; y tampoco voy a tirar parte de mi vida real buscando algo que es una ocurrencia absurda, una insensatez. Tengo un importante trabajo por delante para mi ascenso personal. Y quizá no puedes entender que no quiero que un niño se interponga en mis planes fundamentales. La alternativa, como tú quieres, sería formar una bella familia con mi esposo y tirar mi futuro por un caño; y no haré eso por nada del mundo. No está en mis planes cazar quimeras.

Hay un intervalo de silencio. Yo le ofrezco un trago de agua. Ella bebe despacio tres tragos. Coloca a su lado la botella, y, cuando retoma el diálogo, cae en otro tema.

La palabra felicidad nunca pasó por mi cabeza esa tarde, a la hora de casarme y firmar sin convicción el libro de ceremonias. En cierta forma no pensé en un matrimonio por conveniencia. Pensé en una presa; y la caza resultó perfecta. En ese momento, camino a la consumación inevitable, el juez dijo las cinco palabras–puede besar a la novia– que abrieron de golpe la puerta a otra dimensión. El beso insípido que entregaron mis labios apenas llenó de manera parcial el vacío que arrastraba desde la adolescencia. El giro de mi actitud nada tuvo que ver con el dinero de mi esposo. Un hombre trabajador y con suerte, acaudalado… un empresario entrado en años y dueño del mayor emporio inmobiliario del país. En cuanto a mí, tengo otro punto de vista. Hay algo único e irremplazable en la vida y que valoro de manera incondicional. Tiene un nombre y trasciende la sed de riqueza, la alucinante búsqueda del poder económico, o la cura perfecta ante un asfixiante sentido de soledad. ¿No lo sabes?En fin, se trata de algo ajeno a mi condición de casada… y de eso prefiero que no hablemos ahora, porque forma parte de otra historia.

En ese momento la miro. Ella calla. ¿Por qué esa expresión turbia en la mirada mía? ¿Cuál era la razón? ¿Qué ideas guardo? Creo que debió pensarlo. No me amilano y sostengo la mirada en su rostro. Con exactitud en esa zona donde están las líneas glabelares. Intento apartarla del engranaje de su proceso de razonamiento tumultuoso y nostálgico. No sé. Quizá resulte.

Escucha, digo; y, sin darle tiempo a que reaccione, empiezo a contarle con detalles, despacio, los conmovedores episodios de la película que conservo en mi memoria desde hace años. No estaba contándole una historia simple y que envejece y se diluye. Quería abrir una ventana de conexión y sacarla de su asfixiante burbuja existencial, darle una oportunidad. Estoy consciente que una imagen cinematográfica sirve de ancla y ayuda a construir recuerdos duros.

A la hora de escucharme guardó silencio. Bebe otro sorbo de agua; y, como si hiciera un alto en el camino, levantó la vista hasta perderla en un punto impreciso del horizonte y lejos, muy lejos de aquel lugar lleno de tumbas, grabados con fechas –cifras que son principio y fin de una vida–, epitafios y cruces. No preguntó por el título de la película. No se preocupó en saber el nombre del director, o quién era la actriz que encarnaba el papel principal. El ademán suave que hizo levantando su mano derecha, me detuvo en seco; y guardé silencio. No quiso que le contara el final de la historia. Y, luego, con voz neutra, solo dijo: “El cielo estaba bello”.

La frase rebotó en mi cabeza. No hablaba del trozo de cielo azul y maravilloso de la película que le conté. La idea que tenía con el minucioso relato –si acaso puso atención–resultó inútil. Su mente viajó al pasado dando puntadas perfectas en el minuto que transcurre. Y el trazo de cielo claro y despejado que recordaba era de aquel triste día del funeral, cuando murió su inefable padre Francisco Tateo, único hijo del matrimonio de sus abuelos.

            —Vámonos, dijo.

            —Vámonos, respondo. En ese momento recojo el pañuelo tendido sobre la lápida fría; y, mientras camino en silencio junto a ella, lo voy doblando en cuartos perfectos, despacio. 

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Rafael García Romero. Novelista, cuentista, ensayista y periodista dominicano. Tiene 18 libros publicados. Obtuvo el Premio Nacional de Cuento Julio Vega Batlle en 2016.