En memoria a
Luis “El Terror” Días
Andresito Reyna fue el mejor juez de valla que gallero alguno haya conocido y el más minucioso trabador que haya cuidado gallos jamás. Como castador fue un iluminado, cuando escogía las gallinas que le echaría a un padrote, podías jurar con sangre que de ese encaste saldría un pollo fino. El viejo gallero nunca aprendió a leer, esa destreza le parecía inservible en un mundo donde los acuerdos se sellan con el sagrado poder de la palabra. Mientras los demás trabadores usaban decenas de libretas escolares para llevar cuentas de los cuidos, tusas, cruces, pedigrís y peleas de sus gallos, Andresito Reyna utilizaba el infalible recurso de su memoria. Andresito arbitró las riñas del Coliseo Gallístico por cincuenta años y hubiera arbitrado otros tantos si el suplicio de sus huesos artríticos no se lo hubiera impedido. Tras su forzada jubilación, el viejo se entregó en cuerpo y alma al místico oficio de la casta.
En reconocimiento a sus cinco décadas de servicio, El Coliseo Gallístico le permitía a Andresito Reyna administrar el episcopal ritual del Lavagallo. Noche tras noche el viejo recibía, en calidad de ofrenda, un litro de ron. Del etílico cáliz tomaba un buche, a veces bastante pequeño, para escupirlo sobre las crestas de las furiosas aves justo al momento de soltarlas a la pelea. Beberse el resto de la botella no era parte de la ceremonia, pero ¿quién le hubiera impedido al maestro que no se la acabara hasta el final?
Si el Coliseo Gallístico era considerado la Basílica de los galleros, la taberna adosada a sus paredes era la Capilla de Adoración de los fieles y Andresito Reyna su capellán. Como todo presbítero, Andresito vivía al lado del templo. Su rancho era modesto y lúgubre con la única comodidad de que desde la mecedora de la sala se podía ver a todo aquel que entrara o saliera de la gallera.
La taberna se construyó varias décadas después de la arena de pelea con el propósito de adaptar el recinto deportivo a los nuevos tiempos. La impresión que causaba el desafortunado anexo era la de un ovni encallado en las paredes curvas de un gigantesco bohío; nada te haría suponer que en aquel lugar se daban cita los galleros y los gallos más prestigiosos del mundo.
Andresito Reyna era pobre no solo por designio divino sino también por propia voluntad. Jamás le interesó acumular bienes materiales ni de este mundo ni del mundo de los gallos. Para él, enriquecerse a través de sus aves hubiera sido un sacrilegio. “He ganao mucha papeleta en mi vida, pero a mí, lo cuaito, na ma´me sirven pa apotá”, predicaba a sus discípulos quienes llegaban de todos los confines de la isla para escucharlo. Se sentaba bajo el sol acicalando a sus gallos mientras sus alumnos le hacían preguntas que Andresito respondía con anécdotas “Si uté quiere que le repeten, cuide bien su traba, cuando yo era trabadoi dei difunto Chelo…” y así pasaba las tardes el viejo gallero, contando historias a los visitantes, acariciando el plumaje de los gallos y masajeándolos con tabaco y ron. “Si su gallo ganó, déle la mano ai contrincante, y si peidió, désela también…” Los galleros jóvenes querían aprender sobre sus técnicas de adiestramiento y Andresito les enseñaba, gustoso de poder matar unas cuantas horas hablando de gallos. “Los hombres guapos no pelean, pelean sus gallos…” les decía a los aprendices para recordarles que el deporte del pico y las espuelas era asunto de caballeros. En la mesa deAndresito Reyna siempre había comida, en gran medida gracias a los regalos de sus discípulos y por supuesto, también por Milagros.
Milagros y Andresito eran marido y mujer desde siempre. Su matrimonio era un vía crucis de carencias que recorrían juntos como si, efectivamente, se hubieran convertido en una sola carne. Los desvelos diarios de la mujer se prolongaban hasta que el alma en pena de Andresito regresaba de la taberna borracho del ron lavagallo. A pesar de sus penurias, Milagros profesaba adoración por lo que su marido era, que al fin y al cabo no era mucho, pues la vieja sacaba de esa cuenta lo que tuviera que ver con gallos, tragos y apuestas.
Gracias al hábito de vigilar a su esposo desde la mecedora, Milagros fue notando que con más frecuencia llegaban al Coliseo galleros nuevos. A simple vista esas personas le parecían ser de otra calaña. Una noche hubo una fiesta tan grande en la gallera que un tumulto se quedó afuera de la taberna y encendió un equipo que hizo retumbar las paredes de la casa con un musicón. Milagros no soportó más y esperó a que su marido regresara para comentarle su preocupación.
─ ¿Y ahora los galleros son cadenuse?
─ ¿Qué e´ lo que tu quiere sabei, Milagro?
– Que si ahora a lo gallero le ha cojío con coigase cadena y guillo de barajita…
– Ujú ─respondió Andresito.
─ ¿Víte los´adoinos de la rueda de la camionetas? ¿y víte a la rubias que lléganse con ello? ¿y víte el tamaño de la naiga y de la tetas de to´esa rubia de agua oxigená?
─ ¡Duéimete, Milagro y deja de pensá tontería!
─ Y… ¿fuen balaso de pitola lo que oí? Toíiito eso hombre llegan con guaida e´paida a jugai gallos. ¿tú me pué eplicá poiqué se cuidan tanto?
– ¡Qué sé yo, mujei!
– Pue yo sí sé… esa gente no e buena cosa. ¿Poiqué acechan mi casa?… no me guta esa gente, Andresito.
─ A mí tampoco, pero ya cállate y duéimete, Viejaeidiablo.
─ No son como lo gallero di´ ante, Andresito ¡Te lo digo yo! –repetía Milagros en una letanía todas las noche– Esa gente no son buena cosa, Andresito…
Una mañana tocaron a su puerta unos de esos galleros nuevos. El que habló llevaba el pelo engominado, lentes oscuros, un diamante en una oreja y una camisa de seda negra desabotonada hasta el tercer botón, por donde se veía una cadena de oro con un nombre en letras cursivas que le atravesaba el pecho.
─ ¿Se encuentra Andresito?
─Andresito salió ─dijo Milagros─. ¿Pa qué lo bucan?
─Déjele dicho que vine a preguntar cuánto quiere por el gallo, El Coludo de anoche.
─ Andresito no vende sus gallos.
─Pues…, dígale que Toño Candela se lo quiere comprar.
Uno de los guardaespaldas se abrió la chaqueta de cuero negro para que Milagros pudiera ver los nueve milímetros que llevaba colgado al cinto. Ella clavó la mirada en el arma con tal intensidad que hizo sentir incómodo al matón, luego miró a Toño Candela a los ojos y le dijo desafiante:
—Me lo imaginé dede que lo vi.
—¿Qué se imaginó la doña? —dijo Toño burlón.
—Que´ei nombre que le cueiga dei cuello, e´jei suyo. —y le cerró las puertas en las narices.
Toño Candela se apareció en el rancho de los viejos dos veces más, pero antes de que el gallo cantara, Andresito le había negado la venta tres veces.
En respuesta a la obstinada negativa del anciano, Toño envió a sus mensajeros durante varios días con advertencias, luego con insultos y más tarde con amenazas, pero la respuesta de Andresito Reyna era la misma: Mi gallo no está a la venta.
Los amigos del viejo le rogaban de mil maneras que lo vendiera: “Máestro, fíjese, no vale la pena incomodá a Toño, lo conoco de chiquito y e´ ma malo quei gá morao… Ese tiguere es el príncipe del mal… Ata su mai le tiene mieo… Naide le niega un guto a Toño Candela… Mejoi le pone precio ai’gallo y no buque enemitade con esi’ombre… ¡Compai, venda el gallo caro, pero véndalo!… Ese Toño Candela ta ma conectao qui´ un enchufe, no le ponga afrenta… Toño Candela, no tiene hiel, se come un muchachito y no eructa.” Para esas y todas las palabras necias Andresito tenía oídos sordos y un espíritu que no se atribulaba ante la amenaza de ningún tipo de maldad.
No hubo sueños ni presagios ni premoniciones ni vaticinios ni adivinanzas. Andresito y Milagros Reyna nunca imaginaron lo que Toño Candela era capaz de hacer, hasta la mañana en que despertaron envueltos en un silencio infernal. El viejo se metió en sus chancletas de goma y salió corriendo al patio trasero. Encontró a todos sus gallos descocotados y guindados de las espuelas.
Milagros lloró toda la mañana y Andresito bebió durante toda la tarde.
─ ¡No se vaye, Andresito! ─suplicó Milagros, en un último intento por evitar que su marido cruzara al Coliseo aquella noche.
─ No te meta ¡Carajo!
─ ¡Eso no se hace, Andresito Reyna!
─ ¿Qué no se hace? ¡Carajo!
─ Eso que piensa hacé uté con el cuchillo.
─ Ese malnacío me mató lo gallo. ¡Carajo!
─ Lo mejoi e´ que nos vayemos de aquí, Andresito.
─ Guaida esa maleta, Viejaeidiablo, ¡qué hombre guapo no caga lejo! ─dijo el viejo, dando un portazo que hizo temblar el desvencijado seto de madera.
Andresito Reyna entró a la gallera como todas las noches y apostó sus únicos mil pesos al Yango Rojo. Bendijo los gallos y también la pelea. Las aves se embistieron con su agitado aleteo entre el escándalo y los aplausos de los galleros. Andresito se bebió a tragos largos el resto de la botella cuando el gallo de Toño le dio un golpe de bolsón al Yango Rojo que lo dejó inerte sobre el redondel. Así, metido en currú, Andresito Reyna se paró frente a Toño Candela, le dio un golpe a la mesa y le dijo:
─ ¡Te vendo el Coludo!
─ Ya no lo quiero —respondió Toño, hurgándose una muela con un palillo de oro.
─ ¿Poiqué no lo quiere? ¡Malnacío!
─ Porque lo quería para pelearlo, no para echárselo a la sopa. Dígale a la vieja de mierda que vive contigo que te prepare un salcocho con la carne que esta guindada en tu patio.
Toño Candela y su escolta explotaron en una carcajada y fue entonces, cuando cuchillo en mano, Andresito se le fue arriba al que lo dejó sin gallos… El viejo no solo perdió la partida, también perdió esa pelea. Su cuerpo saltó como un dado con la mitad del intestino afuera.
Milagros se llevó apenas lo que cupo en aquella maleta; pocos saben dónde vive, pero quienes la han visto, dicen que aun viste de tela negra y que cada noche, sin mancar, prende una vela al difunto Andresito Reyna. Algunas veces, cuando el viento es favorable y la anciana está frente al cirio viendo consumir la cera, puede escuchar la letanía amarga y triste de los galleros que recuerdan al viejo maestro:
“Salió echando tres carajos
Tembló el seto de madera
Dejó a su mujer llorando,
ella lloraba de pena.
Hombre jugador de gallos,
hombre hijo de las tabernas
salió en busca de desquite,
sin dejar nada en la mesa.
Ay, ay, ay, ay, ay
Eso no se hace,
Andresito Reyna”.
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Yulissa Alvarez-Caro. Santo Domingo, 1970. Esposa, madre y abuela. Estudió arquitectura. Escribe y lee desde que tiene memoria.