A esa parte de la isla se puede llegar por barco. Hay un atracadero tan pequeño que parece inverosímil, y unas palmeras despeinadas que se asoman al agua. Mi amiga la escritora dice varias veces, en los poemas recogidos en su antología, que las palmeras son flechas, pero las palmeras de esa isla no son flechas, tienen, sí, troncos muy largos y muy delgados, pero torcidos, retorcidos, arqueados, inclinados y hasta caídos según las varias direcciones del viento: las palmeras son endebles, son tristes, son humanas, no pueden tener, como las flechas, la alta aspiración de ser certeras.
Si se va por tierra, hay que atravesar un puente silencioso. Las casas están pintadas de colores claros, son casas bajas y pobres. Hay gente inmóvil en las aceras, grupos de hombres en las puertas de los bares. La funeraria es un edificio cochambroso pintado de blanco. Sobre una de las puertecitas un letrero dice “Funeraria”. Nada más.
La oficina del dueño nunca se barre, porque él no quiere que nadie entre allí, ni siquiera a limpiar. Es muy fea: un escritorio de metal, dos sillones tapizados de plástico, ninguna ventana. En la pared, detrás del escritorio, un Corazón de Jesús pegado con cinta adhesiva (se cae a veces; el dueño lo vuelve a poner en su sitio golpeando con el canto de la mano). Los ojos de Jesús –una mirada extremadamente dulce, que invita a llorar– miran al cliente, y el cliente tiende a hablarle a Jesús, de modo que los contratos de servicios fúnebres se van convirtiendo en inesperadas confesiones, que el dueño escucha jugando con el vaso de plástico donde quedan restos de la cerveza que cada tanto va a buscar al bar de enfrente.
El dueño de la funeraria es mi amigo Monroy, pintor y poeta. La funeraria la heredó, y ahora todos le dicen “el de la funeraria”. En mi primera visita a la isla, cuando lo conocí, Monroy tenía todavía hijos muy pequeños, todos hermosos como ángeles, y ya dedicaba mucho tiempo a pensar en la muerte, pero nunca me dijo que iba a heredar una funeraria, nunca me habló de su padre. Yo entonces era una mujer joven muy entusiasmada con la vida, aunque también pensaba en la muerte. Ahora, en esta última visita mía, los hijos estaban crecidos, la esposa lo había abandonado, y Monroy se había decantado y concentrado en sí mismo. Retomamos la conversación, o la falta de conversación, fácilmente, como si no hubiera pasado el tiempo.
En una carpeta manoseada estaban los precios de los ataúdes, y en otra carpeta más limpia los poemas que Monroy iba escribiendo mientras tomaba cerveza, encerrado en la oficina oscura a la que en realidad no tenía por qué ir todos los días, ya que el negocio marchaba solo y los empleados, por alguna razón, se quedaban allí más horas de las reglamentarias, salvo el embalsamador, porque los embalsamadores tienen sindicato y cumplen estrictamente sus horarios.
En la oficina se está bien. El aire acondicionado, el moblaje mínimo, el Corazón de Jesús, crean un espacio tan confortable para un vivo como los ataúdes de metal para los muertos. Los ataúdes de metal retardan la descomposición de los cadáveres; no entra el aire, y el muerto se momifica lentamente. En la oficina no hay aire, ni luz, ni más ruido que el del motor del aire acondicionado (el enchufe está al lado del Corazón de Jesús). En la oficina es posible retardar la vida, escribir poemas, dibujar las caras de los pocos que entran en esas horas sin reloj. En uno de sus poemas Monroy ha escrito, creo, que los peces del tiempo no se impacientan nunca. Leíamos en voz alta los poemas y pasábamos allí las tardes, al principio con algún pretexto y después sin ningún pretexto. Yo me acomodaba en el sillón del cliente, con mi cerveza y mi vaso de plástico, y Monroy iba dejando de hablar a medida que nos entumecíamos y nos entregábamos al encierro. La proximidad de los ataúdes (que veía, contra mi voluntad, en un espejo, cada vez que salía a la calle y entraba en la funeraria por la puerta del letrero para ir al baño) nos daba un miedo lleno de alivio, el alivio de dominar, al menos, los pormenores sociales de la muerte.
El mar queda detrás de la calle; si uno baja hasta la balaustrada del atracadero, huele el agua grisácea que se extiende hasta todo lo abarcable, sin horizonte, sin fin, porque la luz es opaca como la bruma. Se ven, vagarosos, barcos inmensos mar adentro. Después, uno sube otra vez por las callejuelas desoladas, entra en el bar, pone un quarter en la máquina tragamonedas y escucha un viejo tango hecho bolero (“Adiós muchachos compañeros de mi vida barra querida de aquellos tiempos ya se acabaron para mí todas las farras mi cuerpo enfermo no resiste más”), compra otra cerveza y más tabaco, vuelve a meterse en la funeraria. La oficina está fresca y tiene el mismo olor que los cajones de un armario donde se guardan cubiertos que no se usan nunca.
El último día de mi visita, leíamos un poema cuando golpearon a la puerta. Entró un hombre alto, con la gorra en la mano. Parecía reírse. Dudaba, quizá por mi presencia, pero no me moví. Cerró la puerta y encaró a Monroy.
–¿Apartan cajas?
Monroy asintió con la cabeza.
–Quisiera apartar una caja.
Se rió. Bajó la voz.
–La más barata.
— Setecientos.
– Es para amiga.
Se rió.
– Dice que se va a morir cuando cumpla treinta años. Cumple treinta años el 3 de abril. Yo se la quiero regalar.
– ¿Quiere ver la caja?
– Bueno.
– Vamos.
No entré en la sala de ataúdes, pero veía una parte por un espejo. Después me metí en el bañito maloliente. Los oía.
– Está bien. Yo le voy a pagar una parte ahora. Es para el 3 de abril, faltan dos meses.
– Bueno.
– Dice que se va a morir. Lo dice ella. Que no va a vivir más de treinta años.
– Bueno.
Se acercaron las voces. Otra risa, y un susurro apremiante.
– Que no se entere el marido, por favor.
– No se preocupe.
Firmaron un contrato en la oficina. No era necesario que le pagara nada todavía. Le iban a apartar la caja. Si ella quería verla, podía venir, claro. Una buena caja. El marido no se iba a enterar. Era un regalo.
Se fue. Volví a mi sitio delante de los ojos dulces de Jesús. Monroy pensaba.
– La voy a hacer llevar por la ciudad, no por la costa. Es más lujoso. Por la costa no te ve nadie. El 3 de abril.
Nos fuimos por los bares del pueblo, para despedirnos. Tomamos ron con anís hasta que dejamos de ver el mar. Cuando quisimos volver, el coche no arrancaba. Nos recogió un empleado de la funeraria, el que velaba por la noche, y nos llevó de vuelta en un largo coche fúnebre que iba esquivando lentamente palmeras.
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Graciela Reyes, lingüista, poeta y narradora argentina. Profesora emérita de la Universidad de Illinois en Chicago. Autora de Palabras en contexto. Pragmática y otras teorías del significado (Madrid, Arco Libros, 2018).