De manos de mi profesora de literatura en la secundaria, Rafaela Joaquín, yo tuve contacto por primera vez con Compadre Mon hacia finales de los sesentas. Leí, releí y subrayé el largo poema, trozos del cual me aprendí de memoria.
Hacia fines de ese mismo decenio, Aída Cartagena Portalatín, conociendo mi interés en conocer otras obras del poeta, me regaló Los relámpagos lentos que había publicado la Editorial Sudamericana, de Buenos Aires, en 1966, y Los anti-tiempo, publicado también en Buenos Aires, en 1967, por el Centro Editor de América Latina. Ambos libros, con los que pienso que comenzó a crecer mi entonces pequeña biblioteca personal, en cuyos crecidos anaqueles aún viven, se convirtieron en una verdadera fiesta para un lector que, entonces, dependía de mecenas que le consiguieran los libros que apetecía poseer, en una ciudad como mi nativa Moca, donde la única librería existente sólo lo era de título, pues junto a unos pocos volúmenes lo que realmente se ofertaba eran artículos de papelería.
El obsequio de la inolvidable poeta, que venía siempre a Moca desde Santo Domingo de fines de semana a su casa materna, obligó a un encierro casero para poder degustar los cuentos y los poemas de Manuel del Cabral. Desde entonces, han pasado ya más de cuarenta años, me convertí en devoto de la obra del poeta.
Hacia 1972 me instalé definitivamente en Santo Domingo para completar mis estudios universitarios que había iniciado en la Universidad Católica Madre y Maestra, en Santiago, y no es hasta 1974 cuando comienzo, en actitud de lectoría mucho más atenta y cabal, a conocer toda la obra de Cabral. Reinspiró este interés, sin dudas, la aparición de un libro que fue, para la época, fundamental en el conocimiento y valoración de toda la literatura cabraliana, Historia de mi voz, publicado ese año por la entonces imprescindible Editora Taller. El libro había sido publicado diez años antes, 1964, por Ediciones Andes, de Santiago de Chile.
Historia de mi voz se convirtió en un acontecimiento de lectura en el Santo Domingo de esos años, a través del cual conocimos la biografía humana y literaria de este gran poeta que había ambulado con su inmenso ajuar poético por Sudamérica durante varios años, siendo prácticamente ajeno al conocimiento de sus conciudadanos y un ausente total del ambiente literario de su país nativo.
Tres años después, en 1977, ya me había convertido en amigo del poeta, quien en una ocasión llegó a mi casa –a la que seguiría acudiendo de tarde en tarde, incluso cuando me matrimonié y cambié de domicilio– para obsequiarme un ejemplar de su entonces recientemente publicada Obra Poética Completa, editada por Alfa & Omega (1976), el cual me dedicó escribiendo: “A José Rafael Lantigua, por el fiel amigo y por el fiel escritor, con un abrazo”.
En otra ocasión me regalaría otros libros suyos, como las primeras ediciones de Chinchina busca el tiempo (Editorial Américalee, Buenos Aires, 1957) y de su novela El escupido (Editorial Quintaria, Buenos Aires, 1970).
Fueron incontables las veces que visitaba mi casa, donde podía permanecer por horas o solamente por unos minutos, y las otras tantas en que me conminaba a salir de mi oficina, entonces en la multinacional Nestlé, para conocer “de una importante noticia” que deseaba comunicarme con urgencia, esperándome con un café en El Conde y, en ocasiones, en un simple banco del Parque Colón. Las noticias, casi siempre, fueron simples comentarios sobre su obra, o la entrega de recortes de prensa conteniendo críticas de años atrás sobre su obra, de plumas extranjeras.
Hoy, al paso del tiempo, cuando ya transcurre una docena de años desde su muerte, uno comprueba con algún tipo de satisfacción que aquellos encuentros con el poeta forman parte de nuestras querencias, de nuestra vida afectiva, en tanto Cabral es una de las cumbres de la poesía dominicana y latinoamericana, y el haber tenido el privilegio de conseguir el favor de su amistad y confianza termina siendo un suceso de nuestra humilde biografía humana.
Con una veintena de libros publicados –junto a sus grandes poemas, hay cuentos, novelas, teatro– Manuel del Cabral es, con toda seguridad, una de las bases más sólidas en que se sostiene la más alta literatura de nuestro continente.
No sólo debe afirmarse de él que es una de las figuras cumbre de la poética hispanoamericana, sino que, mucho más aún, por encima del cerco insular, su voz ha alcanzado vuelos poéticos de similar, o superior, hondura y estructura que varios de los más importantes poetas de nuestra lengua.
Su universalidad temática, su grandeza conceptual –profunda y vital–, su poderosa originalidad expresiva, su sentido integral sobre los valores humanos, su vinculación trascendente con los problemas filosóficos, ideológicos y propiamente humanos del hombre y los resabios de la naturaleza, permiten fortalecer el convencimiento particular de que Cabral es uno de los más vastos y fundamentales creadores que ha dado América al mundo.
Su poesía tiene conciencia de color y origen, mientras se interna por los hondos caminos del pensamiento metafísico, por el tejido testimonial y por los anillos de la propuesta social. Fue novelista y cuentista, pero su “mina secreta” fue la poesía, adornada por el halo mágico de sus visiones y por la estatura aguda de su ingenio.
“La poesía es una brasa en la mano –nos recordó alguna vez– que no puede resistirla quien nació quemándose, aquel que sabe que ella no es un lujo sobre la tierra, sino una llaga horriblemente bella como la tempestad”.
La República Dominicana tiene en Manuel del Cabral a su poeta de mayor proyección universal, figurando siempre su nombre en las principales antologías de América. Desde Ernesto Sábato –en hora temprana– hasta Dámaso Alonso, prodigaron elogios firmes a su obra, en un itinerario de juicios críticos que abarcó a Gabriela Mistral (“dueño de un múltiple y poderoso registro lírico” dijo la poeta de su obra), Jorge Luis Borges, Juana de Ibarborou (que afirmó que le gustaba tanto su obra “hasta la emoción profunda de tenerle envidia por lo extraordinario, lo continental, lo fuerte, lo humano, lo único”), André Gide, Paul Eluard y Juan Ramón Jiménez.
Manuel del Cabral ocupa, o debiera ocupar hoy por si algún renegado le niega todavía valor a su inigualable impronta poética, el pedestal supremo de la literatura nacional, uniéndose en el Continente a ese trío insuperable que forman Darío, Vallejo y Neruda.
Esta nueva edición de su “Obra Poética Completa” viene a cumplir ese particular objetivo, buscando transportar las moléculas de su poesía por todos los confines de la tierra nuestra, a fin de que sus semillas –remedando al gran vate chileno– caigan en los surcos o sobre las cabezas, y den origen a aires de primavera o de batallas, produciendo por igual flores y proyectiles.
Esta labor de proyección de la obra de Manuel del Cabral ha incluido la publicación en el 2009 del gran ensayo Cabral, un poeta de América del argentino Manuel Ugarte, nunca antes conocido en República Dominicana, y cuya primera edición es de 1955, de la editora porteña Américalee.
Es hora –siempre será hora– de ponerse de pie y rendir culto a los Poetas, hacedores de verdad desde el trasmundo de sus visiones trascendentes. La voz del poeta, de todos los poetas, tiene una resonancia perdurable y sus cantos sobreviven a través del tiempo, logrando penetrar en todas las vidas que forman la esencia humana.
La gran poesía con mayúsculas fue asumida por Manuel del Cabral. Por eso, la mejor ofrenda de veneración y respeto a su gran labor poética, a una vida entera dedicada por completo al ejercicio poético, es la lectura extendida y permanente de toda la obra del celebrado autor de Compadre Mon, la figura más importante en la lírica moderna de nuestro país y la que justamente ha logrado hasta hoy la mayor proyección continental.
Poeta con un acento personal que habrá de trascender todas las épocas y todos los tiempos, que afinca su canto en las médulas de un telurismo entrañable que lo vincula de manera honda a los problemas humanos, sociales y políticos de América, Manuel del Cabral debe recibir, invariable y permanentemente, el reconocimiento, el respeto, el afecto y la veneración de un país, de una nación, de todo un pueblo.
Se abrió paso entre la muchedumbre con un pilón de agua bordeado de palomas, mientras Compadre Mon le recordaba en sus cartas las vivencias entrañables de su tierra nativa, y él afirmaba convencido que un día le enseñó a ser poeta y a ensancharle el corazón el retazo de cielo de un viejo callejón.
Cuando no había tiempo ya para otras cosas, y cuando por su herida de hombre salía un niño cantando, esa voz de tierra, esa voz de río, le devolvió en flores a su padre su promesa de hombre.
Y después el trópico negro cantó con los cocolos bajo los cocales, mientras la sangre mayor se extendía, desde este lado del mar, sobre sus huéspedes secretos.
Su pedrada planetaria irrumpió con violencia entre los astros, cuando el hombre humilló la luna violando con sus pies de alas sus nupciales guaridas y sus matrimonios mudos detrás de su otra cara.
Su canto subió entonces porque ya no cabía en las banderas, y catorce nudos de amor enaltecieron a la mujer, a la mujer que se reparte entre sus cosas y que pasa por su boca como el agua que no quita la sed.
Y cuando el domicilio de Colón fue violado reclamó a Whitman con coraje por su isla ofendida, mientras Chinchina seguía buscando el tiempo y su numen abierto a las indiscreciones cantó al papá semen haciendo hueco a su sexo no solitario.
Y entonces recordó que la carabina piensa, y que, a pesar de los antitiempos y los relámpagos lentos, será posible –fue posible– producir la égloga del dos mil, con jinetes nucleares metiendo a cada instante millones de caballos en el corral de un átomo.
¡Qué bien luciste siempre Manuel con tu aire de viejo río, con tus alforjas llenándose de estrellas en el camino, con tu residencia de eternidad y con tus raíces sin límites!
¡No cabe en la muerte un hombre!…
Hay muertos como raíces
que hundidas dan fruto al ala….
Hay muertos que van subiendo
cuando más su ataúd baja.
1 de octubre de 2011
(Escrito como Introito a Permanencia inmaterial: Obra poética completa, de Manuel del Cabral, con el título “Manuel del Cabral: El sitial supremo para una poesía mayor”, Ediciones de Cultura, Ministerio de Cultura de República Dominicana, octubre de 2011).
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José Rafael Lantigua es ensayista, poeta y periodista. Tiene 29 libros publicados. Miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua. Fue Ministro de Cultura de la República Dominicana, de 2004 a 2012.