Jesús Losada es un quijotesco soñador y trotamundos. En tres años, entre sorbos de té negro y cátedras, deambuló por todas las arterias urbanas y costera dominicanas. De esta experiencia tomó la materia prima del poemario “El peso de la oscuridad” que, por su depurada estética y singular emotividad, mereció el Premio Internacional de Poesía José Zorrilla, otorgado en Valladolid.
Este poeta zamorano, como León Felipe, atracó en Santo Domingo y prontamente se impregnó del entorno físico y humanístico, y también de su poetizar. En los predios intelectuales capitalinos, su poética coloquial ha llamado la atención. En su poesía se nota cansado de la moralina, hermetismo y experimentaciones, apostando a la simple música de las palabras habituales. Para la alegoría existencial que su nueva obra contiene se ha situado en un punto donde la naturalidad expresiva no entra en conflicto con el vuelo imaginativo. En esta poesía fluye a borbotones la experiencia de cada día, pero las palabras, aun usuales, lucen balanceadas con la parsimonia del asceta; ripios no hay, tampoco el estrambótico ruido de la postmodernidad a secas.
El peso de la oscuridad está compuesto por tres bloques textuales autónomos: “Ciudad apagada”, “Corpus” y “Los mapas apretados”. El primer bloque define el contexto en donde acontece una tensión existencial entre el poeta y su pareja. En el segundo, el poeta nos hace cómplices de momentos de gran expresividad afectiva y profanos juegos concupiscentes. En el tercero, el autor hila a retazos una historia de amor que abruptamente termina; en esta parte, como premonición, late la paradoja de una eternidad que se avizora desde lo fugaz, desde el humo en el que agoniza un fuego que lo ha consumido todo. Los tres bloques devienen en un congruente flujo emocional. Lo integran breves poemas sin titulación que, desde una fragmentación formal aparente, a fuerza de un intenso ritmo interno, proponen una subyugante autobiografía lírica.
CIUDAD APAGADA
Este título acaso fue celebrado por su sonoridad lacónica, y no por la cacofónica extrañeza, difícil de percibir por quienes residen en donde la luz “no se va” con la fría regularidad de estos lares. La expresión “ciudad apagada” que en New York “urbe que nunca duerme”, Paris “la ciudad luz” o cualquier lugar civilizado deviene en prodigio de imaginación, en extraordinaria metáfora, en Santo Domingo no es más que un titular de segunda en periódicos añejos y nuevos. La capital primada de América en cualquier momento queda congelada como en las fotos sepias a causa de frecuentes cortes del servicio de electricidad más caro del mundo. Por la voracidad de políticos corruptos, “Ciudad apagada” es epitafio corriente, no metáfora. En esta vereda tropical, donde siempre la realidad es maravillosa, el que falte luz del hombre (puesto que sobra sol) es asunto rutinario. Por medio siglo, la cristalización del mito de “El dorado” para una cáfila de burócratas mafiosos ha sido descubrir que, en las necesidades extremas, por hastío e impotencia, los pueblos se resignan a probar cuanto remedio le ofrezcan. Aprendieron a usar como conjuro la palabra “privatizar” para enajenar lo de todos, prometiendo, como Melquiades el gitano de Cien años de Soledad, espantar la oscuridad y el atraso.
La urbe a oscuras ha servido de telón de fondo, como meollo de circunstancia no argumental, los afortunados versos de este trovero zamorano que atracó con su sensibilidad enardecida entre los arrecifes del Mar Caribe. La primera parte del poemario remite a dramas existenciales grises y pasiones hechas cenizas por la rutina: Por el espejo del retrovisor / vemos incendiarse / los lugares del insomnio. /El infierno anaranjado / la memoria en llama. Se trata de un triste hurgar en los rastros de una perenne destrucción: Acariciamos con nuestras manos / las lenguas de la hoguera, pasado y presente convergen en la agonía: Están ardiendo las laderas del horizonte/…/donde el humo / es el único ruido de fondo / por toda esta piel calcinada.
Pronto queda claro que lo que menos importa es la ciudad y sus tropicalidades, apenas delineados como contextos de los íntimos extravíos. Lo que atañe a estos versos es la cotidianidad monda y lironda de una pareja que se diluye en el punto de fuga: Al abrir la puerta/ entraba el perfume agreste/ de la retama en floración. / El olor del champú y los días amarillos. A los usuales desencuentros ayudan los artilugios de la postmodernidad que acercan a los que están lejos, y distancian a quienes están cerca: Sentado en el sofá poníamos ‘whatsapps’, me bebía un whisky de malta sin hielo / y escribía / ‘deseo olvidar / pero se me olvida que no puedo olvidarte’. Posteriormente reaparecerá la virtualidad cibernética para globalizar la hipocresía en la superflua ostentación de los afectos: Frente a la orilla merendamos. / Sacas el móvil última generación, nos hacemos unos selfies. Aspirando, tal vez, que este gesto de turistas amaine la ansiedad de los parientes que con expectación los miran desde lejos.
Los amantes se soportan por pasadas glorias, pero no sin ironía: Recordaba la letra/ de aquel bolero de Lolita de la Colina / ‘y la verdad no sé por qué / se me olvidó que te olvidé / a mí que nada se me olvida’. Aun pudiendo, no escatiman heridas. Su inútil batallar remite a otra memoria de igual sonoridad de romances y tintos añejos, a la de un Joan Manuel Serrat desenfadado que canta No hago otra cosa que pensar en ti, epítome de la indiferencia.
Anodinos y vencidos, el poeta y su amada innombrada dejan caer los días como las acacias sus hojas en otoño. Contemplativos, prestan atención a minucias como la que entraña el verso: El viento secaba la ropa colgada en el tendero. El drama no llega a tragedia, pero entraña un visceral fracaso. La pareja apenas se da tregua para la ternura: Ojeo un libro de la estantería del hall. / Leo una cita de Paracelso / que dice ‘Nada es veneno, la diferencia está en la dosis’. No tiene, al parecer, otra opción que estar juntos: Llegamos al dormitorio / con una luciérnaga que palidece / entre las manos. Los amantes conviven e incluso, acaso en nombre platónico del amor que sintieron, se entregan; pero lo hacen con usura, a medias y por costumbre: Acaricio tu lumbre entera / repaso la raíz cuadrada / que nunca supe hacer, y la descifro ahora entre tu muslo. El coito, las pocas veces que lo intentan, no alcanza para clímax fingidos: Lo que dije en la profundidad del agua / ahora no se puede decir.
La plenitud ya no es posible porque, como susurra con su onomatopéyica sensualidad Shakira, no se puede vivir con tanto veneno: Nada era verdad / en el equipaje de las horas adulteradas. El poeta no solo ya no ama, sufre: La sombra de esta mujer resplandece / bajo la parra, en la cal blanca / de las tapias sin piedad. Como ella, simula. Fingen ambos, pero no en la dimensión de Pessoa, en donde la mentira construye otra realidad acaso más cierta. Este fingimiento es el de la condescendencia, la cortesía de los que temen quedarse solos: Esto es lo que fue. / El costado herido que encierra los rencores.
El leivmotiv de ciudad apagada lo contienen estos versos: Se apaga el sol. Nada permanece. / Jugamos con fuego. / Acariciamos los límites /…/ No vale la pena estar triste. / Todas las historias y todas las muertes / acaban apagándose / como el sol. / Como las pasiones mismas. / Tomorrow once more again. Se trata de una interminable peregrinar sin redención: Dices ahora y en la hora / de nuestras horas más ásperas. / Morir con los ojos abiertos. Para el poeta, la convivencia doméstica constituye un agonizar que se renueva cada amanecer; tanto que aspira a la muerte no como fin, sino como salida: Son estas cenizas que guardará / el tibor kitsch de porcelana / para que seas tú / quien la deposite / al otro lado.
Las sensibilidades se han contagiado de la grisura entera de este país apolillado, he ahí la alegoría de la “ciudad apagada” como quiebra del edén tropical. Sin redención posible, los amantes todavía tienen fuerzas para mentirse una vez más; imaginan que cambiando las circunstancias mitigarán las heridas, por lo que prueban escapando del Caribe: El taxi espera a la puerta / para ir a la terminal satélite, en tanto las sombras los acompañan. Huyen, una vez y para siempre, como acontece en los romanceros: La camarera me ofrece en su bandeja / el fin del mundo / yo le entrego medio siglo y basta. / Subimos al avión / y comienza a llover sobre diciembre. Es inevitable imaginarlos tomados de las manos, como si se amaran. Sin embargo, por lo dicho, es poco probable que puedan impedir la muerte de la rosa que una vez cultivaron.
CORPUS
El poeta de la mano de George Bataille nos alerta, desde la cita de pórtico, de que en esta segunda separata nos adentramos por senderos de placeres culposos entre claustros empedrados. A la par de solemnidades y sacramentos acontecen desmitificaciones libidinosas. Un universo de fe sirve de estímulo para sucumbir al ardiente llamado de lo mundanal: Tan lejos ahora/ a una cuarta de ti, nosotros y dentro la nada. Hay una soledad en compañía, una cercanía lejana, como la de los muertos: ¿Cuántas pasiones quedaron apagadas / en la tiniebla de estos lugares?
Se trata de confidencias escritas con fuego en la piel: Entre el bramido oscuro de la espuma/ vientos, nubes pasajeras. / Escribimos en la piel todos los océanos. Sobre el resonar de un ángelus o los compases de un canto gregoriano, fluye la armonía de cuerpos libándose: Después llegamos al espigón del faro/ nos perdemos. La música de cuerpos que se entrelazan: Hay un enjambre de constelaciones/ que muerden las paredes de tus labios. /Una cicatriz de menta/ besa el rastro de saliva/ que abandonas en mi lengua. A borbotones, versos delicadamente erotizados: Ofreces con tus manos al cielo / un triángulo / con un ojo en el centro. Sobre clichés posibles, el amor que se hace hasta desfallecer: Desde tu ceguera contemplas/ horizontes de viñedos llanuras / y geometrías de espigas. / Celebras la quietud.
En cada imagen sensorial, el misticismo pagano de El Cantar de los Cantares: Un rumor de letras desordenadas / se asoma cuando te digo, en silencio / y al oído, amén, la misma pasión mundana: Permanece el sacrificio de lo blanco / y tú estás en su interior. Inmóvil. Entre la cal de sus paredes. / Sentado ablandas con tu mirada / tanta nieve / que cae, cayendo / ante la misericordia de este paisaje / de luz amanecida. En todo caso, el objeto del amor afiebrado del poeta es un ángel, nombrado y tratado en género masculino. Cuál podría ser el propósito de la referencia intertextual del himno litúrgico Te Lucis ante terminum, especialmente en el verso ne polluantur corpora, en el que se ruega que nada manche cuerpos necesariamente entrelazados.
Puede aducirse que son diferentes los poemas de carga mística y los de erotismo en flor, pero, lo cierto es que empalman sin resistencia como frutos de un único fluir anímico. Conjugar lo místico y lo profano en un mismo contexto, luce una concupiscente experiencia pansexual, libre de remordimientos: Entre las sábanas la fruta incandescente. / Duermo sin dormir en mí. El éxtasis de estos versos remite a los de Santa Teresa de Jesús: Vivo sin vivir en mí /…/ Quiero muriendo alcanzarle, / pues tanto a mi Amado quiero, / que muero porque no muero. Ah, poéticas de un gozo que en Losada es deliciosamente “non santo”.
LOS MAPAS APRETADOS
La tercera parte es la más simbólica. El vocabulario sigue cotidiano y los versos cortos y diáfanos. No es en la estrategia sintáctica donde hay complejidades, sino en el plano semántico: Llega simétrica la envidia de la última dama, / respirando/ el olor macizo de todo el oro apelmazado. / Su sombra desnuda / es hiedra que se entrelaza en la nuestra. El poeta se aprovecha de la polisemia: Hay polvo derramado sobre la huella. En las imágenes ambiguas o a medio decir, como: Los genitales quedaron calcinados por el vértigo, está el reto interpretativo.
De igual manera, el discurso no es lineal. La historia aflora a retazos, apenas delineada: impertinente, / con paciencia de amante atrevido. El poeta parece irse: “No, no he de llevarte, / como a una novia ingenua”, dice, pero resulta que al final ella es quien se marcha: Ahora, muy lejos de ti/ otra tierra te vestirá con el luto/ de las negras mañanas. / Irás alejándote como vuelo fulminante de aves / por entre los juncos de las lagunas / donde siempre es atardecer. En ocasiones, este diálogo se asemeja al contenido en el “Poema de la hija reintegrada” de Domingo Moreno Jimenes: Volverás para hablarme de la muerte, / a fin de cuentas, una complacencia, / un toque de atención poco honesto.
Algunos versos lucen detalles de un itinerario a ninguna parte: Apretamos todos los mapas, / la tierra líquida de todos los continentes, de los balbuceos de un surreal monólogo interior: Te vas y vuelves / insatisfecho pájaro de vuelo largo / y otra vez te vas. / Abandonas la isla / cuando el volcán despierta / de su sueño / entre lava incandescente / y tu propia herida supura. Otra vez el género masculino es usado como artefacto de disolución del sujeto en su otredad, del otro que es otra; alguien que yendo viene: A la puerta de este hotel/ para las camionetas/ que te dejaran en el muelle, donde atracan los ferrys, que estando no está: Morimos de sed/ frente al incendio del mar. / Con el silencio cálido / en nuestros labios. / Con el peso de la oscuridad / en nuestro corazón.
En este bloque reaparece el verso homónimo de la obra, ya presente en la primera parte, “el peso de la oscuridad”, en tanto explicativo del pesimismo existencial que le embarga. Para el poeta, oscuridad y corazón enlazados prefiguran la muerte del sentir y del sentido. Si todavía queda esperanza, en los versos finales Losada se encarga de finiquitarla: Y el humo / vuelve a ser infinita columna / en el cielo alto del atardecer, mostrando un horizonte en el que sólo quedan rastros de lo que fue.
Poeta de intensas brevedades, Jesús Losada, mi director de tesis doctoral y ahora concejal de su natal Zamora. Esperamos su pronta su vuelta a esta vereda tropical para darle un abrazo.
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Fernando Cabrera es poeta y académico. Posee un Doctorado (PhD) en Estudios de Español: Lingüística y Literatura. Maestría en Administración de Empresa e Ingeniería de Sistemas y Computación.