Todo era mentira (y todavía lo es) (G.C. Manuel, Editor, Santo Domingo, 2022, 578 pp) reúne el contenido integral de los siguientes poemarios de Manuel García Cartagena (G.C. Manuel):Mar abierto (1981), Poemas malos (1982), Clarividencias (1983), Sonetos deshonestos (1983), El botiquín de humo (1984), Palabra (1984),Los habitantes (1985), Puertas como de noches (1985), Decir, hacer, poder (2015), Los trabajos de la nada (2017),El pubis de Astarté (2019).

Hablar de la poesía de Manuel García Cartagena no es tarea difícil para mí: conozco su obra desde aquellos años en los que veníamos (todos los poetas amigos: Víctor Bidó, Rafael Hilario Medina, Pedro Pablo Fernández, José Ignacio de la Cruz, César Augusto Zapata, León Félix Batista, y más tarde Alejandro Santana, Eloy Alberto Tejera, Frank Martínez, Modesto Acevedo, Leopoldo Minaya, Adrián Javier, etc.) envueltos en discusiones literarias que nunca fueron discusiones insensatas.

Antes al contrario, eran conversaciones amenas en las que buscábamos no impresionar al otro, ni a nadie en particular, sino darnos a entender mutuamente lo mejor posible: diálogo pacífico y atento, veladas consagradas a un compartir procesos, agotar etapas y superar momentos de la creación individual, enriqueciendo, estimulando el conocimiento, la comprensión y la devoción a la vida. Aclaro que Manuel García Cartagena estuvo siempre al margen de los grupos y de las juntillas literarias, y que, cuando solíamos vernos, era por muy corto tiempo y no sin antes comunicarnos por teléfono para acordar el mejor momento para ambos. Nuestras reuniones, si puedo usar tal palabra, eran coordinadas con tiempo; al menos entre nosotros, había un respeto continuo mutuo hacia el tiempo y la privacidad del otro. 

Algunos de los nombres mencionados no conocieron personalmente a Manuel García Cartagena y dudo que él los conociera a ellos, sin embargo, ellos estuvieron al tanto de la existencia de su poesía y eso es lo que importa, aun cuando no se hiciera recíproco el conocimiento por razones de tiempo y movilidad. Conocer y reconocer (que son términos distintos) la obra en proceso de alguien entra en un mismo sistema que va de lo activo a lo pasivo o viceversa, como en el caso de Manuel García Cartagena quien entonces firmaba sus poemas con el nombre de G. C. Manuel, según constancia de las publicaciones de aquellos años de celebración, alucinación, extravagancia y tortura que viviera la República Dominicana a partir de los años 80. Con excepción de su primera colección poética titulada Mar Abierto (Santo Domingo, 1981), sus poemarios posteriores aparecieron firmados por G. C. Manuel. 

Aquellos fueron breves momentos que sin embargo duraron –han durado– cuarenta años. Cuando nos conocimos, Manuel García Cartagena ya tenía una obra hecha, parcialmente publicada. Hablo del año 1984 y alrededores de 1986 y 1987, y fue por su vía que nos enteramos de que la Biblioteca Nacional, en la gestión del poeta Cándido Gerón, estaba dispuesta a publicar los libros de los jóvenes poetas, pues ya estaba en imprenta su libro Los habitantes, para mí su mejor libro de poesía y, sin duda, uno de los libros principales que haya dado nuestra generación y podría decir, sin miedo a equivocarme, que se trata de un libro orgánicamente poderoso, novedoso, poéticamente sustancioso y trascendente. 

De este grupo de amigos compartíamos inclinaciones filosóficas cercanas al budismo esencialmente cuatro: Víctor Bidó, Manuel García Cartagena, José Ignacio de la Cruz y yo. Con León Félix Batista y César Augusto Zapata había un contacto directo, igualmente estrecho, animado por lecturas de grandes poetas universales, a saber: Apollinaire, Aragon, Breton, entre otros. 

Por vía de Manuel García Cartagena pude conocer parcialmente –y en español– a William Blake, a Yeats, a Mallarmé, para citar a tres autores que, junto a Whitman, dieron pie a una amistad frondosa y fructífera. Con Bidó tuve acceso a la obra de Pound, de Baudelaire, de Donne y de Rimbaud. Y claro está, también Homero, Shakespeare, Virgilio, Dante, Platón y Aristóteles fueron parte de nuestras lecturas predilectas. Con León Félix Batista compartí la fiebre común de dar rienda a la celebrada curiosidad por los “libros raros” de autores archifamosos y por aquellos cuya fama no llegaba a asombrar a nadie más que a nosotros, me refiero a autores que ya el mundo consideraba “anticuados”. Por mi parte, leí muchos libros “anticuados” que siguen siendo mis libros favoritos como, por ejemplo, Las noches, de Torcuato Tasso.

Alrededor de nuestras lecturas comunes de los autores citados, a los que habría que agregar a muchos y muchos otros, desde Homero hasta Rilke, incluyendo una buena parte de los nuestros, los mejores (Franklin Mieses Burgos, Tomás Hernández Franco, Manuel Del Cabral, Freddy Gatón Arce, Manuel Rueda…) se dieron también los intercambios de nuestros manuscritos que nos leíamos en voz alta en tertulias secretas que nunca pasaban de dos o tres personas. Estas lecturas no tenían nada de confidenciales, pero se mantuvieron con vehemente discreción. 

Manuel García Cartagena tenía un protagonismo literario evidente para lo que era aquella nueva generación de poetas en un país bautizado por el mismo Satán, donde cada quien se jugaba la vida con la seguridad de perderla en el intento. Eran años marcados por la crisis económica que vivía, no solamente la República Dominicana, sino también toda Latinoamérica. Recuerdo que Miguel D. Mena, curiosamente, agrupó a un puñado de poetas en una antología que tituló “poetas de la crisis”, o algo parecido, aunque aquella antología lo era solamente de un pequeño grupo muy reducido. 

También recuerdo que era una práctica entre algunos poetas el tomar el poema de otro poeta amigo y, bolígrafo en mano, desfigurárselo con recomendaciones de quitar y poner palabras, adjetivos, verbos, sustantivos. Normalmente artículos, preposiciones, adverbios, puntos y comas, entre otras cosas, en nombre de una “economía del lenguaje” de la que nos hablara Ezra Pound en uno de sus ensayos sobre poesía y prosa, si mal no recuerdo. Eso ocurría cuando un poeta todavía no había publicado; entonces los que sí habían publicado uno o dos libros, llegaron a sentirse con autoridad de “sugerir”. Sin embargo, llegó un punto en que la cosa era distinta, ya cada quien veía al otro como un poeta “hecho y derecho”. 

Era como poner en práctica aquello que había dicho Lautréamont: “la poesía ha de ser hecha por todos…”, sin embargo, hay que aclarar que “hecha por todos” no significa, bajo ningún concepto que todos participáramos activamente en la escritura de los mismos. Cada quien era responsable de sus delitos literarios individuales, de sus despojos y de sus grandezas, lo que hacíamos los otros, los que participábamos con el oído y la lectura, era hacernos cómplices de aquello que nos impactaba y emocionaba de una forma brutal y decisiva. No digo que no hubiera sugerencias que no se aceptaran con gratitud y sincero entusiasmo, sugerencias certeras que luego fueron puntos de reflexión y de madurez. 

He dicho todo lo anterior como preámbulo a una poesía que viene bien surtida, nutrida e intencionada, una poesía que busca sacar al lector de sus moldes y dejarlo en el aire, en la intemperie de su propia desolación como quien saca a un pez del agua y lo deja en la arena bajo el sol implacable del trópico. Me refiero a la poesía de Manuel García Cartagena, poesía que es, a una misma vez, el blanco y la flecha, la mordaza de hierro y la cicuta socrática de un tiempo que todavía no había sido inventado o que apenas se empezaba a inventar desde un espacio secreto o íntimo que no buscaba ser solamente un espacio individual. Poesía que quería arrebatarle presencia a una realidad forzada a sucumbir ante la magia operativa del conjuro mordaz –entre Rimbaud y Mallarmé, pero también con el doble misticismo de Whitman y la franqueza de Blake. Magia que intentaba ser también diálogo erótico-filosófico, flema del suicida, baba del bufón que, a modo de ironía, plantaba aquí y allá alguna solapada verdad humorizada o “hum(h)orrorizada” para usar uno de los cruces poéticos paradojales parecido a los que el lector encontrará en los poemas de este libro. 

He indicado aquí –sin ánimo de descripción complaciente– que la poesía de Manuel García Cartagena contiene humor, erotismo, magia, fortaleza visual e imaginación, lucidez, arrojo casi sarcástico, profanación lujuriosa: no hay nada de inocente en los ligamentos, vueltas y revueltas de estos poemas que buscan mostrar –y al mismo tiempo– anular cualquier corrosión ajena al desarrollo de lo que se va a decir o a cantar: lo que se dice y lo que se canta se entremezclan como la voz y el aire, “lo que va, viene” como desde un centro magnético a una esfera privada o una constelación azarosa, pero de conocimiento que se va haciendo al paso de sí mismo.  

MAR ABIERTO

Mar abierto,de Manuel García Cartagena, es una propuesta definitivamente apoteósica. Apoteósica no en el sentido estricto del diccionario, sino en referencia a lo que el título mismo del poema sugiere y a lo que da cuando nos da sus símbolos, sus imágenes, sus flechas parabólicas y paradójicas.

Apoteosis de fundar el ser de la escritura con la insignia de su fundador: toda escritura hace su fusión permanente con lo que está próximo: el mar y la tierra hacen una fusión en la cual una soporta a la otra, lo que más pesa sirve de soporte a lo más liviano: la tierra soporta al árbol, lo nutre, y le permite un desarrollo en un espacio únicamente suyo. Espacio netamente metafórico, pues lo que intenta el poeta es hacer que los objetos mismos sirvan de vía hacia algo más que lo decible, buscan salvar lo indecible, lo indescriptible, romper los lazos entre borde y borde: la tierra y el agua no son cosas separadas sino mundos complementarios. 

Así vemos que el poeta nos habla del mar-ventana, el-mar-sueño, el mar-fuego, el mar-ojo, etc. los elementos unificados crean un nuevo elemento, una nueva entidad, un híbrido: la palabra, toda palabra es mítica, procreadora de mitos, pero para serlo, tiene que filtrarse desde lo humano hacia lo humano y cuando digo humano, pienso también en lo divino, pues no hay sino correspondencias y correspondientes: el aire y el agua son una unidad: el aire es agua, y el agua es oxígeno. 

Todo, desde comienzo a fin, está en movimiento y todo, desde comienzo a fin, está en estado de reposo; sin embargo, ningún objeto es estático para lo que presiente cada palabra que anuncia o evoca, convoca o invoca aquello que no está y está: presencia ulterior a todas las cosas, inmaterialidad de la materia forzada al nacimiento pronto y constante. El poeta busca salvar el instante de cada palabra con una sospecha o una forma de delirio consciente. Esa sospecha dispara la sorpresa de verse allí, de preexistir, de volverse contra aquello que le devuelve la conciencia de estar allí, y allí significa un lugar o un rumbo, un espacio y el tiempo que toma delimitar los límites entre la fuerza de la razón y su compleción a partir de lo inerte de cada objeto y de cada ser. 

El lenguaje poético, tal como se muestra en Mar abierto, establece una relación de habla que se opone a la comunicación vacía o normal para que sobreviva otra cosa, otra forma de convivencia extranatural o extraña. Convoca lo simple para hacerlo complejo en un juego que no es complejo, pues saca de la chispa aquello que la nutre o la impulsa, no se contenta con la duración y el movimiento, pero tampoco se contenta con el reposo, quiere abarcar lo imposible de aquello que articula, niega o proclama. Declaración que quiere dos cosas: primero, hacerse escritura, diálogo y silencio permanentes. Y segundo, anular el silencio, el diálogo, la escritura y al ente de la escritura, al personaje, la caricatura del hombre que habla a los hombres en una jerga desconocida y, por lo tanto, nueva. Cuando digo “nueva” también quiero decir “humana.” Pues lo que sirve, en poesía, de eslabón hacia lo nuevo es aquello que tiene o se procura propia correspondencia humana. 

Igual dice Bécquer que “las palabras son aire, y van al aire”, sin embargo, se refería a las palabras que se dicen o pronuncian oralmente: las palabras no son aire, son espejos en los que las palabras se miran, espejos que encierran imágenes continuas. En cada palabra prevalece el conocimiento de un saberse allí, en lo que se dice o se quiso decir. Pero las palabras también son cuchillos, son intenciones de un ente destructor que quiere salvarse de algo todavía más terrible que la dolencia misma de saberse allí, en el tiempo de la destrucción y reconstrucción, las palabras se hacen conscientes de un equilibrio-desequilibrio que quiere ser total, pero que nunca llegan a construir esa totalidad sino cuando se vuelven contemplativas. Es decir, cuando dan el salto hacia aquello que las reflejaba interior o exteriormente, las palabras son el instinto de ese salto hacia un punto u otro de su propio ámbito. Instinto que se hace incisivo por obra y gracia de un apetito de espacio que ellas mismas se niegan y se ceden, constantemente. 

Así, Mar abierto,(y casi toda la obra poética de Manuel García Cartagena contenida en el libro que motiva estas líneas) se compone de palabras o imágenes que encierran mundos autónomos: metáforas en secuencias que luchan por ser únicas, de ahí la autonomía de sus enunciaciones y conjuros y la unidad y diversidad de su pensamiento. Mientras más diverso, más compacto nos parece su pensamiento, y mientras más unificado y compacto, mucho más variado y definido. 

En su Mar abierto, Manuel García Cartagena pone en pugna los elementos compositivos, pero haciendo de ellos conceptos vivos de un habla viva que se interroga a sí misma e interroga a la vida, a la naturaleza y a los agentes naturales que operan como objetos vivientes que tienen una relación inmediata y pertinaz con el universo, que no solamente con el mar (símbolo de lo espacioso o de lo inconmensurable, pero también símbolo de lo cercano al hombre, sus deseos, sus rabias, sus limitaciones, su presencia que es su otro-ser-ausente, profana y divinamente ausente…, etc.)

Lo abierto, lo inconmensurable, lo posible es siempre lo dinámico: el mar, el poema, es una constancia de algo que está más allá o más acá de nuestra realidad, sea cual sea el punto geográfico del que partamos para medir las condiciones que rigen el territorio humano, siempre hay un aquí y un ahora, que nada son sino consecuencias de una aventura: la aventura de lo humano hacia lo humano. 

En todo acopio de escritura personal se da el plano desde el cual se desarrolla lo escrito, o lo que se va a escribir: pero hay siempre un plano múltiple: se escribe desde un cuerpo que está dentro de una casa o en un parque o en un lugar definido, sea cual sea, lo que importa es que comprendamos que hay un aquí y un ahora, que son correspondientes a otros planos vitales, puertas que abren hacia algo o hacia nada, puentes que se van alargando a medida que avanzamos y que nos conectan con algo que se ve próximo pero que está mucho más distante; las distancias engendran las paciencias. Y también están los elementos más comunes de la vida ordinaria: agua, fuego, aire, tierra, madera, hierro. Lo moldeable es siempre lo vital y así lo atestigua este libro de Manuel García Cartagena: todo se amolda, con tacto, con diligente paciencia y sensibilidad al lenguaje de la poesía.

MANICOMIO DE PAPEL

Es Manicomio de papel un libro muy cercano a los procedimientos de las vanguardias europeas y latinoamericanas, hijo legítimo de una herencia imborrable que se enmarca dentro de lo que ya es una tradición de ruptura en nuestro país y también en el mundo contemporáneo. 

En este libro especialmente (aunque es también perceptible en Los Habitantes y en el resto de los poemas que ha publicado Manuel García Cartagena) se presiente ese gusto por decir, mediante la metáfora, aquello que no es solamente lo que se dice, sino también lo que se sugiere y lo que ni se dice ni se sugiere: es decir, la transmutación plena y constante del lenguaje que no quiere sino cumplirse, completarse, hacerse nuevo en la lectura, en la versión de escritura que es toda lectura o relectura: pues quien de veras inventa poéticamente un mundo suyo también inventa al lector y un mundo para ese lector que solamente le corresponde a él. 

O, dicho de otro modo, el lector mismo inventa su propio mundo en la lectura del poema, el mundo del poema es intrínseco y correspondiente al mundo de quien lo lee, no existen los planos referenciales divorciados de una realidad y otra, sino la fusión de realidades, que no son realidades históricas, no pertenecen al pasado ni al futuro sino al presente, un presente único, progresivo y demoledor. 

La Historia no cuenta sino como presente continuo. Así, por ejemplo, la Ilíada no es un poema del pasado sino del presente, aunque haya sido escrito algunos siglos atrás: su presencia se debe a su decir, a su lenguaje, que no es un lenguaje del habla común, no fue escrito del modo como se hablaba en la época en que vivió Homero. Todavía hoy no se habla en tropos, ni en hexámetros ni en parábolas, aunque el habla normal de la gente común sigue siendo tan poética como siempre, pues las palabras posibilitan la poesía, encarnan y manifiestan la poesía, de forma inmanente. 

Ahora bien, no digo que todo aquel que habla es poeta, digo que las palabras son poesía y que no existen palabras no-poéticas. Lo que se entendió o entiende por “poesía pura” no es ni fue tal cosa, pues el lenguaje del hombre no es puro; el lenguaje de la poesía no lo constituye una palabra por sí sola, sino por medio de las demás palabras, por medio de una interrelación visual y sonora, un mecanismo de plurivalencia de sentidos contradictorios: decir por ejemplo “hilo mellado del día por venir” equivale pues a una relación de sentidos para expresar algo que no lo expresa una palabra sola, no contaminada por el contacto con las demás palabras. Si se intentara escribir una “poesía pura” estaría al margen de la comunión existente entre las palabras y tal cosa no sería sino una arbitrariedad contranatural. Una chispa no se produce a sí misma y el poema es una chispa que salta del contacto y de la frotación de elementos, para que exista la chispa antes debe existir el movimiento, la fuerza, la fruición, el golpe. Dice Lezama Lima: “las palabras penetran por el golpe”. Debe existir el empuje, aquello que hace que corra la “carretilla roja” de William Carlos Williams o suceda el deslizamiento del río del que nos habla Li Po: “ni con la espada más fina se cortará en dos el río para que deje de fluir” (cito de memoria). 

El empuje, o el golpe viene dado por la imaginación y la imaginación no es más que contemplación y la contemplación sólo la produce la percepción de elementos relacionados. La experiencia, la certeza de que lo que fue imaginado colinda con una realidad anterior que no fue sospechada sino vivida con franqueza. Las palabras tienden un puente entre lo real y lo maravilloso, y un puente así no es más que una fusión de realidades, por eso la poesía es chispa reintegrada, cuerpo vivo y expuesto a los peligros de todo tipo de contaminación; no hay purezas, salvo del espíritu. 

En Manicomio de papel, Manuel García Cartagena se nos muestra consciente de esa consistencia y relación entre lo real y lo maravilloso. Allí abundan metamorfosis y emblemas, contrasentidos y cosas que se dicen entre líneas para un lector y lectora imposibles, existentes e inexistentes a la vez: va directo a lo que planea el surtido de metáforas que se tienden como redes o trampas en cada poema, haciendo efectivo aquello que se presenta como un bluff ante ese lector y lectora miserables e implacables. Tal vez por eso, su lenguaje también es implacable, definitivamente dotado de fruiciones que no dejan de ser filosóficas (sin esa lógica estridente y desvergonzada que abunda por doquier en la poesía de nuestro país y de nuestra época), desafiante, rudo, irónico, humorístico, pero con toda la sutileza del alquimista, del hombre que une los elementos de su conocimiento para fundar aquello que le es propio a su naturaleza: el lenguaje y el cambio. 

En los poemas de Manicomio de papel se cruza de un estado anímico sincero a una elaboración —también sincera— de experimentaciones que no son únicamente lingüísticas; son, además, experimentaciones del espíritu, recursos de salvación que ponen a polarizar las cosas para darles un sentido que no es compatible al llamado “sentido común” del fraseo faraónico del poema pomposo, el bulto que se nos vende hoy como poema y que no es otra cosa que bulto. Hay, como dije, en Manuel García Cartagena, ausencia de inocencia por cumplimiento de lo que experimenta de forma consciente, pues lo que ve, lo ve de forma clara y lo expresa, no sin falta de claridad, con elegante formalismo: no da detalles de cosas que el lector puede intuir fácilmente, aunque tampoco usa una jerga particular para complicar al lector o la lectura de sus poemas, por lo contrario, prefiere que el lector mismo sea el demiurgo de lo que le corresponde y olvide aquello que no le diga exactamente nada, o algo mucho más gracioso: que le diga más de lo que pueda sospechar o intuir y que se lo diga de forma ensordecedora. 

Los poemas de Manicomio de papel que más me han impactado están en el libro que motiva estas líneas y no dudo de que causarán un efecto parecido en el lector. Aunque uno nunca sabe, ya que el lector es más impredecible de lo que uno sospecha. Pero, aun así, el lector de hoy solamente leerá con los ojos de hoy, mientras que el lector de mañana leerá sin prejuicio.

PALABRA 

Si en Manicomio de papel, y todavía en el conjunto de poemas que titula Clarividencias y los poemas pertenecientes a libros más recientes ubicados en la parte final del libro, hay una hermandad indiscutible, aunque claro, distintamente de muchas maneras, hay, en Palabra, otro mundo, otra vertiente, otra dinámica que Manuel García Cartagena supo delinear y plasmar asombrosamente. Palabra es un poema narrativo que no se excluye del canto ni de la reflexión. Se ejecuta de forma proverbial, con enunciados proféticos o que tienden a profetizar las cosas como quien las va descubriendo por primera vez a medida que las nombra. 

Como son descubrimientos nunca antes sospechados, son, pues, profecías del instante, momentos que se fijan en el tiempo. Puesto que las nombra, las palabras dejan de ser objetos para convertirse en símbolos, en imágenes dotadas de un poder convocatorio casi salomónico, alucinante, que retoman lo que dejan para volver a dejarlo como en una secuencia donde la enunciación, cada enunciación, quiere revelar la psicología de un ente fabuloso que atenta contra lo meramente descriptivo. 

Quiero aclarar aquello de profetizar las cosas, los actos: las cosas son enteramente interdependientes unas de otras, a razón de que el fuego necesita de otro elemento que lo anime, que le sirva de combustible; de lo contrario el fuego no existiría, en tal forma el fuego es dependiente de lo que lo anima. 

El hombre se hace dependiente de las cosas a las que se acostumbra, por ejemplo a su cama, a su ropa, a los jabones, a los perfumes, a los utensilios de trabajo, y también a las otras personas que conoce, a su mujer, a su perro, a su caballo, a su carro, a su secretaria, etc., cosas externas e internas, como por ejemplo, su memoria, sus deseos, sus emociones. Cuando el poeta nombra algún elemento cercano a sí, nos está contando algo, y lo hace casi siempre como quien se confiesa, a veces con desconfianza, y a veces desvergonzadamente. Cuando habla, habla en nombre propio y en nombre de una comunidad a la cual reniega, pero es hacia esa comunidad a la cual Ezra Pound llamó “la tribu humana” a la que va descargando sus proclamas, sus advertencias y sus mandatos. Dejo aquí Palabra, no sin antes decir que es uno de los poemas más admirables de Manuel García Cartagena. Y paso a hablar del libro Los habitantes.

LOS HABITANTES

Ya he dicho que Los habitantes es –para mí– el mejor libro de poemas que ha producido Manuel García Cartagena, conjuntamente con su Manicomio de papel. Ahora daré mis razones: Los habitantes está compuesto de distintos poemas que nos brindan personajes que son desdoblamientos de un personaje anterior a todos los que están en el libro, y que no es exactamente un personaje, es una entidad, un demiurgo, un protagonista que es, a su vez, antagonista, un héroe y un antihéroe: el autor. No es una autobiografía al ras ni mucho menos, aunque tienen de biográfico una pizca dichosa, pues creo que todo poema es, a su modo, autobiográfico. 

El “yo” poético no constituye el “yo” biográfico, pero hay una recaudación emocional fluctuante entre uno y otro, como la imagen en el espejo. Y como la imagen en el espejo, así uno habita al otro, o apresa la imagen del otro que no es exactamente al otro, al “yo” original : en cada poema hay un otro que se parece o quiere parecerse cada vez menos a su original, quiere devolverle un pasado con un presente o un presente con un pasado, llenar con una sola ráfaga de asombro el recipiente, habitar sorpresivamente a ese yo que se rehúsa a tomar una forma prestada de ser, de ahí que cada poema es una encarnación de una imagen accidentada, no accidental, llevada al punto máximo de su ser mediante operaciones mito-poéticas reflexivas. Cada poema encierra un sinnúmero de interrogantes hacia adentro que, desde adentro, sueltan sus respuestas o metáforas: el yo está constantemente sometido a un auto-exorcismo. Los habitantes es uno de los ocho o diez libros principales que ha dado la generación de poetas a la que –por suerte o desgracia– pertenece Manuel García Cartagena. 

Hay, en los poemas que componen el libro Los habitantes, un lenguaje sumamente expresivo y distintivo, definido, artístico, maduro, audaz, contemplativo, irónico, de una belleza trasluciente, de fortaleza consciente y organizada, su dinamismo es consistente, su pensamiento afilado, mordaz, rico y vital. Poner ejemplos no será cosa necesaria, pues habría que poner el libro entero y eso es, exactamente, lo que recomiendo. 

Para elaborar este libro se han seleccionado los mejores poemas de Manuel García Cartagena. No dudo que serán leídos con el cuidado, la efervescencia emocional y la inteligencia con que fueron escritos. Alzo mi copa y brindo, una vez más, por la salud y autenticidad de nuestra mejor poesía. 

West Virginia, Estados Unidos
5 de agosto de 2006

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José Alejandro Peña (Santo Domingo, República Dominicana, 1964). Reside desde 1995 en los Estados Unidos, donde actualmente dirije la revista bilingüe y editorial de poesía El Salvaje Refinado. También es fundador de Obsidiana Press, una editorial alternativa que publica a escritores hispanos. Ha traducido poemas de Wallace Stevens, Mark Strand, Ives Bonnefoy, Emily Dickinson, Allen Ginsberg y otros. Pertenece a la llamada Generación de los 80 en su país.