Ser elegido para presentar un libro no tiene nada de ingenuo. Alguna intención, oculta y no visible, ha de esconder aquel que tiene el poder de seleccionar a su representante para dar a luz su obra. Antes de entrar en materia sobre ésta que hoy tengo a bien presentar, me gustaría introducir unas breves palabras acerca del comienzo de nuestra relación y ese primer acercamiento a mi amigo Leo Silverio. Recuerdo que le conocí una hermosa tarde en Casa de Teatro. Fuimos presentados por un gran amigo común, Juan Freddy Armando, en ese tono jocoso suyo, tan conocido por todos y que tan bien le representa. Le dijo, “Mira Leo, aun cuando tú le ves viejo y feo David es un buen escritorcito”. Todos, en aquel momento, nos echamos a reír ante ese estilo siempre exento de protocolo y cariñoso con el que Juan le introduce a uno en sociedad.
En el caso de Leo Silverio siempre observé en él una actitud modesta, un modo de mostrarse ante el mundo discreto y de bajo perfil y ese hecho siempre logra llamar poderosamente mi atención. Si algo me gusta en los escritores es su condición camaleónica, ese esfuerzo decidido por no mostrar su innegable talento en público y reservar, por el contrario, las muestras de destreza frente al papel en blanco. Así pues, cuando el autor de la obra que hoy nos ocupa me pidió, con su sencillez habitual, que presentará su libro de cuentos, yo creí equivocadamente haber sido convocado a un circo amable y con pocas fieras salvajes. Y es justo aquí cuando todo felizmente se enreda, se complica y yo descubro el enorme talento del gran escritor que es Leo. Pero soy consciente de que lo que acabo de decir debe ser verificado y eso es precisamente lo que pretendo hacer a partir de ahora; voy a tratar de mostrar que nos encontramos ante uno de los libros de cuentos más atrevidos e innovadores de todos cuantos he leído en este país.
Vamos por partes. No nos obliga razón alguna a dejarnos llevar por la prisa. Decía Günter Grass que más que escribir bien se debería hablar de contar bien y hay implícita en esta apreciación del premio Nobel alemán, o al menos la hay a mi modo de ver, una característica fundamental en todo escritor de cuentos y es la humildad con la que narran los hechos. El cuentista, el buen cuentista, no es al fin y al cabo más que un medio, un instrumento, esa voz que pretende, antes que nada, distraer a quien escucha. En palabras de la gran escritora danesa Isak Dinesen “un cuento trata de lo que sucede y de cómo sucede. El cuento es la forma original de la literatura… Los cuentos se escriben como se habla. Espero que mis cuentos también puedan ser dichos; así han sido concebidos, y tal es mi forma natural de expresión cuanto escribo”. Hay en todo contador de cuentos el deseo expreso de hacer de la noche un mundo que atrapa, que seduce por su capacidad de hacernos soñar y de perderse por trillos que nos invitan a recorrer caminos nuevos e ignorados.
En La fiesta de los santos encontramos esa extraña virtud que tan solo atesoran los verdaderos orfebres de la palabra. Sus historias nos aprisionan desde la primera línea y resbalamos hasta el centro mismo de la sala con absoluta confianza. Esa forma extraordinaria que tiene el autor de contar me transporta de forma casi inexcusable hasta dos excelentes y reconocidos títulos: Bola de Sebo de Guy de Maupassant y Las babas del diablo de Julio Cortázar. En ambos nos encontramos inmersos en mitad del cuento, sin ser del todo conscientes de cuál fue el momento de la lectura en el que nos brotaron las branquias que permitieron nuestra inmersión. Y eso es precisamente lo que logra Silverio con increíble ingenio. Con su primer cuento y el que abre apetito para los que aún están por llegar, Volver a ser feliz, inaugura con inusitada malicia las vicisitudes del Señor Lewitt al que todos los días vemos abandonar su domicilio en busca de un trabajo. Cada mañana parte a bordo de un taxi con el mismo conductor siempre al volante. Ese mismo taxista que le lleva a cada nueva entrevista y le espera a la salida para devolverle a casa con el último fracaso acumulado bajo del brazo. Esa escena idéntica entre ambos, que se repite invariablemente, está cargada de derrota servida en vaso largo y con un tono de humor negro que la hace más humana. Todo concluirá felizmente de manera inesperada en un final que, como comprenderán, no me está permitido desvelar.
En el caso del segundo de los cuentos, Monsieur Fillon, nos hallamos ante un tipo de narración mucho más arriesgada en términos de estructura. Una historia de tintes macabros, en la que el propietario de un edificio es encontrado muerto. En el trascurso de una exhaustiva y minuciosa investigación por parte de los oficiales, el autor nos invita a incursionar en su historia para atraparnos poco a poco en su red y tomar parte de todo el proceso de búsqueda.
Como la intención en toda presentación es dejar buen sabor de boca que invite a degustar la obra, tan solo unas pinceladas más que pueden anticipar lo que podemos esperar de la habilidad para contar historias de un cuentista como Leo Silverio. En Sacrificio Materno un joven, hijo de una asistenta al servicio de una rica millonaria, recibe una curiosa propuesta de la señora de la casa. Como lectores desconocemos la intención que guía a esta última, mientras el autor va tejiendo un elaborado castillo de naipes, cuyas capas van construyendo ante nuestros ojos un sutil juego de artificio.
La creación de un mundo cerrado y claramente demarcado en su imaginación es uno de los recursos mejor utilizados en cada uno de sus cuentos. Sus historias se agotan en sí mismas, y su enorme pericia en el manejo de la técnica narrativa impide la distracción del lector en elementos accesorios e intrascendentes. El escritor no pierde su tiempo tratando de embaucarnos. El toro es agarrado por los cuernos y arrastrado sin piedad hasta el centro de la arena. “Sin una representación fuerte de la cosa –animada o inanimada–, sin la representación crucial de lo real, no hay nada. Su concreción, su foco desvergonzado en todas las mundanidades, su fervor por lo singular y una profunda aversión por las generalidades son el nervio de la ficción”. Es precisamente de este modo y a través de esta apreciación del autor norteamericano Philip Roth, donde podemos apreciar con reveladora claridad otra de las grandes virtudes de Leo. Esa facultad innata, que posee todo narrador que se acerca a la excelencia, para no desviarse en ningún momento ni perder de vista el centro de lo contado. Silverio logra alcanzar de modo impecable y con singular acierto esa esfera cerrada, de la que hablara Julio Cortázar, que da cabida al universo propio de todo cuento. Y doy fe, por propia experiencia, que no siempre es sencillo atenerse a la historia que se quiere relatar. Sin alejarnos de Cortázar, cuya indudable destreza en el arte de contar jamás se puede obviar, me recreo a menudo en releer sus palabras “un cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite el término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia…”. Y de esta manera he sentido este libro que hoy hemos venido a celebrar, como pura vida en su esencia.
He sido ávido lector de cuentos durante toda mi vida y puedo decir, sin la menor jactancia, que huelo a la legua al buen cuentista. Ese cuentista que no se pliega a nada que no sea su propia voz y que no se entrega, de modo obsceno, a la influencia de otros autores. En el caso particular del escritor de la obra que hoy celebramos solo encontramos verdad, su auténtica y personal verdad. No se atisba en él engreimiento ni aspira a parecerse a sus predecesores. Su exclusivo mundo es absolutamente suyo. De él y solo de él, que domina el oficio con absoluta confianza. Sus historias se deslizan llenas de gracia sostenidas por una prosa ágil y un ojo avizor de profundo calado psicológico, tanto que después de la lectura de esta obra uno no vuelve a ser el mismo. Y es entonces, ya atrapado en esta certeza, cuando uno se pregunta si debemos creer en esa apariencia tranquila y sosegada que nos vende el amigo Leo Silverio, para ocultar que bajo su evidente bonhomía existe un volcán en continua erupción.
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David Pérez Núñez es poeta, narrador y ensayista. Autor de Caleidoscopio (2019) y Soledades y destierros (2019). Ultima los preparativos de un segundo poemario, en esta ocasión bilingüe, español-inglés y trabaja en un nuevo libro de cuentos y narraciones cortas.