“Solo perseverando se conquista el bien”.

Eugenio María de Hostos

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¿Qué saca a relucir lo mejor o lo peor de un individuo?

En estos días, yo, que a estas alturas de la vida no soy de lágrimas fáciles, he llorado dos veces con el corazón comprimido. La primera fue viendo un documental sobre María Lorena Ramírez Hernández (Guachochi, estado de Chihuahua, México, 1995), llamada Lorena Rarámuris (nombre que significa “pies ligeros”), por pertenecer a esa etnia. Nunca fue inscrita en una escuela. Habita con su familia en un lugar apartado. Su ocupación desde niña ha sido cuidar las cabras. Lorena, calzando el mismo tipo de sandalias que ha llevado toda su vida y vistiendo su atuendo tradicional (“sin mi falda no soy yo”, dice), compite con corredores experimentados.  El mundo volvió sus ojos hacia ella cuando, en  2017, ganó el primer lugar en el UltraTrail Cerro Rojo: una carrera 50 kilómetros, en un tiempo de 07:20. En 2016 quedó tercera en los 80 kilómetros del Ultramaratón Caballo Blanco y en 2015 obtuvo la cuarta posición en la categoría de 100 kilómetros en el ultramaratón de los Cañones en Guachochi, Chihuahua. “Una de las carreras más duras y salvajes que existen en México”, informa hace solo tres semanas el periódico El País de España (21 de noviembre). Y en la misma publicación se lee: “En medio de la sierra Tarahumara, Chihuahua (norte de México) hay un lugar conocido como Guachochi (El Hormiguero), donde no llega el ruido del tráfico ni el humo de las fábricas. Tampoco se escuchan los gritos de apoyo ni los flashes de las cámaras. Cuando sopla el viento, en El Hormiguero solo se mueven las ramas de los árboles y poco más”.

El segundo suceso que en cosa de días me ha arrancado lágrimas es el libro ESTAR, SER Y CONVIVIR EN LA ESCUELA Una mirada profunda a la violencia escolar en la República Dominicana, obra de 380 páginas, escrita por Berenice Pacheco-Salazar, publicada con auspicio de tres entidades comprometidas, en distintos campos, con la educación: OEI, INTEC e INAFOCAM. Es resultado de una investigación realizada según estrictas normas académicas. Nadie puede dudar del rigor y la seriedad profesional de este estudio cualitativo. 

Estos dos eventos, cruzados temporalmente por el azar, me han llevado a preguntarme casi con obsesión: ¿Qué tiene que ocurrir para que una niña, un niño, una joven mujer, un joven hombre saque lo mejor de sí o extraiga lo peor? ¿Cuáles contingencias o acciones provocan sismos en la vida interior, cuáles inspiran? Podemos decir: amor. Podemos decir: cuidado. Podemos decir: oportunidad. Pero ¿realmente sabemos? Y si sabemos, ¿cómo hemos llegado a la desgarradora realidad que radiografía Berenice Pacheco-Salazar, como solo puede hacerlo una persona con dulzura de poeta, exigente formación académica y compromiso con su pueblo, con su época?

El relato de Lorena, la corredora que compite calzando gastadas sandalias, y los testimonios narrados por estudiantes y docentes, reunidos e interpretados por la autora del libro que nos ocupa, hablan de barreras, de muros. En el primer caso, de sorprendente quiebre de un muro hecho de bloques invisibles y resistentes (pobreza, aislamiento, exclusión de la escuela), en el segundo caso, de levantamiento de muros, muros hechos de autoritarismo, violencia, irrespeto, frustraciones, amenazas, miedos. Porque, sin lugar a duda, la violencia y el miedo alzan muros, que tal vez se están edificando dentro de otros muros. Muros circundados de muros. 

El conocimiento de esta “mirada profunda a la violencia escolar” proyecta un laberinto. En laberinto y en muros he pensado leyendo este libro. Laberintos y muros que dan lugar a todo tipo de preguntas, de las cuales la más relevante es: ¿podremos salir a camino? 

Algo está claro, los problemas descritos bajo la fuerte luz de la inteligencia y la sensibilidad de Berenice nos competen a todos, a todas. Violencia es hija y procreadora de violencia. Violencia atrae a violencia. Violencia intrafamiliar, violencia escolar, feminicidios, violaciones, incestos, asaltos con violencia, violencia en el tráfico, etc. no pueden desligarse, convergen en espirales de violencia, en escaladas. Lo peor: prefiguran la decadencia de una comunidad e inevitables explosiones. 

Esto da escalofríos porque pinta tanto el presente como el porvenir. ¿Estamos todas y todos subiendo muros de una prisión de la que nadie logrará escapar? ¿En qué creemos? ¿En qué creen los jóvenes? ¿Qué proporciona sentido a la existencia, a nuestra existencia, a la tuya, a la mía, a la de todos?

Como bien nos lo muestra Berenice, quien se acercó a estudiantes y docentes con respeto y empatía, los problemas retratados en este libro no se resuelven con medidas represivas ni sembrando dogmas que inmovilicen el pensamiento ni la búsqueda de verdad que ha sido la fuente y piedra angular de las artes, las ciencias, la filosofía, la poesía. Requieren mucho más. Desafían nuestras capacidades, nuestra ética, nuestros límites. 

El gran valor, el extraordinario valor de la obra que ya está circulando, estriba en la COMPRENSIÓN. Al final de su lectura, lector o lectora ha adquirido un grado importante de COMPRENSIÓN. Y comprender es indispensable para actuar con tiento en situaciones y contextos tan complejos como los descritos por Berenice Pacheco-Salazar y las múltiples voces que se expresan página tras páginas, con fuerza suficiente para romper el hielo en nuestra conciencia. 

Las pruebas son contundentes, así como las conclusiones: “La violencia escolar es una expresión de la violencia social y, asimismo, una perpetuadora de la misma”, “La no atención a la diversidad es un ejercicio de violencia institucional”, “La educación en y para la diversidad es una propuesta con un alto potencial transformador y un requisito imprescindible para la mejora de la calidad educativa”, señala la autora.

Quiero señalar, por otro lado, que la lectura de ESTAR, SER Y CONVIVIR EN LA ESCUELA, conlleva una inmersión en la cultura popular del presente, con sus vivos lenguajes, sus hechos lacerantes, su inagotable esperanza, su tenaz energía. Chicos y chicas, a través de sus respuestas, nos muestran un mundo y una ciudad que muchos desconocen. Marginal y central a la vez. Quien lee ESTAR, SER Y CONVIVIR EN LA ESCUELA no podrá permanecer indiferente, ni se sentirá inclinado a juzgar a la ligera. 

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Nadie sale ileso

Berenice Pacheco-Salazar nos expone a un coro de voces, una selva de voces sería más apropiado, sabiendo, y deseándolo, que nuestros oídos casi estallarán en algunos momentos. Sabiendo, y deseándolo, que ese río de heridas y expectativas se apozará en nuestros ojos por momentos. Sabiendo, y deseándolo, que nuestra conciencia se poblará de dudas y de sombras.

Esperando que no nos atengamos a optimismos ligeros, ni zozobremos en pesimismos petrificantes. O pretendamos zanjar las cosas señalando culpables. La autora, a lo largo de 380 páginas, nos incita, nos convoca, a comprender, a actuar. Su pluma se ha empapado en la tinta emanada de los sentimientos, exasperaciones, salidas caóticas, terrores, esfuerzos, derrotas, soterrada fe y persistencias de las y los protagonistas de esta obra. La profunda empatía de la autora es de por sí un motivo de esperanza. Es esta empatía la música subyacente que se expresa en compromiso. Permite percibir horizontes más allá del estupor que produce la terrible realidad radiografiada.

La investigadora observa, sondea, explora, constela variables para lograr, más que un cuadro fidedigno de la violencia en las escuelas, una ventana por la que podemos mirar la sociedad dominicana e, incluso, avistar muchos signos de esta época tan fascinante como confusa, que nos ha tocado. De alguna manera, entraña un adentramiento en nosotros mismos, porque la educación de las jóvenes generaciones es responsabilidad de las generaciones adultas. Y, de verdad, cuando nos detenemos en el estado de la educación y todo lo que envuelve a parte significativa de nuestra juventud es imposible no experimentar una emoción de honda perplejidad, acaso de extravío.

La violencia es sistémica. Nadie sale ileso de la violencia escolar, nos prueba la autora. “Prevenir y erradicar una problemática tan compleja como la violencia escolar requiere de una mirada y un abordaje intersectorial e integral”, afirma convencida. No es posible hacer la vista gorda a los problemas planteados aquí porque ella nos habrá persuadido de la proporción y las funestas consecuencias de los mismos.

La deshumanización de estudiantes y docentes es uno de los más alarmantes procesos resaltados en el libro. Nos conmina a reflexionar sobre sus implicaciones. Lo que se observan son caminos que embrutecen en lugar de cultivar e inspirar lo mejor de las personas. La maldad como diversión o como desquite es germen de sadismo. La desconexión emocional es preludio de crueldad. Se cruzan límites peligrosos para la siquis. La violencia sexual como diversión revela actividad en un sustrato oscuro de nuestra cultura.

La violencia en la infancia, la ejercida por adultos que representan autoridad (madre, padre, maestras, maestros) es la que marca de modo más profundo y doloroso a las personas. Eso lo pude comprobar decenas de veces en diversos puntos del país durante unos veinte años. 

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Camino corto y camino largo

En el caso que nos ocupa, el camino corto enmascara un intenso deseo de aplacar. De someter. De meter en cintura. Encarna la continuidad del adultocentrismo, el autoritarismo, el sexismo, el racismo, la simplificación con visos de estupidez, la excesiva severidad que apabulla y solo consigue ampliar las grietas entre adultos y jóvenes, así como fomentar la hipocresía. Es como decir, motivado por los terribles defectos de nuestra democracia, hace falta una dictadura. El camino corto puede conducir a una escalada de problemas, al desastre. Proliferan el odio y, aún más, la “banalidad del mal”.

Berenice Pacheco-Salazar bosqueja el proceso o camino largo, sinuoso, con zonas escarpadas, repleto de desafíos y acertijos. De incertidumbre incluso. Quienes lo recorran se sentirán por momentos desbordados por las circunstancias. Se sentirán frustrados por momentos. Pero el recorrido les hará mejores personas pues es ese un sendero de humanización, de lazos afectivos, de participación, de empatía, de investigación. Y, aunque, a ratos tengan más preguntas que respuestas, irán notando frutos, con sabores, aromas, texturas. Frutos reales. 

Las conclusiones y recomendaciones de Berenice Pacheco-Salazar están provistas de valor y certeza. “Solo desde lo vivencial, el y la docente podrán empezar a reconectarse con sus propias heridas, reconocerse como parte del círculo perpetuador de la violencia y establecer ruptura con su reproducción. En ello, las estrategias artísticas se constituyen en aliadas clave para el desarrollo socioemocional que permitirá que las y los docentes puedan hacer frente a la violencia sin utilizar mecanismos de control y sanción y sean, además, referentes de nuevas formas de relacionarse desde su propio accionar cotidiano”, apunta en una de ellas.

Me inducen a recordar que “educar es enseñar a leer”, como dijo de manera persistente Camila Henríquez Ureña. A recordar lo que expresara Ray Bradbury: “No hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe…”. Lo que se invierte en libros, en bibliotecas públicas, se ahorrará en futuras cárceles. Y esto me impulsa a lanzar preguntas muy simples, que alguien estimará impertinentes: ¿Qué lugar ocupan las bibliotecas públicas y escolares en las prioridades del Estado? ¿Qué se entiende por biblioteca? ¿Libros, cualesquiera, almacenados? ¿Qué ha pasado con el programa de escuelas libres del Ministerio de Cultura? ¿A dónde fue a parar, sin que mediara evaluación alguna, el programa de bibliobuses? ¿Cómo se puede desligar la educación en el barrio de la educación en la escuela? ¿Qué podemos esperar cuando una escuela deviene una especie de prisión espiritual y emocional para estudiantes y docentes? ¿No son prisiones muchas escuelas?

Imaginemos el miedo. La angustia. La perturbación. Miedo a que te apuñalen por la espalda al salir de clase, a que te violen o manoseen camino a la escuela, a que te pinchen, te claven de abofeteen, de lancen objetos, a que un varón te tranque en el baño, a que suban fotos o informaciones vergonzosas sobre ti a las redes sociales, a que el padrastro abuse de ti, etc.

En distintos países se han documentado medidas y programas desarrollados en el ámbito educativo que desincentivan, desarman de algún modo, los comportamientos violentos. Entre otros, meditación, autoconocimiento, rutinas de silencio, música, pintura, clubes de lectura, talleres de literatura, teatro. Se ha comprobado que influyen de modo positivo en la escuela e incluso en la familia y el vecindario.

Creo que la función principal del Ministerio de Cultura, o una de las principales para no exagerar, es crear y alimentar cientos de espacios artísticos, literarios y de música en los que se desplieguen la creatividad y los talentos de la población más joven. Bibliotecas públicas, escuelas de música, de pintura, de canto, talleres literarios, talleres de teatro deberían existir en todos los barrios y en cada municipio. Pero las entidades que lamentablemente sí abundan son las bancas de apuestas, los ruidosos colmadones, los puntos de droga… (Nunca he entendido que los ministerios de Educación y de Cultura tengan que firmar un acuerdo, ya sabemos el destino de tales acuerdos, para trabajar juntos pues se sobreentiende que deben converger en más de un campo).

A través de ESTAR, SER Y CONVIVIR EN LA ESCUELA hemos percibido el asombro y el dolor de la autora, pero, algo llega más lejos en ella: la empatía. Y junto a la empatía, y por la empatía, la esperanza de alas vigorosas, la inderrotable.  “Hay que buscar en el corazón” (Saint-Exupéry), cita Berenice. No es una cita casual de El principito, como no lo son las otras que encabezan cada uno de los capítulos, ha sido escogida para ofrecer un hilo alterno de lectura, cuya clave es precisamente: “Hay que buscar en el corazón”. Hostos acude a confirmarlo: “El corazón se educa por el corazón, por la reflexión, por el ejemplo, por la noción de verdad que da la ciencia, por la noción de lo bello que da el arte, por la noción de virtud que da el conocimiento de lo justo”.

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Ángela Hernández Núñez es escritora, cuentista, novelista y ensayista, Premio Nacional de Literatura 2016. Además es ingeniera química.