Minerva del Risco llegó a la literatura dominicana de manera sorpresiva y sorprendente. Desde sus primeros libros, Virutas de miel y El envés de mil voces, poemarios publicados en 2017 y 2018, supimos que estábamos frente a una voz de características particulares, tan propias que se mantendrían en el traslado de la autora a otro género literario: la narración, en el libro titulado Te llamé tantas veces (2021).  

     La reconstrucción de la realidad desde la memoria y la subjetividad marca la relación entre los libros de poesía y cuentos de Minerva del Risco. Acontecimientos, circunstancias biográficas, ambientes y personajes son recuperados y narrados desde una perspectiva íntima que impregna de emociones y sentimientos el universo textual. Como en los románticos, coaligación del yo con la realidad exterior de la que nacen imágenes, metáforas, símiles y otros procedimientos poéticos que encontramos, destellantes, en la prosa narrativa. Noches que lloran, estrellas que sueñan o saltan, olores malhumorados.

   Por ejemplo, en “Sorteo” leemos:

No importa si te llamas cascabel y yo sigilo; no importa si la oscuridad de la noche se escurre por debajo de la puerta y estrellas saltarinas irrumpen en mi cama.

   En “Culí”, uno de los textos más poéticos del libro, en el que encontramos la nostalgia de la infancia, motivo tanto en la poesía como en los cuentos de Minerva: 

      todos huían de las ruinas de un pueblo donde ya no zarpaban barcos ni se sentía aquella brisa del mar que unos años atrás inundaba la ciudad con su olor a azufre malhumorado, y que encandilaba los sentidos.

    En otro texto y otro tono, acaso más expresionista pero igualmente descriptivo, “Las luces de una ciudad atormentada”, hay una ciudad plagada de tristeza, una enferma tan insomne como los pájaros que vuelan en las noches mientras se oyen sus cantos pesarosos. Y una imagen descriptiva, contundente en la comparación del aislamiento a causa de la COVID: Se ha paralizado la humanidad de la misma manera en que se paralizan algunos músculos del cuerpo durante el sueño, para evitar lesiones. Todo está detenido mientras el aire se limpia, el suelo se aclara y el agua se descontamina.

Así, entre imágenes, descripciones vividas, reflexiones y evocaciones líricas, como en un susurro o confesión las narradoras o narradora de estos cuentos comparten recuerdos de la infancia, ese mundo del cual pueden decir, como Borges: que “Todo paraíso es paraíso perdido”: la casa familiar que tenía un pasillo extenso y ancho, como generalmente son los pasillos de los niños, los familiares recuperados en el recuerdo: la madre en la cocina, los primos, entre ellos la misteriosa Rochy; los abuelos:  Miguel, el de la habitación prohibida; Culí, el mayor de los tíos que dice se quedó en la tierra, con la calma que los dioses siempre le han otorgado: “Soy la espadilla y soy la caña—dice—, el timón que resguarda los recuerdos, remo que franquea la nostalgia”. También están la abuela y la bisabuela, “La turca”, la tía Mechi, los trabajadores domésticos, entre ellos Ercilia, la negrita de ojos grandes y redondos que nació en el batey, que se pasaba las noches contando las estrellas y se tiraba junto a la niña para contemplar los amigos mudos que ella creaba con sus dedos frente a la luz, a quien la narradora “llamó tantas veces”, y que acaso se fue con las estrellas en busca de respuestas.

   Los personajes de estos relatos son muchos y diversos.  Con la fuerza que les da la vida.  Las narradoras, como sugerí antes, podrían ser una sola porque en este libro el yo textual incita a que la identifiquemos con quien produce el mensaje. En este sentido, no son uno ni dos los textos fácilmente relacionables con la biografía de la autora, identificación que aumenta en los que refieren a la infancia. El más evidente: el confesionalmente lacerante, titulado “A la cieguita”, es la rememoración en primera persona de un encuentro con el padre en su nueva oficina, donde la niña ve el carro nuevo estacionado en la marquesina, y al que un joven le limpiaba con insistencia los cristales “para que estuvieran tan transparentes y brillantes que pudieras ver el mar sin problemas. Ese mismo mar que fue testigo de tu muerte”.  Y para que no queden dudas, la confesión catártica compartida con el lector que se hace cómplice y testigo: “Ese 20 de diciembre cambió tu historia, y cambió mi vida”.     

     ¿O será, quizás, que la autora quiere problematizarnos, no solo haciéndonos partícipes del dolor, sino también cuestionando los límites entre la verdad y la ficción, llevándonos a la pregunta inevitable de cuál entre todas las narradoras es real, cuál es ficticia?

     ¿Y por qué esa estrategia? ¿Será que esa niña que ha perdido al padre, esa voz que llama al otro tantas veces, esa voz que siente, esa niña que se asombra… acaso es ella sola o acaso somos todas en el dolor de la pérdida, en el descubrimiento del miedo, de los infinitos meandros y descubrimientos que es la vida y que nos igualan e identifican?  

     Ciertamente, hay en estos relatos una recuperación del pasado, que es también recuperación romántica de la subjetividad que se realiza a través de la conciencia evocadora, centrada en un yo que se afana en la comprensión y en la pulsión sensible frente al mundo. Y me parece que esta es la mejor baza del libro: la reafirmación de la sensibilidad en un mundo que ha optado por la insensibilidad, reafirmación de la facultad que tenemos los seres humanos de conmovernos frente al otro y en la que, nunca como ahora está nuestra salvación como humanidad. Estamos solos, la niña protagonista de estas narraciones está sola, pero no aislada, no centrada en sí misma porque está siempre ese otro a quien buscar, a quien recordar, a quien llamar, a quien amar por encima del tiempo. Ese otro que nos constituye.  

   El yo de este libro, la mayoría de las veces nostálgico, no logra desplazar a la observadora curiosa que como esponja quiere saber y llegar al fondo de las cosas en busca de las causas y de la esencia. Una observadora que, en un mundo regido por las apariencias, como Alejandra Pizarnik.  “solo quiere llegar al fondo” y que, comprometida con el mundo, es capaz de sentir miedo, compasión, terror cuando apuñalan a la vecina: “Ese terror que me hace recordar que no todo es mi recuerdo, sino el de los demás”, que se duele y también se indigna ante la violencia contra las mujeres: Ana, margarita, Vianca, Kirsis, Santa, Génesis, Francisca o las miles de mujeres que han sido maltratadas este año dice en “Es Manhattan y es invierno”; la que aprieta los dientes al escuchar alaridos de dolor y ver el cuerpo del hombre que mataron por celos o por envidia, para robarle o por venganza, porque vivía demasiado bien o porque era poeta, o zurdo, o porque era hombre, o no lo era.  Un cuerpo que se “estremece como el plumaje salvaje de las aves que escapan de un corral o como la tierra profunda cuando las raíces ancladas en el suelo van en busca de la vida”.

      La narradora, observadora sensible y compasiva de Te llamé tantas veces no solo evoca el pasado, sino que “recupera el dolor de lo cotidiano, de lo habitual, el de las torturas que vemos cada día cuando caminamos calle arriba y calle abajo”. 

     Este compartir la humanidad, este sensibilizarnos ante el otro a través de la propia sensibilidad es lo que de alguna manera nos prepara para el duro vuelco estremecedor que son los textos que relatan la experiencia newyorkina de la enfermedad dentro de la enfermedad de la COVID. Textos de una gran fuerza, entre la crónica y el testimonio, que a mí particularmente me hubiera gustado continuaran ahondando en su reflexión sobre la experiencia límite de la vida y la muerte.  Experiencias que le hacen decir a la autora sobre Nueva York: “Esta y todas las ciudades están llenas de historias, de relatos que podrían ser simulados, disfrazados, fingidos o incluso imaginados. Son como carruseles repletos de fantasmas desde donde se observan fragmentos de la vida, unos fosforescentes, otros son tan grises como el color que le dejan al día las tormentas.”  

    De esas tormentas y de esos fragmentos de vida y de recuerdos es que nos habla, y logra conmovernos, Minerva del Risco en Te llamé tantas veces. 

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Soledad Álvarez (1950), poeta y ensayista dominicana, Premio Nacional de Literatura 2022. Autora, entre otros, de Autobiografía en el agua (2015) y Después de tanto arder (XXII Premio Casa de América de poesía americana).