Había acudido a la biblioteca siguiendo su costumbre ritual, un día sí, otro no, dos seguidos, cuatro visitas en una semana, al mes sumaba y perdía la cuenta de enero, de octubre, el año se complicaba, fuera el pasado o el anterior, lo mismo daba, el tiempo no importaba, su estudio sobre el filólogo célebre avanzaba y retrocedía.
La presencia del profesor de literatura jubilado, Etelvino Escriba de la Fuente, formaba parte del inventario, laberinto de libreros, muros de papel, hileras de mesas con asistentes anónimos, alineados en el silencioso santuario de letras. Nadie notaba cuando se deslizaba por pasillos, subía escaleras, las sombras de sus pasos perseguían en estanterías alguna obra escondidiza. Pasaba invisible, luido por décadas de magisterio intenso, irreverente, ingrato, tenaz por glorificar cada palabra, encender en alumnos la llamarada del poema, el asombro del relato, la aventura de la novela. Finalmente, dedicaba sus improbables años de vida a enaltercer el legado de su héroe literario, Pedro Henríquez Ureña.
El escritor, filósofo y pensador dominicano fue al exilio por voluntad libertaria, errante en naciones donde despreciaron su obra monumental, una España egoísta, Argentina indiferente, Estados Unidos ajeno, únicamente México comprendió al humanista y aplicó sus ideas modernas en la educación laica. La tarea del profesor Etelvino no tenía principio ni fin en un universo literario complejo, elogiado por José Vasconcelos, Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges. Humildemente pretendía escribir una síntesis comprensible y motivar interés en alumnos adolescentes. Conforme releía y penetraba en la obra del educador se reconocía perdido, incapaz de estructurar sus propias anotaciones. Día tras día amontonaba apuntes en cuadernos, libretas, hojas, servilletas, en el apretado espacio de su apartamento, cocina incluida.
Esa tarde había repasado páginas de la Antología de la versificación rítmica que culminaba estudios sobre la métrica en la poesía castellana, obra erudita del crítico dominicano. Cuando quiso retirarse del recinto lo retuvo un murmullo cercano. En la sala de actos presentaban un libro, escuchó elogios por episodios familiares y sociales en un Santo Domingo imposible de olvidar. Se describían instantes cuando la alegría se vestía de juventud y el amor era fresco e ingenuo. Esa felicidad solía ser perturbada por la dictadura siniestra de Trujillo. En otras páginas, sin titubeos por abrir cicatrices, se revelaban situaciones personales dolorosas.
El profesor esperó curioso el término de la ceremonia, siguieron aplausos, la tertulia obligada, brindis con vino, despedidas y silencio. Al salir, casualmente se asomó al salón vacío y descubrió en el podio un libro olvidado. Cauteloso lo tomó, en la portada mostraba gusto artístico, trabajo de pintora, sugestivo, abstracto en su paleta de grises, el título impreso en mayúsculas color rojo coral, EL HOY DE MI AYER. Identificó en el ámbito literario a la autora, Lisette Vega de Purcell.
En las primeras páginas la escritora se describía con simplicidad, alguien “diminuto y anodino en este gigantesco pedazo de estrella ubicado en una de las galaxias del firmamento infinito, con el deseo ardiente de escribir’’.
Las líneas excitaron latidos. “Todo esto me lo regala el milagro de libertad pura, desenfadada, respetuosa, voluptuosa, bella, con destellos de monstruosidad deformadora, lírica, bucólica, antigua o hipermoderna, realmágica o real maravillosa, para escoger cualquier acontecimiento o escenario, por descabellado que pueda parecer. En el ancho y ajeno mundo de la literatura todo es posible.”
El profesor Etelvino se dirigió a la recepción de la biblioteca para devolver el libro, dudó medio segundo y lo eludió; saltó hacia una aventura inesperada, su libertad. En los siguientes días se deslizó en el cromatismo, textura y vigor de las palabras de Lisette.
Sus evocaciones penetraban en raíces familiares, los abuelos puertorriqueños migraron a un San Pedro de Macorís generador de millonarios; durante años de trabajo arduo se hicieron hacendados y pioneros en destilar ron.
Su escritura retrataba escenarios donde la inocencia era una juguetería de ilusiones, realidad rosa en días infantiles efímeros. La geografía sentimental dominicana había sido lastimada, su capital humillada con el nombre postizo Ciudad Trujillo, incluidos terrores y crueldades.
El padre de Lisette quiso dar a su familia un ambiente de libertad y logró ser nombrado cónsul en Florida. Se hizo mudanza y residencia en Miami. La niña y su hermano se adaptarían a un vecindario con lengua y costumbres diferentes. Una maestra cubana daba lecciones de inglés y rápidamente lo asimilaban. Su primer día colegial había empezado al abordar un autobús. Sonrientes, peinados con primor, sus uniformes y zapatos nuevos, atrajeron miradas y enseguida asombro; se acomodaban en asientos traseros sin leer en un letrero Solo para negros y perros.
Les ordenaron agruparse con niños blancos; Lisette grabó un sentimiento de rechazo a desigualdades, permanente y manifiesto en su literatura.
Para ella su padre era un tesoro, torrente de amor, alegría de vivir, viajar, disfrutar refinamientos gastronómicos. La adolescente cumplía trece años de edad cuando aquel joven fuerte, con energía desbordante, fue hospitalizado en estado de coma. Su fallecimiento provocó sentimientos desconocidos, dolor, ausencia, confusión. Se recibieron expresiones de agradecimiento por su amistad y bondad filantrópica. En la capilla del cementerio Nacional Máximo Gómez se escuchó el estruendo de tambores, pitos y flautas. De San Pedro de Macorís llegaron cocolos con atuendos coloridos a tributar su danza guloya.
Lisette quedó más cerca de su madre, mujer hasta entonces atrapada en la mansedumbre femenina, impuesta durante siglos por costumbres petrificadas, obediencia patriarcal, religiones invasivas; se idealizaban modelos de esposa perfecta, impecable, abnegada en atareos domésticos, maternales y maritales. Había consentido la infancia de su hija, daba un baño de rosas frescas, y otra realidad se presentaba. De mano materna firme Lisette vivió nuevos aconteceres que reemplazaban los pasados y transformaban ideas. Ella dio a su hija educación liberal basada en confianza, la fe no se forzaba y la cultura era primordial. Muy joven había viajado por Europa y Estados Unidos, experiencias poco comunes en los años treinta. Lectora de libros, sus cartas a familiares y amistades revelaban gusto y talento narrativo.
Lisette, además de hija, fue amiga y compañera inseparable. Su mamá adoraba el viejo Santo Domingo y sufría al ver su deterioro y abandono. La Ciudad Trujillo no apreciaba su riqueza arquitectónica, el Alcázar de Colón, palacio de virreyes, era montón de escombros; la Fortaleza Ozama, defensora contra piratas, un cuartel militar; la muralla se demolía, casonas palaciegas mostraban puertas y ventanas tapiadas. La niña y adolescente compartió admiración y amor por vestigios de esplendores idos, testigos de romances secretos e intrigas.
Paseaban por calles y callejones adoquinados, una misma cuadra permitía visitar tres iglesias. El Conde atraía a un recorrido espectacular de aparadores en tiendas de moda, aceras repletas de peatones, hileras de autos y algunos carromatos con caballo.
El Malecón era frecuentado en el Buick negro de la abuela. El chofer en ocasiones seguía la estrecha carretera hacia el caserío pesquero de Haina. Los recibía la algarabía de niños y adultos. Un auto era sorpresivo en su selva caribeña colmada de buganvilias.
Lisette presenció en su adolescencia cambios inesperados, James Dean se convertía en una causa con la película Rebelde sin causa; Elvis Presley aceleraba el ritmo juvenil, los beatniks desafiaban entramados religiosos, sociales, políticos, militares y literarios. Estallaron años sesenta con entropía de provocar caos e inventar la nueva sociedad. Bob Dylan cantaba los tiempos están cambiando, Joan Baez y Beatles agitaban multitudes. El rock explotó un arsenal de paz, hippies de cabello largo disparaban flores a policías y militares. Paz, amor, sexo, libertad, proclamaba la juventud en pancartas y grafitis.
El verano de1963, en fiesta juvenil, entre baile y miradas furtivas, Lisette conoció al hombre de su vida. El amor, según Frank Sinatra esa cosa esplendorosa, se hizo noviazgo largo e itinerante. Sin descuidar estudios universitarios tuvieron encuentros románticos en París, Venecia, el idilio subió de intensidad en Capri y vino promesa de boda en Madrid.
Santo Domingo los despertó al realismo brutal del abril de 1965, con bombardeos a una revolución democrática mutilada por el poderío militar norteamericano. Al final de la contienda se hizo el matrimonio religioso y siguieron años de felicidad alegre, placentera y sin perturbaciones. Amaban las playas solitarias, eros provocaba incitaciones mezcladas en arena y oleajes. Nacieron dos hijos, su candor e inocencia los colmaba de amor natural en estado puro y transparente. Fueron años de armonía, risas, sorpresas, viajes, en tanto, una borrasca amenazaba cruelmente. El joven y recio esposo Julio presentó síntomas de leucemia, su desarrollo fue agresivo, con constantes internaciones en hospitales locales y norteamericanos.
Lisette tuvo meses de agobiantes cuidados y desvelos, el fallecimiento de Julio fue inevitable. En la soledad de alcoba ella recordaba momentos felices, imágenes del cine Olympia, la película Un hombre y una mujer, su música envolvente, las manos unidas. Fueron años grises con enfermedades y carencias; temía hundirse anestesiada en un alcoholismo corrosivo. Perseverancia y fortaleza de espíritu recobraron su ruta existencial. Su prima Chichi definió a la mujer que se encontró con su propio ser, vivaz, feliz, reflexiva, para trazar metas certeras. Se consagró al estudio y docencia en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, convertida en profesora de fonética francesa y materias humanistas, además de presenciar alborotos y tiroteos en el campus.
También practicaba apasionadamente la doma clásica de caballos, incluso solía cabalgar de noche. Porte y cadencia superaron diferentes fases de ejercicios y desafíos, hasta recibir el título de jueza internacional.
Temprano, Lisette desplegó alas en cielos de poesía; sintió el impulso de escribir relatos, ensayos, libros. Demostró destreza, amor encendido a sus palabras,“las oigo, las veo, las dibujo, las manoseo, las vivo, las recreo y las disfruto apasionadamente”. Después, “en la pesada máquina Underwood, herencia de mi padre”siguió el dominio del signo lingüístico, creativamente lo engarzaba a sentimientos, ideas, locuras; su teclear literario se hizo permanente.
El profesor Etelvino Escriba de la Fuente se hizo vehemente admirador de Lisette. Su lectura cautivaba, fascinaba y lo destrozaba con una introspección ineludible. Él mismo aceptaba su momento existencial, la inevitable incertidumbre de su tiempo vital.
¿Qué soy en verdad? No debo engañarme a mí mismo. Soy docente jubilado con insignificantes glorias, se halagó mi supuesta elocuencia, enjundia, profesor de profesores, recuerdos borrados en la pizarra del ayer, enseñanzas perdidas por falta de comprensión de un alumnado lerdo y distraído.
Abría la ventana de un salón de clases imaginario. Sentía orgullo en verse impartiendo enseñanzas; después, en su soledad se revolvía la frustración de ser escritor. Algo paralizaba, inmovilizaba. Dolorosamente reconocía su impotencia literaria.
Lo dijo Julio Cortázar, “las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma”.
Las páginas de la escritora fluían libres, abrían fisuras conscientes e inconscientes. Descubría que las propias adolecían de pasión, soltura, ardor que llana y simplemente encendían emociones con Lisette.
Ella describía su propia estancia prenatal, el vientre materno donde se desarrollaba un cerebro dispuesto a existir en un mundo lleno de alfileres. Era, asimismo, una humana más en el amanecer de un mundo de ilusiones.
Una impetuosa urgencia magnetizó al anciano maestro, escribir, escribir sin descanso, sin dormir, sin comer, escribir con lápices de madera, despuntarlos, revivir la vieja pluma fuente escolar, crayolas.
Agotaba libretas, cuadernos de rayas o cuadriculados, tecleaba su Olivetti coja, descubría y se doblegaba a la libre esclavitud de las palabras, apetito por devorarlas, hartarse de su placer angustioso, creer sus mentiras, desconfiar verdades. Se sumergía en una delirante hipergrafía extrema.
Las lluvias primaverales de Santo Domingo atraen a curiosos insectos en vuelos circulares en bombillos y flamas de velas. Giran hasta quemarse o perder alas y arrastrarse en los pisos; enigmáticos ritos de la naturaleza.
Una nube de palomillas invadió el apartamento del profesor. Muchas se plegaban en sus manos y brazos, semejantes a pecas y manchas epidérmicas, tatuaban diminutas caligrafías transparentes.
Etelvino Escriba de la Fuente gozoso miró en su piel versales, versalitas, vocales, consonantes, puntos, comas, admiraciones, era un abecedario, hombre de letras.
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Alfonso Perabeles Morel ha sido corresponsal de prensa en Europa, subdirector de la revista Diseño, jefe de redacciónde Fotoguía, articulista de La Capital, primer editor de Piedra Rodante, versión en español deRolling Stone; director creativo de agencias publicitarias en la Ciudad de México, Bogotá y Santo Domingo. Autor del libro de relatos Reflejos en el racimo de uvas.