de Gustavo Rodríguez y la última narrativa peruana

Leer Cien Cuyes ha sido toda una “experiencia”.  Las formas empleadas, el lenguaje que engloba todo el discurso, las anécdotas de los personajes y sus propios caracteres psicológicos han constituido una dificultad ineludible para la lectura, pero no por sus méritos o complejidades sino por la simpleza de la propuesta que desaprovecha un problema de absoluta seriedad filosófica, como es el derecho a morir ante la autoextinción que implica el desgaste y la debacle del propio cuerpo debido a la vejez y a la enfermedad y prefiere, en cambio, apostar por unas caricaturas de seres humanos incapaces de enfrentar la realidad con lucidez y crudeza. Además, sus deficiencias amparadas en pretensiones que en ningún momento fructificaron (como un cierto tono pseudopoético que abordaremos más adelante) hicieron que el libro fuera dejado varias veces de lado, pues era increíble que haya gente capaz de publicar un volumen semejante; y ni se diga de la opacidad y mediocridad de sus personajes que niegan, en todo momento, que el ser humano, aun en sus extremos menos soberbios, sea capaz de uno que otro acto de grandeza, que es lo único que justifica la vida. En suma, esta experiencia ha sido tan absolutamente negativa que ha alcanzado a rozar la superficie misma del desastre en cada capítulo y en cada página y casi en cada párrafo y en cada renglón. 

En todo caso, esta novela bien puede ser aniquilada en un solo párrafo, pero eso no es lo más importante ni lo más digno de una reflexión en torno a ella  sino el hecho de que en el medio “literario” nacional se haya evitado exponer las miserias del texto en cuestión en el curso de los meses transcurridos desde su puesta en venta (apenas un par de tibias reseñas han indicado un par de falencias, pero muy a la ligera), así como el ensalzamiento falaz que le han brindado no pocos autores nacionales (de un corte inmensamente menor, aunque más o menos mediático, casos en los que quizás la amistad haya superado al rigor aprehensivo o en los que el arribismo en boga ha supuesto que pasar la franela rebotará en el propio beneficio del abyecto). 

A todo ello se añade la nulidad de cuestionamientos en torno al Premio Alfaguara y al estado situacional de la narrativa que se presenta a este y a otros concursos puesto que, o el resto de obras en disputa ha sido aún más deplorable, o –y aquí, hemos de citar al siempre infalible Perogrullo– toda la tira de certámenes literarios del planeta son un acomodo bárbaro entre los vacuos contactos de los autores y nada más, porque ni siquiera se puede admitir la acreditación adquisitiva de libros en un mercado como el Perú, es decir que si los otorgantes del premio hubieran calibrado darle el trofeo al autor de un país donde se va a asegurar una venta importante, nuestro país habría resultado el menos adecuado para tales fines.  

Desde luego, los narradores peruanos contemporáneos (serios) ni siquiera pueden capitalizar el impacto del premio internacional que se ha dado de alguna forma al Perú en la persona de Gustavo Rodríguez pues quedarían en ridículo, habida cuenta de toda la falsedad implícita en cualquier forma de elogio que pudieran ofrecer, y eso es una circunstancia que afecta a todo el país en torno a la mínima identidad nacional que compartimos todos los peruanos, en este momento, y afecta, también, como solo puede hacerlo otra oportunidad perdida para celebrar, puesto que si la novela fuese tan siquiera pasable, todo el Perú debería haber celebrado el premio, pero una vez vista la calidad de Cien Cuyes, es decir, la ausencia de todo mérito, se puede decir que enhorabuena no tenemos ninguna identidad bien conformada, pues eso nos evita tener que fingir y alcahuetear el pseudoéxito literario de hace unos meses. 

Siendo que en mi anterior crítica abordé la última novela de Bayly, me sirve ese recuerdo para oponer una expresión muy personal ya que dicho autor, conforme a lo que expuse en aquel documento, escribe novelas ligeras y superfluas, pero es un escritor, por donde se le mire. De hecho, se intuye en él al artista, al individuo que ama a la literatura, y en el curso de sus libros se ve a un hombre al que hacer literatura se le da de modo casi natural. 

Rodríguez, en cambio, en ningún momento, da la impresión de tener ninguna cercanía con la literatura, ni exuda ningún tipo de pasión (ni siquiera una pasión fría –que es algo paradójico, pero posible). De hecho, está tan lejos de la literatura que no puede provocar ninguna emoción y, peor aún, ni siquiera puede ofrecer una idea, como cientos de otros autores a los que se les debería efectuar una terapia de choque idéntica a esta, pues ya es demasiado canalla para la escena literaria y el incipiente mercado lector que se publiquen tantos libros sin que sean atendidos por una crítica fundamentada que apueste realmente por unos valores y formas que cada crítico deberá sostener y defender cuando corresponda, sobre todo cuando se tiene que preservar la dignidad y el criterio incipiente de lectores potenciales que, ante la vista de las apariencias y el silenciamiento de los defectos, puedan verse orientados a comprar volúmenes que a la hora de la hora no les van a servir ni para envolver sus desperdicios.

A partir de aquí solo ofreceré una dispersión de ideas sobre distintos momentos de la novela y acerca de la novela en cuestión de modo general más unos apuntes hechos al margen porque, en todo caso, el volumen que analizamos ha producido por oposición no pocas reflexiones sobre la literatura o lo que esta debe ser, pese a que muy pocos ofrecen lo que corresponde a una disciplina tan maravillosa. 

1. La literatura es arte y como tal es creación aún desde la mera lectura. Si un texto no te provoca eso está perdido. 

2. Si la literatura no genera creatividad, genera cretinismo.

3. Hacer literatura en estos tiempos acarrea dos desgracias y hasta tres: Producir una obra importante y trascendente para la que no hay mercado. Producir una obra de medio pelo para la que si hay mercado y que te premien por ello. Y, ya sea que estemos frente a una obra espectacular o una mediocridad plena, el silencio de adueñará del panorama excepto por los pocos amigos que, en cada caso, escriben sobre cada una de las obras en cuestión.

4. El problema de los premios, en general, es que son similares al Salón de la Fama del Rock and Roll que, pese a haber sido fundado en 1983 por Ahmet Ertegun, en los últimos años no solo galardona a gente que no tiene nada que ver, sino que, además, excluye a verdaderas leyendas basadas en cualquier capricho o intención comercial que no encuentra fundamentos en ninguna parte). Tan radical es esta arbitrariedad, que Iron Maiden, por ejemplo, no es parte de dicho Salón y sí lo integran, en cambio, Michael Jackson o incluso su hermana Janet (un extremo absurdo de lo que implica el Salón en sí en la actualidad y cualquier tipo de premio). En este orden de cosas, entre los organizadores de los certámenes y los jurados, lo único que existe es una banda de tipos que no tienen ninguna idea y, sin embargo, evalúan a autores y creadores a los que no entienden y así, casi siempre se galardona a puro mediocre. 

5. En el principio de la literatura, estuvo la verdad. Luego, la grandilocuencia y la persecución de la gloria. Ahora, salvo excepciones doradas, la subnormalidad y la aquiescencia con las exigencias bajísimas de lectores de rango paupérrimo, la plena complacencia con el mercado.

6. Es una perversidad ofrecer a los lectores rumas [montones] de libros en los que aquellos pueden regodearse en sus propias limitaciones en lugar de proponerles una experiencia que los haga ser más de lo que son siquiera por el rato que les lleve la lectura.

7. La falta de ambición ha sido siempre el gran problema de la literatura peruana. (La falta de ambición ha sido siempre el problema del país entero, totalmente exento de una plataforma nacional sólida y un contundente proyecto de hegemonía, pero ese es otro tema, aunque, quizás, sea el origen de todos los males del presente, etc.). En todo caso, me he referido a la ambición literaria (no a la económica ni a la política) y expuse que ha sido el mayor de los problemas de toda la vida, pero se ha agravado tanto en las últimas décadas que sorprende negativamente la proliferación exagerada de “escritores” que no tienen ninguna pretensión mayor que ser a lo sumo el próximo best seller (ya ni siquiera intentan ser los nuevos Vargas Llosa y ni eso) o que solo alcanzan a “expresarse”, como si esa expresión pudiera importar a alguien más que a ellos mismos. En este sentido, es crucial que un artista de la palabra tenga en cuenta a la historia de la literatura (dado que muy poco de nuevo se inventa en estos días sin que tenga un asidero anterior) y a la tradición en la que se inserta su propuesta (lo quiera o no). Incluso es positivo que tenga ganas de competir y que intente ser superior a sus maestros o, por lo menos, un par de aquellos. Así, es fama que García Márquez siempre quiso escribir algo del nivel de Las mil y una noches y en ese camino y en esa disposición espiritual nació Cien años de soledad (sumado, desde luego, al concierto de toda la sabiduría formal y existencial que pudo compilar en el curso de su vida hasta el instante mismo en que se instaló en La Cueva De La Mafia). También, Faulkner expuso el deseo de que sus textos dejaran en el lector el estremecimiento que él sentía al leer el Antiguo Testamento, y vaya si lo consiguió. Hasta el mejor Vargas Llosa intentó ser Flaubert o Faulkner (sobre todo en La casa verde) y, de hecho, lo logró en algunos fragmentos. Lamentablemente, luego se imitó a sí mismo y ya sabemos los deplorables resultados. En poesía, ni hablar. La gente se conforma con solo ser estilista, en el mejor de los casos, pero obvia que el arte, también, debe ser estremecedor o extático. 

8. Ulises (“Hay que acercarse al Ulises como el predicador bautista iletrado se acerca al Antiguo Testamento: con fe”. W.F) no fue el surgimiento de una nueva era sino el fin (provisional) de la literatura, porque es imposible llevar la literatura más allá salvo que aparezca un genio loco y lúcido que combine la destreza formal y lingüística de Joyce con la pasión visionaria y terrible de Dostoievski (dicho sea esto tan solo para dar una idea acerca de la gravedad de nuestra era y del estado situacional de la literatura y de la humanidad).

9. Anotar en la puerta de la sala de escritura de todos los escritores del mundo como meta absoluta de dominio formal y experiencia vital y como advertencia de que si no van a jugarse el todo por el todo mejor no lo intenten: “la destreza formal y lingüística de Joyce + la pasión visionaria y terrible de Dostoievski”. 

10. En promedio, el peruano lee un libro al año (véase la Encuesta Nacional de Lectura de 2022). Siendo que este es un índice realmente bajísimo, debería tratar de, por lo menos, no leer basura ni de dar cabida a cualquier cosa. Entonces, la función de la crítica sería, en primer término, orientar a la gente para su mayor bienestar y provecho, y, luego, no dejar que los lectores sean víctimas de estafas mediáticas, ya sea que estas sean promovidas por editoriales transnacionales o por oscuras “imprentas” de provincia. 

11. En el Perú no existe la crítica literaria sino una entronización absoluta de la alcahuetería más bárbara y la cobardía más tremenda. Ver, en este sentido, que hay gente presuntamente “entendida” que halaga un mamotreto como Cien Cuyes es ver el rostro mismo de la decrepitud, la faz más rotunda de la ineptitud estética e, incluso, una forma de corrupción absurda que ni siquiera enriquece a esta turba de repentinos corruptos involuntarios, decididamente, una tira de lambiscones sin sesos.

12. Ahora parece que todo es literatura. Pero, es sencillo y necesario precisar que la diferencia entre un texto literario y otro meramente informativo es el espíritu que lo colma, el dominio de las formas y la intención poética del lenguaje que no es la misma con la que se pide un servicio o con la que se compra o se paga algún producto. Eso es lo más básico y aunque existen matices, poco puede cuestionarse al respecto salvo que seamos cínicos o alcahuetes como parecen ser la gran mayoría de “lectores” y “críticos” del momento.

13. La palabra aun en su expresión más simple refleja el espíritu del autor, aunque sobre esto se hable cada vez menos en estos tiempos. De más está decir que en esta época desnaturalizada y absorta en las apariencias (a un grado tal que ni siquiera la caverna platónica se le compara) se ha producido un vaciamiento del espíritu a raudales sin ningún tipo de contención; una condición muy evidente, sobre todo, si observamos las vitrinas de las principales librerías del mundo.

14. Otro problema de escribir en Perú es la tradición de estilistas que pueblan las estanterías y eso aunque muchas veces me ha parecido una gran debilidad nacional o una fineza que no corresponde, me lleva, precisamente, a que cuando veo en la obra de un escritor peruano el fracaso y la falta de cuidado del estilo, experimento como lector una suerte de molestia ante una circunstancia que es poco menos que una falta de respeto, habida cuenta de la tradición estilística que confiere a la literatura peruana una dimensión argéntea. Vargas Llosa, por ejemplo, tiene un estilo bastante seco, pero es literario y sabe disponer de sus palabras y, generalmente, sus novelas iniciales estuvieron imbuidas de una gran ambición. Rodríguez, en cambio, no tiene nada que ver ni con el estilo ni con la ambición literaria y así, cuando quiere darse color, todo el texto se identifica con un desastre chirriante.

15. Cien Cuyes no roza ni de casualidad a la literatura, pero, pese a todo, Jack Harrison es un personaje memorable (aunque mal dispuesto excepto por la llamada a su hija y nieto antes de su propio fin). Esto es curioso y contradictorio, pero ese personaje es el único acierto en medio de la mayor enumeración de mediocridad que se ha visto en mucho tiempo en un solo libro y este pasaje que menciono es el único con algo de valor. Que cada uno lea bajo su cuenta y riesgo. Que cada uno saque sus propias conclusiones. 

16. La literatura ha sido siempre un escenario frágil cubierto de los más inciertos destinos.

17. El mínimo holocausto personal y deliberado de los personajes de Cien Cuyes sería más o menos pasable si todo el libro no estuviera matizado por una simpleza existencial demasiado pesada, innecesariamente degradante y sin ninguna muestra de trascendencia ni humor que serían las únicas dos opciones para enfrentar una circunstancia como la que propone el autor, es decir, una elevación espiritual que esté por encima del promedio o una dosis de ironía y desenfado que reste importancia al drama propuesto, pero nada de nada. 

18. Sobre el lenguaje tan mal empleado en Cien Cuyes prefiero enumerar algunos yerros tremendos y añadir breves comentarios al modo de sentencias, puesto que Rodríguez hace uso de palabras realmente imperdonables, a tal punto que da la impresión de querer volverse literato a la fuerza, engolando así un estilo genuinamente pobre de formas, de espíritu y de ideas.

En la página 8, por ejemplo, expone el siguiente fragmento: “Los edificios a ambos lados de la avenida formaban un callejón por el que la brisa del Pacífico ingresaba como un toro salino. Eufrasia pensó que aquellas cornadas húmedas no le harían bien a la seño, y que era una suerte que ella sí tuviera una resistencia cetácea al frío”.

Lo del símil de la brisa, el toro de sal y las “húmedas cornadas” podría pasar como una mera impostura o como una árida comprobación de no tener ninguna aptitud para crear imágenes literarias, pero lo que vuelve a este párrafo un pedazo de horrenda incongruencia y de impericia es que Eufrasia piense en un adjetivo como “cetácea” para describir su resistencia al frío. De este tipo de detalles (errores letales) está lleno el libro.  En todo caso, un contrapunto lingüístico demasiado “enrevesado”.

En la página 15, “—La puta madre —tembló su boca. La mitad del primer bocado se había despeñado al masticarlo. Era notorio que la parálisis facial había avanzado…”. Salvo que se considere una muestra de poesía vanguardista el uso de “despeñado” no solo es insólito, sino que quiebra una descripción que pudo ser más sensata, y si bien Harrison es un buen personaje, tampoco es un coloso como para sugerir que está a alturas tales que puede soltarse desde tan alto. Ni siquiera como figura literaria podría valer esta suerte de hipérbole involuntaria. 

En Cien Cuyes se usa a menudo el tiempo pasado en un marco casi tan inmediato que hace moroso todo lo que describe. Realmente hay un uso abusivo de la forma verbal “hacía”. Quizás si empleaba la forma verbal “hace” (en las ocasiones que fueran pertinentes) hubiera añadido un mayor dinamismo. Pasar al tiempo presente todas esas expresiones habría conformado un abordaje más directo de todo lo que narra y ello le habría añadido dinamismo.

En la página 15 se expone la frase “El humo etéreo” (de una taza de café cualquiera). Si solo hubiera puesto “el humo” a secas hubiera sido algo más honesto y modesto, como corresponde al tono de los personajes y del propio autor; pero no, tenía que intentar darle más color del que domina y del que necesitaba la expresión en cuestión. Todo esto hace presumir que el autor cree que la literatura es agregar color a sus grises páginas a través de palabras que no tienen nada que ver con la llaneza de su circunstancia.

Otro tema menor (como todas las incidencias verbales de la novela en cuestión), pero digno de ser cuestionado es el uso del término “chactado” como sucede en la página 22, cuando se expone “Qué rico un cuy chactado, con su papita con ají”. El problema es que eso sucede en Simbal donde, salvo por la presencia de algún migrante arequipeño improbable o algún cajamarquino, nadie llama de esa forma al cuy frito, mucho menos alguien proveniente del campo. Esto es una inexactitud insalvable.  

Hay varias enumeraciones presuntamente literarias en las que el autor intenta obtener una presea poética sin ninguna gracia. Por ejemplo, entre las páginas 53 y 54 se halla el siguiente pasaje que es ilustrativo sobre esta constante del discurso del narrador. “La anciana sintió que desde un cántaro enterrado en la profundidad de su asistenta emergía un sonido dulce, el tarareo con emes que todos los infantes de la especie humana han escuchado alguna vez en su vida: la melodía era la del huayno que habían cantado juntas hacía un tiempo, pero esta vez, extrañamente, le encendió en la mente, con una intensidad inexplicable, el susurro de unos árboles al viento y el rumor de un río, las cosquillas de unas hormigas al caminar sobre las manos, el olor de las hierbas ofrendando su clorofila al sol. Quién sabe si esa no sería la tierra prometida de la que tanto hablaban las Escrituras, el descanso que cualquiera merecería luego de haber andado cuarenta años en un vil desierto”. Considero que esta es otra intentona trunca desde cualquier perspectiva y así se repite una y otra vez en toda la extensión de las 256 páginas que forman Cien Cuyes

Eso de “vil desierto” es una horrible manera de adjetivar sin cualidad alguna. Pero, aquello de “el olor de las hierbas ofrendando su clorofila al sol…” no tiene ningún arreglo. Ni Maxwell Perkins hubiera podido corregir estas expresiones rayanas en lo infame. En este punto, cabe hacer una recomendación para los escritores aficionados o para todo aquel que quiera parecer poético sin serlo: “Si quieren parecer poéticos contraten a poetas reales para que reescriban sus borradores y no vendan humo falsamente, que no todos los lectores son analfabetos en estética”.

19. Otro elemento negativo es la presentación de reflexiones realmente paupérrimas como si fueran grandes hallazgos de los personajes. Esto afecta a todos los habitantes del mundo de Cien Cuyes y no se excluye ni el mismo Jack Harrison que es, con mucho, el tipo más lúcido de la novela. Así, en la página 58 consta el siguiente fragmento que ilustra lo que acabo de describir: “Jamás se había hecho de nada pensando en la posteridad: si lo que tenemos en verdad no nos pertenece, ¿qué sentido tiene pasar el testigo de una propiedad? Esta noción de propiedad hizo aparecer en su mente a la chacra abandonada. Si su biblioteca hoy estaba polvorienta, ¿cómo estaría esa parcela abierta al cielo? ¿Qué altura tendría la maleza, qué sería del árbol donde reposaban las cenizas de Consuelo, qué tan derruida estaría la cabaña?” Luego, el fallo del lenguaje es aplastante. “Derruida”, por ejemplo, no tiene nada que ver con la expresión general de esta sección.

En la página 60 hay otra enumeración fallida. Digamos en beneficio del autor que intenta ser más de lo que es, pero ya sabemos adónde conducen los caminos empedrados de intenciones. 

20. Cien Cuyes es, así, una suma de contradicciones. La novela es mala, pero intenta ser buena a la fuerza; no es literatura, pero intenta ser literatura. Intenta una y otra vez hasta enumeraciones (¿poéticas?), pero no es suficiente. Cualquier poeta promedio puede ver aquellas sumatorias de palabras y decir “yo puedo hacer algo mejor sin esforzarme”, pero no lo hacen ni se lanzan a escribir novelas ni críticas.

21. En la página 61 consta una de las enumeraciones con mayor potencial de toda la novela que, lamentablemente, se cae por el uso absurdo del gerundio y la falta de una disposición enumerativa precisa, al no poner en un presente alucinado lo que Harrison vio muchos años antes y, aunque esto es más atribuible al editor, por consentir la publicación tal cual está, el autor no deja de tener responsabilidad en la materia. 

Veamos: “Tiene que agradecerles a los congresos médicos todos esos kilómetros recorridos y aquellos homenajes bajo tantos cielos; los olores, texturas, sonidos y vistas que jamás imaginó que llegaría a conocer: tortugas gigantes apareándose con majestad en Galápagos, géiseres apuñalando al cielo en una isla austral, danzantes de tijeras retando a la física en Huancavelica, el Urubamba corriendo plateado bajo la luna antes de ver amanecer en Machu Picchu, delfines rosados chapoteando mientras el sol se oculta sobre el Amazonas, el mar de Tasmania insertado como una aguja entre los fiordos nevados de Nueva Zelanda, el monte Fuji elevado sobre un lago azul y la Muralla China serpenteando sobre árboles coloreados por el otoño; ….”. Acaso habría quedado mucho mejor si le añadía el siguiente viraje “y que ahora ve, en este mismo instante, idéntico en todo al ayer”, y si quitaba los gerundios por la expresión correspondiente al mero presente. Entonces, la nota quedaría así (añadiendo, además, ligeras variaciones que ya no menciono, sino que ejemplifico de una vez): 

“Tiene que agradecerle a los congresos médicos todos esos kilómetros recorridos y aquellos homenajes bajo tantos cielos; los olores, texturas, sonidos y vistas que jamás imaginó que llegaría a conocer y que ahora ve, en este mismo instante, idéntico en todo al ayer:  LAS tortugas gigantes SE APAREAN con majestad en LAS ISLAS Galápagos, LOS géiseres APUÑALAN al cielo en una isla austral, LOS danzantes de tijeras RETAN a la física en Huancavelica, el Urubamba CORRE plateado bajo la luna antes de ver EL amanecer en Machu Picchu, LOS delfines rosados CHAPOTEAN mientras el sol se oculta sobre el Amazonas, el mar de Tasmania SE INSERTA como una aguja entre los fiordos nevados de Nueva Zelanda, el monte Fuji SE ELEVA sobre un lago azul y la Muralla China SERPENTEA sobre árboles coloreados por el otoño; ….”

Considero que así queda mucho mejor, pero, de todos modos, “los géiseres que apuñalan al cielo en una isla austral” es una especie de canallada verbal. Pese a lo expuesto. no hay ni un solo momento de inspiración.

22. La novela en cuestión está repleta de morosas explicaciones inservibles. No presenta ninguna clase de movilidad ni tensión ni nada que resulte atractivo. Todo en ella es demasiado plano (incluso Jack Harrison, excepto en los fragmentos que hemos indicado) y cuando el lenguaje intenta dejar de lado esa condición, fracasa terriblemente como ya se ha evidenciado en los puntos anteriores.

23. En la página 87 el progresismo del autor incide en imponer una frase incoherente en el viejo Jack en medio de las reflexiones más superfluas sobre el aborto. “Qué país de mierda, pensó, imaginándose la camilla del matasanos en algún sótano clandestino, mugriento, sórdido, sin ninguna supervisión: sociedad hipócrita que promueve un mercado negro en el que las niñas ricas pueden abortar exitosamente pagando una fortuna mientras las niñas pobres se mueren desangradas por hacer lo mismo”. 

Una expresión sobrante e inconcebible en un viejo que no parece ser rojo por ningún lado. Esta es una concepción demasiado obvia para cualquiera, pero que el autor usa para sobredramatizar una escena que no requería de ello y que, para agravar aún más todo, daña la imagen más o menos aguda del viejo médico escéptico. Si, en todo caso, Harrison iba a indignarse, se debió usar fórmulas menos trilladas y más singulares. 

24. Asimismo, en la página 158 se insiste en interferir el discurso narrativo con impresiones pseudoprogresistas que afectan la ya de por sí endeble estructura de Cien Cuyes.  Veamos: “…cada vez se vulneraba más el derecho de la gente para leer lo que le provocara, para vivir y morir con dignidad, y hasta para formar pareja con quien quisiera: extrañamente, el dios de una tribu aparecida en un lejano desierto hacía cinco mil años parecía legislar sobre ciudadanos al otro lado del mundo y del tiempo”. 

Rodríguez, en este caso, endilga censuras y restricciones al dios de Israel a través de un discurso ridículo que no tiene nada que ver con la circunstancia de la novela, y aun cuando disentimos del culto a ese dios, debe reconocerse que ese dios dio forma a Occidente y que solo los ignorantes en nombre suyo censuran a la gente. Acaso los judíos ortodoxos podrían darse por aludidos por la expresión del “narrador”, pero no los católicos pensantes o los protestantes evangélicos inteligentes que creen en el Dios de Israel y en la mediación sacra de la Virgen María o Jesucristo según corresponda y que saben que lo más importante es el amor, como indica la doctrina neotestamentaria. Este punto es importante para ejemplificar, además, las formas en las que se exhibe la falsedad de la presunta amplitud del progre promedio, que ve en todo lo que no está en su onda a un enemigo. En este sentido, la atribución que cuestiono en este momento es similar a creer que cualquier izquierdista puede “parecer” un terrorista revolucionario de izquierda, y eso es algo totalmente incorrecto. 

25.  En la página 159 y en la 172 consta un absurdo e imperdonable uso del término cabildero en lugar de lobbysta (“un cabildero atizado por un jugoso honorario…” y “con sus dotes de cabildero para la aventura”). Esto lo debe haber hecho para congraciarse con los españoles, pero no tiene nada que ver con el castellano peruano donde siempre se dice “lobbysta” o “gestor de intereses”.

26. Está tan mal todo, a estas alturas, que ni siquiera citar a Neil Young mejora el panorama (véase la página 142).  “Es mejor arder, que apagarse lentamente” (Hey Hey, My My (Into the Black), Rust Never Sleeps, 1979, Reprise Records). En vano se expuso la cita que iluminó a Kurt Cobain en sus últimos instantes en este mundo. 

27. El discurso mejora apenas luego del suicidio colectivo e incluso hay algo de tensión en las interacciones de los sobrinos del Tío Miguelito, pero eso es recién en el borde de las 200 páginas, es decir, en el último tramo del texto. Y, realmente, la narración mejora porque el autor se deja de llanezas y de pretensiones sin fundamento y expone expresiones acaso más cercanas a la voz que puede manejar. Todos los demás personajes están fuera del alcance de las posibilidades del narrador.

28. Sin embargo, esta débil mejora duró demasiado poco y así, a partir de las siguientes páginas, retoman protagonismo las monsergas demasiado obvias y cansinas. ¿Por qué los personajes de Cien Cuyes tienen que reducirse a ser tan mediocres?

29. Acaso en otro momento podría considerarse un mérito que el autor se lance a querer hacer figuras, aunque estas le salgan mal y sean muy trilladas y fáciles, pero no cuando a ello le agrega reflexiones del orden más banal, como esta de la página 218: “¿No era irónico que su hermana llevara la muerte encima mientras ayudaba a morir a otra persona? Tendrían que pasar muchos años, convertida ya en anciana y a días de la tumba, para que reflexionara que, en verdad, todo ser que ha nacido lleva consigo la muerte. Que incluso la belleza en auge de la juventud es un pasaje que acerca más al último día de nuestras vidas”. 

¿Realmente existe alguien tan limitado que tiene que esperar a la ancianidad para reflexionar recién o reparar al fin en obviedades que cualquiera con un par de días en el mundo advierte a la primera? Eso quiere decir que todos esos personajes han vivido en vano y, así, Rodríguez se convierte, involuntariamente, en el más “existencialista” de los autores del momento.  

30. “Hoy escribe todo el mundo. Al primero que se le antoja se pone a escribir. Aquellos que tienen el alma más negra que mis botas, aquellos cuyo corazón no se creó en las entrañas de su madre, sino en una fragua, aquellos que tienen tanta verdad como yo casas, se atreven a penetrar en el camino de los elegidos, en la senda exclusiva de los profetas, de los que aman la verdad… Queridos señores míos: este camino es hoy más ancho, pero no hay quien pase por él. ¿Dónde están los verdaderos talentos? Por más que uno los busque, no los encuentra. Todo se ha vuelto caduco y mísero. Si queda vivo alguno de los bravos de antaño, se ha convertido en un pobre espíritu y en un fracasado…” Antón Chéjov. El corresponsal.

31. Las ficciones (la literatura en general) deben ampliar la vida y sus posibilidades del modo que sea, pero siempre deben lograr que el lector se enriquezca por el conocimiento propuesto. Si esto no sucede, solo cabe constatar el fracaso del autor y de la obra a la que se haya accedido y el del propio lector que ha perdido el tiempo sin obtener un solo beneficio.

32. La farsa de la literatura no tiene límites y así cualquiera halla dos o tres tipejos que los ensalcen y a los que luego les devolverán el favor, y así sigue rodando el giro interminable de la literatura más mediocre del mundo. Como, además, cada quien cree en su grupo y en su propia burbuja, cualquiera se cree artista. Se agravan las cosas cuando la crítica es elusiva (o inexistente) y empeoran hasta el extremo si hay premios derivados de fondos públicos. En el caso privado, la desgracia es la misma, pero, al menos no se afecta al dinero ni al interés de los contribuyentes.

33. Oscar Wilde enseña en La decadencia de la mentira que “La literatura se adelanta siempre a la Vida. No la copia, sino que la modela a su antojo. El siglo diecinueve, tal como lo conocemos, es en absoluto una invención de Balzac.” Si Cien Cuyes se ha adelantado a la vida en el país, sin duda, este merece la aniquilación. Lo bueno es que Cien Cuyes no llega a ser literatura, así que no hay ninguna clase de problema.

34. Cioran expuso en Cuadernos (1957-1972) que solo leyó para buscar en las experiencias ajenas la base de su propia explicación de sí mismo. Y añade, en ese sentido, que “Hay que leer no para comprender al prójimo, sino para comprenderse uno a sí mismo”. 

Si ese fuera el caso, el tema de esta novela tenía mucho qué hacer y mucho para dar puesto que, de alguna manera, se empalma con una visión de la vida que confronta la épica resolución del suicida y buen poeta catalán Gabriel Ferraté, que se mató a los 50 años para no padecer la decadencia que una vida colmada de excesos puede producir en alguien de edad avanzada y, literalmente, según su propio testimonio, “para no oler a viejo”. Lamentablemente, según se ha sostenido en toda la extensión del presente, Cien Cuyes no ha obtenido ningún mérito pese a que, incluso, ha llegado a citar a poetas o a mencionar a autores como Blanca Varela y José Watanabe. 

35. La desgracia de casi toda la narrativa peruana actual es que, en lugar de proponer la Gran Novela Peruana (del mismo modo en que los estadounidenses han perseguido durante todo el siglo pasado la dación de la gran novela “americana”), es decir el ofrecimiento de una propuesta que integre al país y lo exalte aún en sus defectos y ruinas y en los escasos elementos de grandeza oculta que aún quedan en ciertos recodos donde yace la salvación, o que, en todo caso, muestre que los creadores peruanos están a la altura de los más grandes creadores del orbe, lo que se impone como una moda son libracos dedicados a minucias y delicadeces o a reportajes camuflados en la piel infértil de la pseudoliteratura más adulterada de la época. 

36. Cien Cuyes sólo agrega patetismo y superficialidad como punto final de la muestra narrativa peruana más totalmente deplorable del momento.

03 de Julio de 2023.

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Percy Vílchez Salvatierra. Escritor. Crítico. Abogado. Director del programa cultural de TV Libertad Bajo Palabra. Autor de Metafísica del Precipicio (2015), Doscientas imágenes críticas del Perú ante el bicentenario: la verdad oculta (2021), Metafísica (2022), y Visiones en los ojos de la esfinge.