Retrotopía (Paidós, Barcelona, 2017) es un libro póstumo de Zygmunt Bauman (1925-2017), que el filósofo y sociólogo polaco dedicó a Aleksandra, con estas palabras: “compañera de mi pensamiento y de mi vida”.
El delirio por la vuelta al pasado imperial ruso o el territorial soviético encarnado por Putin con la brutal invasión de Ucrania es típico del accionar retrotópico, ese que anhela recuperar un pasado perdido, que se resiste a morir, resucitando a Hobbes y suspirando, además, con retornar a la tribu y al seno ideológico materno: la KGB, en su caso.
Walter Benjamin (1892-1940) reflexionó desde la filosofía de la historia cuestionando a la modernidad y al progreso considerados como procesos ascendentes e irreversibles, cargados de promesas utópicas para los individuos y la sociedad, que luego el futuro va a traducir en incumplimiento, incertidumbre, desconfianza y desigualdad.
Como base de su conceptualización, Bejamin utilizó la acuarela de 1920 de Paul Klee (1897-1940), titulada Angelus Novus, que él renombra como Ángel de la Historia, y que, luego de pasar por la custodia de George Bataille y de T. W. Adorno, en medio de la Segunda Guerra Mundial, reposa hoy en el Museo de Israel.
Bauman utiliza la imagen del Angelus Novus de Klee para representar, apoyado en Walter Benjamin, la visión del presente y del futuro con el rostro colocado hacia atrás, es decir, hacia el pasado. Benjamin subraya, en su interpretación del cuadro, que donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, el ángel ve una catástrofe, un montón de escombros. Sopla una tempestad que le impide batir o plegar sus alas. El vendaval empuja al ángel hacia el futuro, al cual da la espalda. “Es el huracán que nosotros llamamos progreso”, acota. El futuro se figura como un infierno, mientras que el pasado se asume como paraíso. De esta forma, el filósofo judío lastima la utopía futurista con que inició el siglo XX, que luego concluyó en una epidemia universal de nostalgia. Pasamos de las utopías, como imposibles realizables, a las distopías, como realidades rechazables, como tiempos de tempestades.
Así, el futuro se nos ha tornado hoy vacío de esperanza, produciéndonos, más bien, espantos de pesadillas que nos colocan ante la ilusión de volver al pasado, asumiendo, como Jorge Manrique (1440-1479) a su hora, que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Tememos al futuro, porque el presente es, a su vez, incierto, fugaz, caprichoso, inseguro, bélico, carente de vínculos humanos significativos, lleno de seres solitarios e individualistas.
Ese miedo al porvenir nos torna atractivos, aunque probablemente equívocos, estadios del pasado, queriendo, en consecuencia, retornar a Hobbes (1588-1679) y su modelo leviatánico de Estado-nación salvador, providencial; volver a las tribus conformadas por identidades grupales fijas que tientan los nacionalismos; a la polaridad (creciente) entre ricos y pobres bajo el nuevo modelo de “gated community” o residenciales de lujo vigilados frente a barrios marginados; el deseo de retornar al tranquilo seno materno del que nunca debimos salir.
Esa es la órbita en que gira el libro póstumo de Bauman, para mostrarnos el abismo existente entre el sueño de Tomas Moro (1478-1535) en su “Utopía”, como instauración de un paraíso en la tierra, y la cruda realidad del mundo actual y su miedo al futuro. Las retrotopías son “negación de negación” de la ensoñación de Moro, deviniendo en mundos ideales que se ubican en un pasado perdido, robado, abandonado, pero, que se resiste a morir, antes que en un incierto e impredecible futuro por nacer.
Un ogro retrotópico
Guiado por la política del resentimiento, por la ambición fáctica de poder, además de la ceguera impuesta por la aspiración nostálgica y megalómana de recuperar el simbolismo y dominio del imperio de los zares y la extensión territorial de la cortina de hierro de la URSS, con la agresión a Ucrania Vladimir Putin ha marcado el fin de su régimen despótico y muy
probablemente, el fin de la hegemonía rusa en Europa del este.
Porque la criminal agresión a la independencia territorial y al Estado democrático de Ucrania, luego de haberle expropiado Crimea por la fuerza militar y sembrar el secesionismo prorruso en Dombás, Donetsk y Lugansk, es un desafío también a las democracias y al sistema de orden de los países de Occidente, así como a la paz mundial. Ucrania podrá ser aplastada militarmente, pero no derrotada, y mucho menos humillada, como el ejecutivo del Kremlin ha predicado, aunque signifique pérdidas humanas, millones de refugiados y exilio.
En cambio, Putin y los oligarcas corruptos que lo sustentan en el poder, siendo el propio gobernante uno de ellos, irán quedando condenados al precariado, a la indigencia económica y política, y la nación rusa a la condición de paria, debido a las severas y amplias sanciones de la Unión Europea y los países miembros de la OTAN, que terminarán asfixiándoles y expulsándoles del control del Kremlin, además del rol que jugarán inconformes y democráticas fuerzas intestinas pro dignidad en la propia Federación Rusa.
Putin, el policía y espía autócrata de la antigua KGB, el ogro retrotópico, ha decidido censurar, tratar de poner mordaza a la labor de la prensa libre, criminalizando la objetividad de su trabajo, en un desesperado acto de supresión de la libertad de expresión y monopolización de la mentira informativa a la usanza de la desvencijada dictadura soviética. Además, ha ordenado el apresamiento de miles de ciudadanos rusos que se oponen a la agresión a Ucrania.
Desde su independencia en 1991, luego de la caída de la URSS, en las protestas de 2004 en la Plaza Maidán contra la actitud hipócrita y entreguista del entonces presidente Yanukóvich –que prometía al pueblo un tratado comercial con la Unión Europea, mientras coqueteaba con Putin y Rusia, para aliarse secretamente, por lo que fue popularmente expulsado del poder–, por la Marcha de los Millones en 2013 y contra la anexión violenta de Crimea en 2014, las nuevas generaciones ucranianas luchan por su libertad, su dignidad y por un mejor futuro.
Por el contrario, Putin mira, con resentimiento nostálgico hacia un pasado retrotópico, fosilizado, cargado de pretensión totalitaria disfrazada de coherencia política y territorial nacionalista, de opresión y de otras manifestaciones políticas y militares irracionales, propias de un narcisista herido por la histórica resistencia del pueblo ucraniano y la solidaridad del mundo occidental democrático contra la invasión militar y contra el cinismo y la prepotencia.
Putin, como ogro inmarcesible, es presa de lo que Zygmunt Bauman llamó fase retrotópica de la historia de la utopía, caracterizada por la aspiración delirante de recuperación del modelo tribal de comunidad, el retorno a un yo gobernante fuerte, imprescindible e inmaculado, cuyo destino supera incluso los factores identitarios y culturales, lo que resulta en un abandono arrogante de la perspectiva trazada por los acuerdos internacionales vigentes y por el orden civilizado y democrático.
Las utopías trataron de negar algo: las distopías posibles, sus contrarios. La retrotopía, en tanto que segunda negación de la utopía clásica de Tomas Moro, termina convirtiéndose en negación utópica resucitada, y consecuentemente, en reafirmación de la distopía, la opresión, el odio, el crimen, la inadmisible barbarie del temor al futuro.
El poderoso ejército ruso, con avances y descalabros, embiste todavía, luego de casi doce meses de invasión. La nación ucraniana resiste, con ayuda militar y logística de Occidente. La amenaza de una confrontación nuclear se torna un riesgo para la humanidad. El huracán del progreso azuza. El Ángel de la Historia procura batir sus alas. La mirada hacia el futuro le espanta: solo ve tempestad.
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José Mármol es Premio Nacional de Literatura 2013. Autor de Yo, la isla dividida (Visor, 2019).
En portada: Los inválidos. Autor: Anatol Petrytskyl. Museo Thyssen, Madrid.