Ante todo tengo que agradecer la confianza depositada en mi persona por parte del Comité Organizador de la Semana de Poesía de Santo Domingo para recordar en breves palabras la conmemoración de la primera edición de La tierra baldía, de T.S. Eliot, que como la de Trilce, de César Vallejo se cumplen ahora cien años: dos poemarios escritos desde presupuestos y planteamientos bien distintos, pero que guardan entre sí algunos puntos comunes en cuanto a la consideración del poema como una estructura verbal poliédrica y del hombre como un conjunto de sensaciones diversas formadas no solo por su propia experiencia sino por el conjunto de los otros.

Cuando recibí la invitación a participar en este encuentro, no sé por qué sugerí mi posible colaboración en este doble cumpleaños, pues ni soy experto en ninguno de los dos poetas, ni he estudiado sus respectivas obras con la minuciosidad requerida para hablar de ellas con una mínima autoridad. Solo puedo ofrecer mis preguntas y algunas opiniones personales como lector, más como poeta que como crítico, pues creo que la lectura para quienes nos dedicamos a escribir versos es una continuidad de la propia creación, al margen de que podamos sentirnos más o menos cercanos al texto en cuestión. Lo cierto es que estoy aquí solo para arrancarles a ustedes las palabras de una manera distendida en este almuerzo-coloquio.

La tierra baldía se publicó por vez primera en el primer número de “The Criterion”, la revista que Eliot editara en el Reino Unido.  Es decir, en octubre de 1922, y días más tarde en el prestigioso magazín literario estadounidense The Dial. Ese mismo año, Horace Liveright llevó a cabo la edición príncipe en libro, agregándole los famosos comentarios que el propio autor escribiera a los poemas por indicación del editor, con objeto de obtener un mayor número de páginas para su posterior venta al público. Estas notas, que tanto han dado que hablar a la crítica del siglo XX, hacen referencia a las fuentes literarias, leyendas y situaciones vitales de las que se nutren las cinco secciones que configuran el poemario, o el poema entero, si consideramos cada uno de los títulos como una separación de un largo texto unificado, que solo cobra sentido si se tienen en cuenta todos los elementos que lo conforman simultáneamente. ¿Pero qué sentido? Ahí reside el quid de la cuestión, el secreto del poema o la raíz subterránea, que a veces nos cuesta tanto desentrañar, quizás porque su presunto significado es tan polisémico que cambia conforme transcurre el tiempo y, me atrevería a decir, en cada lectura. Es arriesgado fijar entonces una única dirección y una acepción inamovible. 

La literatura viva trasciende siempre las circunstancias históricas o biográficas que rodearon su escritura, pero de manera especial La tierra baldía nos muestra un escenario tan contemporáneo que parece invitar al hombre de este nuevo siglo a unir su voz a un complejo conjunto coral, donde su palabra no es nada sin las otras voces: ecos lejanos, conversaciones entrecruzadas, expresiones yuxtapuestas e idiomas diferentes, en un intento de captar la sustancia de una lengua espectral que nos defina por todo lo que somos y no somos a la vez, conviviendo con la imposibilidad de alcanzar lo absoluto. 

No es gratuita la cita que Eliot extrae del libro Apariencia y realidad, de su maestro, el filósofo Francis Herbert Bradley, con respecto a unos versos de “Según dijo el trueno”, la quinta sección:

Mis sensaciones externas no son menos privadas para mi yo que mis pensamientos o mis sentimientos. En cualquiera de los casos, mi experiencia es escribir dentro de mi propio círculo, un círculo cerrado al exterior; e, igual que con todos sus elementos, cada esfera es opaca a las otras que la rodean. En resumen, considerada como una existencia que se revela a un alma, el mundo entero para cada uno es peculiar y privativo de esa alma.

Ese círculo cerrado es el que intenta Eliot abrir en el poema: escapar del círculo del infierno conociéndolo a fondo, ya no de la mano de Virgilio, sino la del propio Dante, pues no olvidemos que La Comedia es casi un telón de fondo; más que una referencia, un generador del poema en cuestión, como también lo son La rama dorada o la leyenda del Grial. Pero en mi modesta opinión, los comentarios aclaran procedencias e incluso procedimientos filológicos, no la tensión interna de un poema que nos habla por todas partes y al que hay que prestar los cinco sentidos. 

Eliot escribió este poema en una tierra yerma, regada por la sangre de cientos de miles de muchachos que dieron su vida al son de canciones patrióticas que ni ellos mismos sabían lo que significaban más allá del heroico soniquete que rodea a toda propaganda hímnica. Fueron al frente y se encontraron con los otros muchachos que desde sus trincheras los tiroteaban y entonaban melodías parecidas. Esos cantos subyacen en La tierra baldía como la denuncia de una farsa que, bajo el gran epígrafe de Primera Guerra Mundial escondía bajo sus letras el inacabable sacrificio de tantos inocentes. Pero también, como apunta el traductor y crítico Andreu Jaume, anuncia la posibilidad de un canto negativo, un “contracántico” destinado a desenmascarar la manoseada voz propia, la voz del yo o el sujeto particular, anunciado anteriormente por Baudelaire. 

T.S. Eliot hizo aparecer todo cuanto tradicionalmente había que esconder, no por ánimo de inventar nada personal, sino por la necesidad de crear un sustento propio sobre el que construir una espiritualidad diferente. Para ello debía remover la tierra, aunque fuera baldía, con el fin de construir un lenguaje lo suficientemente nuevo, desde el punto de vista rítmico y conceptual, capaz de seducir a ese hombre anónimo, desnortado y errante, que paradójicamente requería el apoyo de la comunidad en su camino solitario. La simultaneidad de los planos sonoros contenidos en el poema ante el constante juego intertextual que tiene lugar en su seno posiblemente posibilite más su pérdida –nuestra pérdida– en un campo abierto de señales ocultas, pero a su vez incita al lector a excavar el terreno en busca de aquel yo enterrado, precisamente hoy, cuando los poderes políticos y económicos se obstinan en hacernos callar o en obligarnos a cantar todos al unísono o cuando la poesía se mide por la rápida comunicación de un mensaje telegráfico, como si otra vez estuviéramos todavía en las trincheras. ¿Pero es que no lo estamos? ¿No hemos vuelto otra vez a entonar los cantos bélicos, acompañados por el estruendo de las bombas y la aniquilación? ¿Hemos dejado alguna vez de estarlo? Creo que hoy, más que nunca, este poema requiere de un mínimo esfuerzo por parte de todos sus lectores. El poeta británico Geoffrey Hills se preguntaba por qué a la poesía, la pintura o la música se les exige ser menos complicadas que la propia vida, si ya es difícil por sí misma, cuando nos parecería humillante aplicar esa simplificación al periplo de la existencia humana. Y llegaba a la conclusión de que oponer elitismo a democracia, además de un disparatado enfrentamiento, supone hacerle un favor a la tiranía, que, en nombre de una pretendida claridad mercantil, propone esa aparente sencillez.

Tal como el propio Eliot se propuso, hacer y deshacer son las caras distintas de una misma moneda. El acto de la creación lleva implícita la destrucción de una lengua que, por gastada, manipulada y manoseada, ya no sirve. Hay que llegar al fondo del dolor para entonar la verdadera canción de la humanidad, casi sin voluntad de estilo, sino dejando que “broten lilas sobre la tierra yerma”, de una manera natural. “Para mí –dejó dicho el poeta en referencia a La tierra baldía– supuso un alivio de una personal y totalmente insignificante queja contra la vida; no es más que un trozo de rítmico lamento”. Qué más quisiera yo, que he dedicado tantos años a estudiar la relación entre música y poesía, que saber el suficiente inglés para apreciar en su totalidad ese lamento rítmico, originado en sílabas breves y largas, arriesgados encabalgamientos y personalísimas libertades. Pero hay algo que resuena más allá del idioma, conmueve y, entre sus armonías y disonancias, nos pega un latigazo, como es el principio de esta tierra que para muchos de nosotros fructifica a pesar de su aparente sequedad:

Abril es el mes más cruel, hace brotar
lilas en tierra muerta, mezcla 
memoria y deseo, remueve
yermas raíces con lluvia de primavera.
El invierno nos dio calor, cubriendo la tierra
con nieve sin memoria, alimentando
un hilo de la vida con tubérculos secos….
…………………………………………………….
¿Cuáles son las raíces que agarran, qué ramas crecen 
en esta basura pétrea? Hijo del hombre,
no puedes saberlo ni imaginarlo, pues conoces solo
un montón de imágenes rotas, donde el sol bate,
y el árbol muerto no da sombra, ni el grillo alivia,
ni hay rumor de agua en la piedra seca. Solo
hay sombra bajo esta roca roja
(ven a la sombra de esta roca roja)
y te mostraré algo diferente,
tanto de tu sombra por la mañana corriendo tras de ti
como de tu sombra por la tarde alejándose de ti.
Te mostraré el miedo en un puñado de polvo.   

José Ramón Ripoll es un escritor, poeta, periodista y musicólogo español nacido en Cádiz en 1952. Fundó y dirigió varias publicaciones, como RevistAtlántica. Premio Loewe 2016 por La lengua de los otros.