“De jóvenes tuvimos dos, pero no prendieron
en este mundo”. Era joven, frescota, pero le pasó
no sé qué y sanseacabó. Por más esfuerzo,
todo fue en vano. “Traéme de allí en el faldón
aunque sea un chiquitín ucraniano”. Lo llamo
“tonto tiznado”, me santiguo ante los íconos,
pongo lo mío en camino.
La fresca estaba sumida en penumbra;
por las rendijas de las maderas se filtraba
una luz amarilla. El piso olía a extracto
y a hierbas de la planicie, mientras saco
de la bodega una cazuela con leche fría.
“¿Me preguntás qué pruebas tengo?”
Algo de eso hubo, porque indisponerse
con él es delicado (delicado), y hace
unos años tuve palabras por su causa.
Pero una noche empezó a arder la cocina.
Todo era una misma tea. Se dice ribetes
de una vieja ofensa. Así sucede cuando
uno se indispone con él. El estampido
de un revólver, sin dar siquiera cinco
o seis días, vivo o muerto.
No salir tarde de casa, ni encender la luz.
Eso es todo lo que se requiere. Bien,
manos a la obra, porque nadie duerme.
Si huye pondrá tanta tierra de por medio
que no daremos más con él.
“No te preocupés, no escapará”. La noche
tendida en un cáñamo. La noche completa.
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Mario Arteca (La Plata, Argentina, 1960) poeta de una vasta obra publicada y periodista. Integrante de la Generación de los 90. Finalista en 2002 del Premio Casa de América de Poesía Americana.