Muy sinceramente, quiero darles las gracias a mis muy apreciados colegas Genaro Rodríguez Morel y Raymundo González, y a mi querido y admirado tutor Herbert Klein, por participar en este panel con sus comentarios y sus elogios, los cuales acepto con mucha satisfacción y sintiéndome muy honrado al recibirlos. Y, junto con ellos, también doy las gracias a José Chez Checo y a la Junta Directiva de nuestra Academia Dominicana de la Historia por haber escogido este aniversario para rescatar la memoria de este primer libro mío.
1.- Esta obra se origina en una marcada curiosidad que me perseguía desde jovencito, que buscaba entender la formación del pueblo dominicano y cómo esta sociedad había surgido y se había desarrollado hasta llegar a ser lo que es.
2.- Para satisfacer esa curiosidad, pensaba entonces, cualquier pesquisa que yo quisiera realizar debía comenzar por el principio, para así poder identificar y comprender cuáles eran los componentes fundacionales de la sociedad dominicana a partir de la sociedad taína, la sociedad española peninsular y la europea que englobaba y condicionaba esta última.
3.- En mis tempranas lecturas buscando esos orígenes, siempre me encontraba con una pared documental y epistemológica pues, aunque había una amplia literatura sobre los tempranos momentos de las incipientes sociedades coloniales, esa literatura estaba dominada por los estudios realizados por juristas o especialistas en Derecho Indiano, cuya visión de la conquista y la colonización de América (y de la Española) casi siempre terminaba siendo un capítulo de la historia sevillana y, un poco más ampliamente, de la peninsular, hoy española.
4.- Ustedes deben estar familiarizados con los nombres de los principales historiadores que dominaban los estudios indianos hace medio siglo: Alfonso García Gallo, Silvio Zavala, Lewis Hanke, José María Ots Capdequí, Antonio Muro Orejón, Manuel Serano Sanz, Roland Hussey, Richard Kirkpatrick, Robert Chamberlain, Úrsula Lamb y Javier Malagón Barceló, entre otros, casi todos juristas.
5.- También han leído ustedes a los tempranos historiadores dominicanos que escribieron sobre la “conquista y colonización”, como se le llamaba (y todavía se le llama) al primer período de la historia colonial, colombianista. Estos historiadores se sirvieron de las obras de Bartolomé de las Casas, Antonio de Herrera, Gonzalo Fernández de Oviedo y Juan Bautista Muñoz (1793).
Recordemos, entre otros, a varios de ellos: Antonio del Monte y Tejada, José Gabriel García, Manuel Ubaldo Gómez, Casimiro Nemesio de Moya y Bernardo Pichardo, quienes también leyeron las narraciones románticas de la colonización española que tuvieron sus más invisibles exponentes en las obras de Washington Irving, Prescott y James William Buel.
Sobra decir que sus narrativas reflejaban una visión higienizada del proceso de la conquista sin llegar a los extremos de Constantino Bayle con su famosa “conquista espiritual de las Indias”, pero sí rozándolo cerca.
6.- Por eso, en muchas de esas obras, si no en todas, el pueblo dominicano como entidad social no aparecía por ninguna parte. Al igual que los “juristas-historiadores” extranjeros, el foco de sus obras era las instituciones, las leyes, el derecho, las políticas de la Corona española, etc.
7.- Así veía yo las cosas cuando me tocó escoger el tema de lo que debió haber sido mi tesis de maestría en Georgetown University. Para entonces ya tenía yo en mente que el tema sería algo así como los comienzos de la vida colonial dominicana, las raíces, o la formación inicial, de la sociedad dominicana.
Por coincidencia, en ese mismo año, 1969, el eminente historiador franciscano Antonine Tibesar, profesor de la Universidad Católica de Washington, anunció la celebración de un seminario sobre la conquista, lo cual me vino como anillo al dedo porque en Georgetown no había ningún especialista en ese temprano período de la historia americana.
Aprovechando las facilidades del consorcio entre ambas universidades me inscribí en el seminario, y allí presenté los primeros tres capítulos de lo que yo pensaba sería el primero de tres volúmenes dedicados al siglo XVI.
8.- Para poder trabajar rápido y sin distracciones solicité, y obtuve, el privilegio de un escritorio de investigación (study desk) en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, desde el cual podía acceder libremente a las estanterías y registrar sin dilaciones los libros que necesitaba utilizar.
Eso me permitió tener a mano simultáneamente las grandes y poco explotadas colecciones documentales que me sirvieron de base para la investigación y sin las cuales era imposible realizar la pesquisa que me interesaba. Las menciono a continuación para mostrarles a ustedes los documentos que sirvieron de base a mi investigación:
La clásica Colección de los viajes y descubrimientos que hicieron por mar los españoles desde finales del siglo XV (5 vols.), compilada y editada por Martín Fernández de Navarrete entre 1825 y 1837; La Colección de documentos inéditos de Indias (42 volúmenes), editada por Joaquín Francisco Pacheco, Francisco de Cárdenas y Luis Torres Mendoza entre 1864 y 1869; la Colección de documentos inéditos de ultramar (25 volúmenes), editada por la Real Academia de la Historia entre 1885 y 1932; la Colección de documentos inéditos para la Historia de Hispanoamérica (15 vols.), editados por la Compañía Iberoamericana de Publicaciones entre 1925 y 1937; la Colección de documentos inéditos para la historia de la formación social de Hispanoamérica (3 vols.) editada por Richard Konetzke entre 1953 y 1958.
9.- Allegados en el estante anexo a mi escritorio esos documentos impresos, y muchos otros publicados individualmente en revistas o en ediciones singulares, me dispuse a leerlos todos en orden cronológico y, casi de inmediato, empezaron a tomar vida los procesos que me interesaba conocer.
10.- El primer descubrimiento que hice, como ya lo sospechaba, fue ver que las narrativas jurídicas que tanto abultaban al cuerpo historiográfico de la conquista eran básicamente, descripciones o discusiones doctrinales acerca de las leyes (cédulas reales, instrucciones, pragmáticas y ordenanzas) que la Corona española emitía para resolver conflictos o para establecer y administrar las nuevas instituciones que requería la empresa de las Indias.
Detrás del texto de esos instrumentos, descubrí que había una masa de conflictos que esas disposiciones buscaban resolver, a la cual, pese a su importancia, los historiadores mencionados apenas les ponían atención como procesos sociales y no hacían esfuerzos por causas de la formación de las leyes que tanto les interesaban a aquellos historiadores.
11.- Un ejemplo bien claro es el de las llamadas Leyes de Burgos: Hasta entonces, la mayoría de aquellos tratadistas (y todavía hoy) escribían acerca de las Leyes de Burgos como ejemplo de una supuesta política de la Corona española principalmente destinada a proteger a la población aborigen. Esa era la línea narrativa que prevalecía en la historiografía indiana.
Ahora bien, leídas de atrás hacia delante, o de adentro hacia fuera, esto es, en función de los motivos que las originaron, resulta muy fácil saber que lo que estaba ocurriendo en la Española, realmente, era un proceso extremadamente violento y conflictivo, y que aquellas leyes, al contrario de lo que decía la historiografía prevaleciente, eran un perfecto ejemplo de la profunda hipocresía política de la Corona, que buscaba justificar la creación de una tragedia humana sin precedentes denunciada en aquellos mismos años por los frailes dominicos.
12.- A medida que fui elaborando el libro, fui descubriendo los elementos de una teoría del conflicto como uno de los motores de la historia, en la cual las leyes, leídas a partir de lo que el legislador desea resolver, revelan muchísimo más de lo que los juristas alcanzan a ver con su sencillo ojo doctrinario.
Si la ley se hacía para resolver conflictos, razonaba yo entonces, y todavía lo hago, luego detrás de cada ley existe un proceso social que el historiador está obligado a detectar para entender la dinámica social.
Hablo de leyes porque, en el caso que nos ocupa, más del noventa por ciento del material documental que utilicé en la preparación de este libro fueron las disposiciones ya mencionadas (cédulas reales, instrucciones, pragmáticas y ordenanzas) que forman casi la totalidad de las fuentes contenidas en esas colecciones documentales.
Aquí, entra paréntesis, deseo precisar algo que Raymundo ha dicho haciendo un énfasis que, aunque me honra mucho, no es exactamente como él ha dicho. En su inteligente análisis Raymundo ha puesto mucho énfasis en señalar una supuesta influencia de Manuel Giménez Fernández en la composición de esta obra.
Deseo aclarar este tema puntualizando que las cuatro citas de cartas extraídas de uno de los volúmenes de este eminente historiador español, las encontré cuando estaba casi terminando la redacción de mi obra.
Mucho me habría honrado haber sido influido por Giménez Fernández pero, en realidad, si alguien influyó en la redacción de mi texto fue Bartolomé de las Casas, pues a medida que avanzaba en la lectura de los documentos, encontraba que las fuentes oficiales no hacían más que ratificar ampliamente mucho de lo que Las Casas denunciaba tanto en su Historia de las Indias como en otros textos. Me habría gustado poder decir lo mismo de Giménez Fernández, pero, en realidad, vine a leer su obra cuando ya mi libro estaba casi terminado. Mis excusas a Raymundo, a quien debí haberle dicho esto en algún momento de nuestras conversaciones.
13.- Finalmente, creo que debo explicar brevemente por qué las tres primeras ediciones (1971, 1973, 1978) llevan el título de La Española en el siglo XVI (la cuarta, como han dicho Genaro y Klein, fue publicada por Alianza Editorial en 1987 con el título Después de Colón, etc.).
Mi idea original era redactar una obra en tres volúmenes que debería cubrir todo aquel siglo (por eso la titulé de esa manera). El primero de ellos, que hoy comentamos, cubriría de 1493 a 1522, como en efecto lo hace. El segundo abarcaría desde 1522 hasta 1586, y el tercero desde ese año hasta 1606.
Por limitaciones documentales, me quedé con material insuficiente para producir dos volúmenes más, pero bastante para poder utilizarlos en una obra de síntesis con un arco narrativo más amplio. Por ello decidí entonces aprovechar los materiales que había acumulado para documentar la narración correspondiente a ese siglo en una nueva obra que se llama Historia colonial de Santo Domingo, que publiqué en 1973 y que todos ustedes conocen.
La limitación documental disponible en aquella época me constriñó mucho y me impidió escribir los siguientes dos volúmenes que había proyectado. Recuerden ustedes que la documentación disponible en el país, a donde yo había regresado, apenas alcanzaba para una obra mayor, pues aparte del cedulario de Joaquín Marino Incháustegui (Reales cédulas y correspondencia de gobernadores de Santo Domingo: De la regencia del cardenal Cisneros en adelante), de la obra de Américo Lugo sobre “la Edad Media de la isla Española”, y del primer volumen de las Relaciones históricas de Santo Domingo, editada por Emilio Rodríguez Demorizi, había muy pocos materiales de los que podíamos echar mano para documentar la marcha del siglo XVI.
A pesar de ello, arañando aquí y allá, pude rescatar muchas informaciones que, junto con aquellos materiales ya mencionados, me sirvieron para reconstruir de manera general el siglo XVI en la Historia colonial de Santo Domingo.
14.- Bueno, termino ahora estas palabras dándoles nuevamente las gracias a Genaro Rodríguez, Raymundo González y Herbert Klein por haberse tomado el trabajo de volver a leer esta obra que yo creía se había puesto vieja hasta que los escuché dándole nueva vida y reincorporándola a la historiografía dominicana contemporánea.
Muchas gracias.
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Frank Moya Pons es historiador y educador. Ha realizado una intensa labor como columnista y articulista de los principales periódicos y revistas nacionales.