Los amigos de Plenamar dedicarán un Dossier en homenaje al poeta Norberto James Rawlings y me piden unas líneas de evocación del amigo a quien me unieron tantas vivencias y fraternidad poética y humana desde aquellos terribles, a la vez heroicos años de la década del setenta.
Mi primer impulso fue negarme. No sería la primera vez. Duele enfrentar que cada vez somos menos los de entonces, que sin misericordia la guadaña de la muerte ha segado tanta vida prometedora, poesía, música, amores. Y aunque consciente de la imposibilidad de reducir en unas cuantas líneas experiencias complejas y cúmulo de recuerdos, cumplo con la encomienda como manifestación de cariño y admiración hacia Norberto, amparada en la capacidad de vida que tiene la literatura frente a la muerte, al dotar de presencia trascendente a los que se han ido.
Guardo muchas imágenes de Norberto. Las más lejanas me retrotraen a los años de los grupos literarios, cuando, jovencita imberbe aprendiz de poeta, desde una posición marginal en La Antorcha seguía desde el otro lado del río la ebullición política y literaria, y con admiración las publicaciones, en periódicos y suplementos, de los “mayores” de La Máscara, El Puño, La Isla. A este último grupo, el más politizado y radical en sus planteamientos pertenecía Norberto, que para entonces debía rondar los veintidós años y ya había publicado su primer poemario, Sobre la marcha (1969), en el que aparecía, esplendente, su poema autobiográfico Los inmigrantes.
Pero son recuerdos inasibles los de ese primer momento. Más definidos los de años después, cuando participamos juntos en la manifestación poética conocida como La Joven Poesía, de una importancia sociocultural que todavía no ha sido lo suficientemente valorada. Imágenes coloreadas de alborozo y por qué no, de felicidad –felicidad como emoción de enfrentar juntos y unidos, con el arma y el espíritu indoblegable de la poesía, el espanto del régimen criminal de Joaquín Balaguer–. Nunca como entonces, ni antes ni después, en diálogos, conferencias y recitales muchas veces multitudinarios la poesía y los poetas recorrimos pueblos, escuelas, barrios. Nunca como entonces la camaradería y la complicidad. Estábamos casi todos: Mateo, Alexis, Enrique, Rafael Abréu, Andrés, Wilfredo, Luis Manuel, Tony, Federico, Miguel Aníbal, y hasta Antonio Lockward, Enriquillo y René. Y entre ellos Norberto, con su sonrisa diáfana, su humor socarrón, paciencia y don de gentes con los que, sin ceder en la firmeza de sus ideas se diferenciaba de los belicosos y ganaba amigos como nadie. Norberto y sus historias, para mí deslumbrantes porque referían a realidades inéditas, de su origen cocolo, su infancia en el ingenio azucarero, su familia y experiencias a la llegada a la capital. Y no es que fuera particularmente abierto con sus cosas. La discreción y hasta el misterio estaban entre sus características. Sabíamos de sus amores, tempestuosos como los de la mayoría en esos años jóvenes, pero más por observación y deducción que porque él los contara. No tenía que decirlo porque era más que claro: tenía buena fortuna entre las féminas. Yo bromeaba con el tema, y él solo reía.
En 1972 salió a la luz su poemario La provincia sublevada. Estaba feliz con la edición de Taller, en la que participaron amigos queridos: Asdrúbal, René Alfonso, Condesito en las viñetas. El poema XI era uno de mis preferidos:
Yo no tuve libros
ni bicicleta.
Toda la poesía de los días
logré captarla
en difusos colores
de lápices ajenos.
Sólo fue mía
la temprana edad de lo triste.
La antiquísima soledad del hombre.
Las tibias noches del puerto.
La sal marina.
La brisa
y un incansable amor a la vida
y a la música que la hace posible.
Debió ser en la librería de la calle Hostos, donde lo encontré un sábado en la mañana, que era cuando acostumbrábamos recorrer las librerías de la ciudad colonial, que le dije cuánto me gustaba el libro. La cara se le iluminó y entusiasmado me dijo “pues, flaca, vamos a celebrarlo con una cerveza”. Si mal no recuerdo fuimos a una cafetería–bar en El Conde, muy cerca o dentro de una tienda de ropa. Poco tiempo después se fue a Cuba en compañía de Andrés, donde nos encontramos.
Norberto en La Habana. La Habana y Norberto. La amistad fortalecida bajo el cielo de las ilusiones, de las convicciones-contradicciones en el contexto de nuevas realidades. Días luminosos de estudio en los que no coincidíamos mucho, encuentros en noches de música y ron en el oasis que era la casa en El Vedado de los amigos dominicanos que estudiaban medicina, quienes nos acogían como hermanos. La Historia y las historias. El compromiso, la disciplina, la pasión por la literatura y el conocimiento, la decisión inamovible de crecer como creadores y seres humanos. Las imágenes de estos años son tan múltiples y brillantes como las de un caleidoscopio interminable.
De Norberto guardo tantos recuerdos como tantos y distintos fueron los tiempos que nos tocó compartir, y los que nos separaron. Porque no pocas veces, yo en otros ámbitos y él lejos, en el Boston frío donde acaso encontró el lugar que siempre buscó para el arraigo, lo imaginaba al lado de Beth y su hijo, entre sus libros, sereno y reconciliado con sus nostalgias y tristezas ancestrales.
Hace dos años recibí su último mensaje. Me dijo que terminaba de leer a Mark Strand y que seguía escribiendo. Tenía en el tintero una biografía de Máximo Gómez y un poemario. Se excusaba, humilde y entrañable como siempre, por la escasez de palabras debido al Parkinson.
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Soledad Álvarez (1950), poeta y ensayista dominicana autora de Autobiografía en el agua (2015).
Foto de portada: En el año 2015, el poeta Norberto James, celebra junto a su esposa Beth Wellington, su cumpleaños, en la Habana, Cuba.