Como lo dice el título, lo más probable es que este sea el mejor cuento del mundo.  No es por vanagloriarme, se los prometo, pero este cuento —sobre todos los otros cuentos del mundo (escritos o contados)— merece un preámbulo, una especie de prólogo al lector que explique las partes y los participantes, los personajes y los protagonistas.  Ha menester de un prólogo formal y con atuendo jacobsoniano que conste de su hermenéutica y su semiótica, su estructura derridana y una fibra lacaníaca para que encaje bakhtinianamente en su tiempo y en su espacio; pues este cuento es cosa meritoria de exégesis.

Es pues que de plano nos tenemos primero a mí; o sea, yo, el que escribe. Seguido nos tenemos a ti o a ustedes, los que leen. Bien podría presentarse el argumento de que de plano nos tenemos primero a ti o a ustedes, los que leen, y que seguido nos tenemos a mí; o sea, yo, el que escribe. Ahora bien, que no se me mal entienda, porque este último argumento, bien presentado, puede ser plausible y hasta convencer a muchos. Si nos lo planteamos puede ser; o sea: de plano nos tenemos a ti o a ustedes, pues existen (o preexisten) en plano de receptor, sin los cuales la función comunicativa no tendría sentido, más sentido tendría escupir para arriba para poder usar el pañuelo, porque: ¿qué es un escritor sin lectores? Pero bueno, como yo soy el que escribe, me he tomado la libertad de presentarme a mí en primer plano, porque de hecho y en última instancia: yo soy el que se sabe el cuento.

Sí, el cuento (este cuento), ¿se acuerdan?: el mejor cuento del mundo.  Pues lo dicho: este cuento necesita ese preámbulo, ese prólogo al lector, y a manera del mismo digo que Gerardo (o Geraldo) era también de mi pueblo, y que cuando el ciclón David de 1979, él se refugió en la iglesia católica que quedaba ubicada (todavía) frente a donde estaba su casa (es importante denotar este hecho en el prólogo, pues al hacerlo se define una parte). Resultó que durante el ciclón todo el mundo gritaba y lloraba confundidos en la desesperación; la ira de la naturaleza les era incomprensible: techos y casas volaban por los aires en común. Gerardo calmaba a la muchedumbre diciéndoles que todo era obra de Dios, que no se preocuparan que “eso” eran cosas de Dios.  Y sucedió que en un momento una ráfaga de viento abrió de par en par la puerta lateral de la iglesia que daba al frente de su casa, y cuando Gerardo miró y sólo vio el solar vacío y ninguna señal de su casa, exclamó en medio de la iglesia y frente a la imagen del Cristo sangriento: “Ya eto no son cosa de Dió, ¡Son cosa der diablo!”

Pero volvamos al cuento, que para prólogo lo dicho basta.  Y que conste que este es el mejor cuento del mundo, y dice así:

Gerardo tenía un mulo que se llamaba Martin. 

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Keiselim A. Montás (San Cristóbal). Hermano mío, marido de Kianny Antigua, papá de Mía, lo demás es paja e’ coco. 

Imagen de portada: Jimmy Valdez Osaku