En las rutas momentáneas de una gota de aceite abro los ojos. Empobrecido por la mañana, entre los perros de la canícula, reconozco la piedad. Aún cerca del polvo, mantengo el sol entre las costillas.
El ayuno de sal y agua me devuelve la imagen de un pavo real absorto por las luciérnagas de un hacha afilándose. Renegado de los manteles extendidos para un día de campo, apetezco la emoción de la mantequilla y el relámpago alumbrándome en un movimiento de comensal con hambre de dos días.
Otro habla por mí, lengua de una sola vocal aferrándome a sus ácidos. Con un crecimiento de uñas, las vísceras rotas, distingo la colina del cielo y la gravitación de sus pájaros.
Con una gota de semen en su salmodia, las hormigas parten de mí, hacia su noche de larvas.
De Espuela para demorar el viaje (1993)
Un dios menor
Hace muchos años jugué a derretir soldados de plomo para vaciarlos y fundir luego un dios pequeño. Cuando lo tuve en su bruta materialidad me esmeré en pulirlo, en procurarle un resplandor cenital. Más tarde le impuse el nombre de Sargento de Salmones. Él es mi vigilia y mi agostadero de menta. Le asustan los relámpagos, los pechos de mujer a reventar, los caballos enanos. Con un silbato de ovejero lo llamo y nunca viene; sin embargo, lo sé, él está conmigo, lo siento balbucear dentro de mí las palabras que nunca diré para invocarlo.
De Lo que dijeron las estrellas en el ojo de un sapo (2012)
La interpretación de los sueños (1900), Sigmund Freud
dejo a mi novia
un puñal y una carcajada.
Gerardo Diego
Amancebados, un sofá y una pipa funcionan de maravilla, sin arrogancia ni celos. Van a lo que van: cónyuges ebrios y momentáneos. El uno se prolonga en el otro entre lo relativo de ir o volver por el camino que deja tras de sí una gota de mercurio camino de sus bodas de oro. La persuasión del viaje tiene, para ambos, forma de ventana del Transiberiano: países breves con hielo o con sol que pasan a la velocidad del lengüetazo de un camaleón. Desde tal enclave de lucidez, ninguno de los dos participa en obras pías en casas de ancianos, ni mucho menos, en doctrinas para salvar a todas las almas del Purgatorio. Se llevarán bien desde el principio, sin forzar la charla hablando de la pesca del esturión o de los espejismos de lujuria en las caravanas del Tuareg o preguntando por aquel pariente común ahogado en un vaso de agua con sal de uvas.
Los dos saben su oficio y no presumen nada. El sofá es un murmullo de algodón con lavanda a la hora del beso y se torna, pasada la carnicería y los tiros de gracia de rigor, en un mar meditabundo cuando la vida se ha tragado la llave de la casa del placer. Como amantes curtidos se besan con cimitarras. La pipa está resuelta a perderlo todo, en nombre de ese amor ultramarino, calculadamente sádico y cimarrón: la penúltima y rubia brizna de tabaco, la boca del que fuma con ensoñación de flautista poseído por lo que el viento se llevó, la humarada azul donde todos desparecemos, incluso este lector que tropieza por aquí y cae sobre el toldo de la procesión de un cardenal camino a una emboscada de cuchilleros en una bocacalle de Palermo.
En cada dentellada caníbal no buscan la eternidad. Ni siquiera el alma del amado, interesada en doblar la apuesta al caballo que galopa —cierto río de odaliscas fumando opio— por un carril fluvial y nocturno. Otros metales perforan sus ojos. Otros incendios marcan su lejanía. Lo que está en juego, dicho en lengua visigoda, es la vida en el amor. El barro de la locura en el torno de la imaginación. Los números y las letras dispuestos en el primerísimo motor, allí, entre el paréntesis de un escorpión atravesado por un alfiler de oro sobre una pizarra de alcornoque.
Inédito
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Ernesto Lumbreras. (Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966). Entre sus libros recientes de poesía se encuentran: Numerosas bandas (2010) y Tablas de restar (2017). En 1992 se hizo acreedor del Premio Poesía Aguascalientes por su libro Espuela para demorar el viaje (1992).