Cuando los dioses griegos decidieron en asamblea el retorno de Odiseo (Ulises) a Ítaca y a los brazos de su amada Penélope y de su hijo Telémaco, el mar, el que separa y une, el que ahoga y salva, el que es bravío y tierno, el de acantilados y playas, el mar en fin, el de levantes y ponientes, el de cíclopes, lotófagos, lestrigones y sirenas pasa a ser el escenario de esa mítica leyenda y de infinitas historias, de Oriente y Occidente, que tendrán sus aguas como elemento de unión y de separación, como aliento de cercanía y sopor de distancias, el mar mismo, en su simpleza y su complejidad, en su apagado verbo y su rugido de espanto, en sus luces y sus sombras.
Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos, que anduvo errante muy mucho después de Troya sagrada asolar; vio muchas ciudades de hombres y conoció su talante, y dolores sufrió sin cuento en el mar tratando de asegurar la vida y el retorno de sus compañeros. Mas no consiguió salvarlos, con mucho quererlo, pues de su propia insensatez sucumbieron víctimas, ¡locas! de Hiperión Helios las vacas comieron, y en tal punto acabó para ellos el día del retorno. Diosa, hija de Zeus, también a nosotros, cuéntanos algún pasaje de estos sucesos. (Homero, La Odisea)
El mar inmensurable, olímpico y épico de Píndaro en sus Ístmicas. el mar como un muerto enorme en José Martí. El mar lleno de urgencias masculinas en Lugones. Al mar de la leyenda se aproxima otro, con rostro y dimensión oceánicos. Es el mar hecho cementerio, el mar de las penurias existenciales del ser del siglo XX, ese en que el poeta Yves Bonnefoy descubre sufrimiento y presiente profundos secretos ontológicos. Es un mar reflexivo, aunque impetuoso: el de las abisales meditaciones del yo. En el mar-cementerio de Valéry la poesía es en sí misma pensamiento que se piensa. Metáfora del silencio de la muerte y de la conmoción vital. La palabra de Valéry persigue música en la emoción y música en el sentido, y con ella dibuja el marino cementerio de la espiritualidad de una época, de un tiempo, el que marca el final de la Primera Guerra Mundial. El mar como deslumbramiento, como constante recomienzo, como movimiento sin descanso. El mar leal dormido entre sus tumbas, el rey de las sombras convertido en lumbre.
¡Azul! Soy yo. Regreso de lúgubres canteras / a ver el mar lanzando sus escalas sonoras, / y al filo de los remos de oro, en las auroras, / zarpando de su rada nocturna las galeras. / Mis manos solitarias invocan los monarcas / ‐yo hundía entre su barba de sal mis dedos puros‐. / Llorando he visto, al eco de sus himnos oscuros, / huir los golfos ante la popa de sus barcas. / Oigo las caracolas profundas, los helicones / marciales en las rítmicas alas de los timones; / claros cantos remeros que encadenan rugidos. (Paul Valéry, El cementerio marino)
En su exilio norteamericano, que lo llevará a morir de cáncer en Boston, a los sesenta años de edad, aunque sus restos se sepultaron en Puerto Rico, el poeta español Pedro Salinas, nacido en Madrid, tierra sin mar, se maravilla con la luz y el azul del mar Caribe de la isla borinqueña, donde apenas pasó unos meses entre 1943 y 1944. Mar y persona contemplados y penetrados por la agudeza del pensamiento sensible y la certeza de la palabra. Derrota, fragmentación y exilio transformados en una dicha caribeña cuyo mar, incesante destello de luz, le hace recuperar el aliento y la esperanza. El sereno mar que se contempla desde la mirada del poeta como aquello que jamás se arroba, sino que, al contrario, va de lo ya hecho a lo hacedero. Ese, que de tanto mirarlo en su profundidad y belleza nos salvamos y también morimos. Ese mar caribeño que ha padecido, también en la distancia y recuperada cercanía, Pedro López Adorno, convertido en espejo maleable, convexo, capaz de desorientar las brújulas del cielo y de sacudirse en medio de huracanes. El mar sucesivo de otro poeta borinqueño David Cortés Cabán, para quien lo revulsivo, lo tempestuoso de las aguas saladas acontece dentro de su ser.
De mirarte tanto y tanto, / del horizonte a la arena / despacio, / del caracol al celaje / brillo a brillo, pasmo a pasmo / te he dado nombre; los ojos / te lo encontraron, mirándote. / Por las noches, / soñando que te miraba, / al abrigo de los párpados / maduró, sin yo saberlo, / este nombre tan redondo / que hoy me descendió a los labios / (…) / Hoy te he visto amanecer / tan serenamente espejo, / tan liso de bienestar, / tan acorde con tu techo, / como si estuvieses ya / en tu sumo, en lo perfecto. / A tal azul alcanzaste / que te llenan de aleteos / ángeles equivocados. (Pedro Salinas, El contemplado. Tema con variaciones)
Los repliegues del mar son incontables. Hay mares de viajeros y de náufragos, de turistas en cruceros y yoleros, de piratas e invasores. Mares de alegrías y tristezas. Mares que acercan y distancian. Mares que como en Juan Carlos Mestre ascienden por las corrientes de ríos y afluentes, lagos y arroyos donde se agolpan retahílas de pobres y pueblos. Y en la Costa Brava, en Portbou de Cataluña, donde el Mediterráneo acogió el pensamiento, la vida y la muerte desesperada de Walter Benjamin, el poeta madrileño Antonio Crespo Massieu se duele en elegía por unas aguas que, siendo mar, amor o marea, siendo vaivén que viene, que suena y resuena, mar que se abre y cierra acariciando, lamiendo o atravesando la tierra, terminan convirtiéndose en imagen de un hondo misterio que se resuelve en el mar de Alfonsina y en el Sena de Paul Celan.
Y más temprano que tarde el diálogo, el encuentro, reencuentro y desencuentro entre Europa, África, Asia, América y el Caribe antillano, el de la diversidad étnica, cultural, lingüística en la palabra ubérrima y homérica de Derek Walcott, que penetra en la meditación sobre la historia y las culturas. Memoria colectiva y desgarramiento individual que hace aguas en las orillas múltiples del Caribe que nos funda. Pero antes, el mestizaje y Tomás Hernández Franco, la hibridez en que descansa una idea de nuestra identidad, que se rehace como el mar, constantemente, y que como el río heraclíteo fluye sin repetirse. Lo blanco y lo negro, lo dulce y lo agrio. El yin y el yan. La magia y la realidad. La superstición y el sueño. Lo gélido del fiordo, la niebla en la ontología de Erick, frente a la calidez quemante de la sangre antillana en la mulata Suquí y toda la dificultad que implicará escribir algún día la historia de la niña nacida de su carnal ayuntamiento: Yelidá.
Así, una mañana talamos las canoas. / Filoctete sonríe a los turistas que le roban / el alma con las cámaras. Si el viento trae noticias / a los laurier-cannelles, las hojas tiemblan / no bien las hachas de sol golpean los cedros, / porque en nuestros ojos pueden verlas. / Viento eleva los helechos. / Suenan como el mar/ que nos alimenta siempre, y el helecho dice, ´Sí, / los árboles mueren´. / Nosotros, puños al bolsillo, / ya que la altura enfría y nuestro aliento es de plumas / como la niebla, pasamos el ron. Y este al volver / nos da el valor para ser asesinos. (Derek Walcott, Omeros)
Además…
Era el quinto hijo para el mar nacido / Erick creció en su idioma de anzuelo y de corriente / fuerza de remo y sencillez de espuma /como todos los muchachos de la playa /mitad Tritón y mitad Ángel. (Tomás Hernández Franco, Yelidá)
Sin embargo, para que la noche huela a mango, a piña, a jazmín; un olor tan nuestro que ni siquiera la excresencia ilustre del europeo o del yanqui han podido vencer. Para que el mar se muestre en sus blancas y ágiles palomas, que jamás atinan al vuelo, como en los versos de Enrique Eusebio, para que se vuelva fiesta de sonidos, colores y alcohol, el mar tiene que ser isla rodeada de un lamento por todas partes. Así, la maldita circunstancia del agua por todas partes, que ahogaba a Virgilio Piñera en una taza de café y lo asfixiaba entre auríferas arenas mientras se dilataban sus ojos. Son esas, las mismas islas, desde las que Juan Carlos Mieses cruza nadando sutilmente el mar de sempiternas encrucijadas y se pregunta ¿quiénes somos?, ¿desde cuándo nosotros?, ¿en cuáles arenas y de qué isla se han borrado nuestros pasos, los pasos de nuestros ancestros? Somos, entre pleamar y bajamar. Un llamado de tambor y un pensamiento de luna nos seducen.
Y medito…
Ese mar que se derrama noche y día, / Ese bosque con orillas de arena, / Ese vuelo de aves en las sendas del viento, / Esos túneles bajo el mundo / Donde el sol nunca canta, / Ese metal de fuego donde habitan demonios, / Ese dios con espinas / Que los hombres mataron hace tiempo / Y que aún respira… / Eres tú, / Soy yo, / Somos nosotros. (Juan Carlos Mieses, Desde las islas)
Entre peñones de sombras y cacharros; entre larvas y astillas diminutas cuyas raíces penetran en la boca; entre interrogantes que laceran y respuestas que lastiman; entre modernización, atraso, dispendio, latrocinio, inequidad e impunidad; entre lo virtual y lo irreal; entre la incertidumbre y el desconcierto; entre estos males y otras esperanzas que los mares y los ríos denuncian a gritos en sus dialectos, la poesía de Alejandro González Luna se prepara para el estudio de un poema de la isla, rodeada de su mar por todas partes. ¿Fatalidad o gloria? ¿Supervivencia o muerte del Nostrum Mare?
una bolsa de supermercado / que flotaba como una medusa / una red de pescar que el mar / no se supo tragar / la cabeza de una muñeca / (los ojos abiertos como paraguas) / trozos de madera y cartón y / alrededor, pececitos transparentes, / ágiles como relámpagos / una botella que no traía mensaje alguno / y un zapato sin par -marca Rebook- / probable vestigio de un naufragio del / que no tuvimos noticia (Alejandro González Luna, Donde el mar termina)
Y no digo más.