Anoche hice la ruta de Alejandra. Nadie sabe en esta ciudad dónde vivió hasta su suicidio y todo el mundo piensa que sus casas fueron solamente en Avellaneda y en París. Pero quien como yo ha leído sus diarios y sus correspondencias, conoce el drama que fue para ella mudarse sola a su apartamento en Barrio Norte; a ese en donde, después de un montón de intentos fallidos, sucumbió finalmente a cincuenta pastillas de Seconal. Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay…
Me desmonto en Santa Fe, a dos esquinas del subterráneo que deberá, según mi hijo, acercarnos a la calle Montevideo. Voy caminando y una extraña sensación va asustándome. Me siento peligrosamente cerca de algunos pasos que presiento. De alguna manera, que todavía no comprendo, voy desesperada. Por eso pregunto a un viejito que está fumando en la puerta de un café: ¿Dónde está el subte? Y su respuesta es justamente la pregunta que no sabíamos que necesitábamos: “A dónde te diriges vos?”. Le digo que vamos a Montevideo, a la altura del 900. El señor se ríe y nos dice “pero para qué van a tomar el subte si están a cuatro cuadras de ahí”. En ese momento supe. Era allí, donde nos dejó el colectivo; allí mismo se apeaba Alejandra cuando caminaba a casa por esa calle viniendo del centro.
Seguimos por Paraguay, cruzando Uruguay y no recuerdo cuáles otras dos calles, hasta llegar a la más oscura de la zona, aunque tal vez la oscuridad era lo único que podía percibir yo a esas alturas. Torcemos a la derecha y todos los edificios se parecen, 951, 970… y ahí está. Algo de mi respiración se ha roto. Estoy en la acera de enfrente y toda la poesía de Alejandra Pizarnik, al igual que lo hizo con ella, me está ahogando. No me atrevo a cruzar y quiero irme, pero siempre he sido fuerte. Así que con manos temblorosas saco el Blackberry para hacer una foto. No tiene ningún sentido irme de allí sin documentarlo de alguna forma. Mis manos tiemblan y el edificio se niega a dejarse fotografiar. Una farola solitaria ilumina la calle y lo deja en sombras, tal y como a ella le hubiese gustado.
Pienso en su amor por la oscuridad y en su delirio de invertir la noche y el día. Por eso apagaba las luces de su apartamento y se movía en la penumbra con la habilidad de un ciego. Entonces me arriesgo a mirar más arriba y lo veo. Tiene que ser ese: el 7C. Hace frío y no me gusta llorar cuando hace frío, pero hay una escarcha helada sobre mis pupilas que no me deja ver con claridad lo que estoy mirando. Y me arriesgo a cruzar la calle para buscar una placa, un verso, unas palabras que conmemoren la angustia de no poder nombrar lo que no existe, la última caída en picada desde la soledad en pos del único destino posible: un silencio perfecto. NADA. No hay nada allí que la redima. No hay un perdón escrito en español, francés, yiddish. Como su poema, Alejandra es una niña dibujada en el muro con tiza rosada y ha sido borrada por la lluvia de cuarenta y un inviernos.
Le pregunto a un chico que va a entrar al edificio si ese es el lugar donde murió la Pizarnik y me mira alucinado. “Ni idea” dice, y algo sin nombre se aprieta en mi pecho. Recuerdo repentinamente que es justamente una placa que certificaba que allí había vivido W.B. Yeats lo que entusiasmó a Sylvia Plath para mudarse en el 23 de Fitzroy Road, Londres, donde metió su cabeza en la estufa de gas para apagar sus terrores. La muerte y la vida han sido documentadas en ese edificio londinense ampliamente publicitado en fotografías. Para Alejandra nada. Para la mujer que escribió con los huesos, nada. Para “el último lujo de la poesía argentina”, nada.
Pienso de nuevo en la muerte como sujeto del texto. La fascinación por enmudecer todas las voces que dictan en la sangre el poema, y que a mí también me obsesionó cuando empecé a escribir poesía como única posibilidad de seguir respirando. Ellas no vivieron el periplo hacia la vida. Sus trenes se detuvieron mucho antes de cumplir los cincuenta años, y me pregunto si no hubieran mutado en sus obsesiones al igual que lo he hecho yo misma, para perturbarse al revés, para encontrarse con la vida. La muerte siempre está demasiado cerca del poema y por eso escribir es traficar la vida en un borde resbaladizo.
El delirio de la nada es todo lo que queda frente a la totalidad del texto. Morimos en el punto visible o invisible en el que termina cada verso. Por eso, de tanto morir, creo que por eso, es ahora cuando busco la vida donde empieza a escaparse sin remedio. Porque hay una temporalidad biológica también en la duración del poema, una maduración y un instinto de perpetuación que consigo LEER en autores como Porchia o Cernuda, de algún modo parecido a la resignación que alimenta los últimos poemas de Borges.
Virginia, Alejandra, Sylvia, Anne, Alfonsina, Delmira, murieron de su atemporalidad, de su edad de vacío, de la soledad cuando es terrible, asesina, perra.
Todos estamos solos, muy solos, en el acto de crear y recrear nuestra extrema sensibilidad y por eso terminamos anestesiándonos, endrogándonos de presencias que substituyen el pathos. El chorro de sangre es el poema, dijo la Plath, y nada lo detiene.
Hay quienes mueren de morir y ese fue el caso de Alejandra Pizarnik. Y yo viví su muerte allí donde ella logro al fin hacerla concreta. Por eso ya no quiero ir a su tumba en el cementerio hebreo. Ya no me interesa. Porque la verdadera tumba está allí donde morimos, donde el pecho detiene la agonía escribiendo en el silencio el último poema.
(De Brevedad de lo Eterno, inédito, 2023)
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Martha Rivera-Garrido (Santo Domingo, República Dominicana, 1961), poeta, narradora, traductora, ensayista, y articulista de opinión. Estudió Ciencias Políticas en la Universidad Autónoma de Santo Domingo y fue coeditora de la publicación feminista Quehaceres, del Centro de Investigación para la Acción Femenina, CIPAF. Ha sido traducida al inglés, italiano, portugués, francés, alemán, hindi, bengalí y árabe. En el 1996 ganó el Premio Internacional de Novela Casa de Teatro, con He olvidado tu nombre.