“Los centenarios de los grandes hombres no deberían aludir nunca a la muerte, sino al nacimiento. Celebrar el nacimiento es aceptar la vida como un don al que debe dársele sentido”.
Manuel Rueda: “Dominicanidad de Pedro Henríquez Ureña”
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Dentro de unos días, el 24 de agosto, se cumplen cien años del nacimiento del poeta y músico, narrador, ensayista, dramaturgo, estudioso del folklore y maestro Manuel Rueda.
República Dominicana no celebrará como correspondería (por todo lo alto), el centenario del artista más relevante, plural e influyente de nuestro siglo XX. No me sorprende el desinterés. Signo doloroso de la pobreza, no sólo económica, que nos asola: es la palmaria indiferencia hacia la cultura, el desconocimiento de sus mejores valores y figuras en una sociedad postrada ante el becerro de oro y los ídolos falsos. Acaso algún día el país vuelva la cara hacia lo mejor de sí mismo, y entonces será capaz de valorar y enaltecer la obra de quienes han dedicado su vida al espíritu que nos salva. Mientras –así seamos solo unos pocos, impenitentes en el poder de la poesía y en la capacidad de la cultura para hacernos más profundos y críticos–, celebremos el nacimiento del amigo, la vida del autor de textos fundamentales para nuestra literatura como un don al que debe dársele sentido.
Que la poesía y radical exigencia estética de Manuel Rueda iluminen la negrura de este tiempo brutal.
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Regreso a Manuel Rueda como a un jardín de senderos que se bifurcan. Ante mí, en la extensión de su vida y su obra inmensa, caminos que se dividen y ramifican, ascienden y bajan, se entrelazan y cruzan en un entramado de opulenta vitalidad.
El primer y primordial camino me lleva, entre guazábara y cambronales, a su Monte Cristi natal, y en el trayecto a esa cúspide temprana de su obra poética que es La criatura terrestre (1963) donde el niño, “solo y curioso de su mundo, solo”, acodado en la ventana de la casa familiar descubre las complejidades del mundo que le rodea, y no entiende, y resistiendo con furia el impulso radiante de entregarse a “la hirviente caravana de jóvenes, de seres invitantes / portadores de rosas y banderas”, ve pasar a ese otro que desde entonces no le abandona: los desheredados de la fortuna, hombres y mujeres diseminados por la tierra, hijos de los caminos y las montañas con su destino en las espaldas. Si en la casa, mundo ideal de ángeles, leves pañuelos y albos trajes almidonados, la madre le dice que es hora de partir el pudín y atender a los invitados, desde lejos y cerca “las criaturas huérfanas, la criatura terrestre, verdadera” le llaman: los negros milenarios, los mendigos razonables, los locos. “¡Oh visión de la tierra! Turbio amigo / que me has obsesionado desde siempre” exclama antes de adentrarse en la selva oscura de la vida y volver los ojos para mirar, en lo alto y lo hondo su pueblo arrinconado, “pueblo enterrado en lluvia y olvido”.
Desde entonces Monte Cristi, el pueblo de la frontera confluente de culturas antípodas, “allí donde el Artibonito, dividido, da a cada orilla su mitad de alivio y hojarasca”, y “la isla está tronchada donde más nos dolía”. Desde entonces la dualidad, el poeta dividido en dos mitades, en realidades contrastantes, limítrofes, y, como tal, participante de la tierra y el cielo, de la carne y el espíritu, de la noche y el día, del bien y el mal. El poeta, un ser fronterizo, de límites y realidades que se bifurcan y convergen, rayano como el rayano que recupera en su obra: “hombre alegre que paseaba en un mundo sin derrota” hasta que alguien, mientras estaba dormido, trazó sobre él esa línea, diciendo: “tú serás dividido para siempre. Un brazo aquí y el otro allá. A mí, al ambidextro, / que hacía arrodillar a un toro mientras acariciaba a una criatura”.
La conciencia y angustia de fragmentación sustentan el deseo de unidad y totalidad en Rueda, en su obra literaria que alguna vez califiqué de indivisa por la unidad orgánica entre la vasta obra poética y la narrativa. Desde Las noches (1949) hasta Las edades del viento (1979), desde La criatura terrestre y Por los mares de la dama (1976), hasta Congregación del cuerpo único y Las metamorfosis de Makandal (1998), incluyendo su obra narrativa Papeles de Sara y otros relatos (1985) y Bienvenida y la noche (1994): las mismas preocupaciones, similares temas y motivos, enriquecidos cada vez; significados y figuraciones, procedimientos, imágenes y símbolos comunes. Y en cada texto el impecable andamiaje verbal, la máxima explotación de las propiedades estéticas de la palabra para trascender el significante y llegar al lenguaje como morada del Ser.
En su ensayo sobre las obras completas de Franklin Mieses Burgos, Rueda apunta que toda la obra del poeta sorprendido gira alrededor de un nucleo generador, tanto verbal como dialéctico, al que van sumándose todas las categorías. El señalamiento es válido para él mismo. De ahí que José Alcántara Almánzar, el más autorizado crítico de la obra de Rueda, y su entrañable amigo, al referirse a Las metamorfosis haya afirmado lo siguiente: “Poema de todos los poemas, libro que resume todos los libros del escritor, en el que se compendian sus preocupaciones y experiencias vitales y estéticas”.
En La metamorfosis de Makandal el poeta regresa a los orígenes, a la fuente de donde mana su poesía, a la noche oscura del mito, al pueblo de la infancia y a los caminos empobrecidos de su tierra donde marchan solos hombres y mujeres sin esperanza. En el remate, broche luminoso de su obra, regresa a los sentimientos primordiales, de amor a la tierra, a la vida, la naturaleza y la palabra; a la fuerza del deseo, avasallante y atormentado en Congregaciòn del cuerpo único, liberador y delirante en Makandal;al cuerpo y principio andrógino más allá de prejuicios y formas, a la identidad dual y abierta, a la obsesión ontológica que atraviesa su obra literaria ya sea desde la crítica a la negación del otro y de la diversidad que ha marcado el ser nacional y nuestra historia, o desde nuestra condición humana de hombres y mujeres en límites geográficos y estancos culturales, que a diferencia de Makandal no tienen la posibilidad de ser “uno en extensión de dos”, ni de alzar el vuelo al cielo indiviso desde la tierra dividida y la muerte.
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El camino de Manuel Rueda más transitado por mí, al que vuelvo con frecuencia tras el consuelo o la inspiración de su recuerdo, es el que me lleva no ya al laureado escritor, figura central del arte y la literatura dominicanas, sino al amigo de tantos años, de tantas enseñanzas y momentos compartidos. Camino de Manolo. Imágenes que comparto porque, si el tiempo abrillanta las grandes obras, y con ellas la dimensión del autor, también encontramos, fuera de la página, el influjo inmensurable de su presencia en el ámbito y la actividad cultural de su tiempo, ascendiente entrañable en quienes tuvimos la dicha de conocerle y estar cerca suyo.
Mis primeras imágenes de Manolo datan de los años iniciales de la década del setenta, período en el que desarrolla una vertiginosa actividad como director del Conservatorio Nacional, concertista y profesor de música, director del Instituto de Folklore de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, dramaturgo exitoso, patriarca omnipotente de la literatura, autor de la Antología panorámica de la literatura dominicana junto a Lupo Hernández Rueda, orientador de los jóvenes escritores, y desde entonces amado y odiado. Estoy, como innumerables veces después, frente a su apartamento en la Pasteur. Miro hacia arriba y lo veo sentado en el sofá repleto de libros, lapiz en mano y en las piernas el cuadernillo infantil en el que escribe a mano las obras que lo convertirán en una de las cumbres de la literatura del siglo XX dominicano. Me recibe exultante porque prepara, con entusiasmo juvenil, su conferencia “Claves para una poesía plural”, con la que dinamitará la literatura dominicana, despertándola del letargo de años en el que había caído. Tiempo de plenitud creativa y felicidad porque la casa se convirtió en centro de encuentro de los jóvenes escritores y artistas que le apoyaban y ayudaban a pasar los originales. Creo recordar a Miguel Vila y a Luis Manuel Ledesma, con sus habilidades frente a la máquina de escribir, disponiendo bloques y colores. Poco antes de irme a Cuba, en 1975, lo vi entusiasmado y combativo por los ataques que recibió a raíz de la publicación del vetado Con el tambor de las islas. Manolo disfrutaba a mares ser piedra de escándalo, y él mismo, como sucedió con la publicación de La metamorfosis de Makandal, hacía notar guiños y claves en la obra.
Mi regreso a Santo Domingo, en 1981, marcó el inicio de la relación cercana que mantuve con Manolo durante casi veinte años. A poco de llegar, recién graduada de la Universidad de La Habana, me invitó a acompañarle en la creación y puesta en marcha del suplemento literario del periódico que el empresario José L. Corripio se proponía sacar a la luz. Después de meses de espera (porque el periódico tardó para salir más de lo que se esperaba), de mañanas, tardes y noches de preparativos ilusionados –Manolo haciendo galas de su perfeccionismo tanto en el contenido como en el diseño de la publicación–, la noche del viernes 1 de agosto de 1981, tuvimos en las manos el primer número de Isla Abierta que circularía al otro día, sábado. Solo años después, cuando recibió el prestigioso Premio Tirso de Molina por su Retablo de la pasión y muerte de Juana la Loca volví a verlo tan feliz. Isla Abierta fue el desvelo de Manolo, la razón de ser de sus afanes durante años. Aquellas páginas desplegaron sus inagotables conocimientos sobre el arte y la literatura universal y dominicana –no creo equivocarme si digo que no ha habido conocedor más acucioso y completo de la nuestra literatura que él–, trabajos críticos sobre los escritores reconocidos, textos inéditos y valoraciones de los más jovenes, artes plásticas, música, arquitectura, cine, danza, gastronomía. Quería cubrir todos los aspectos de la cultura. Y era una caldera en ebullición. Contundente en sus valoraciones y juicios, en algunas ocasiones discrepamos, y tengo que admitir que era difícil sostener la argumentación.
Manolo era exigente, incisivo y directo. Con una capacidad de observación impresionante. Polemista temible. De espíritu crítico y libre, no se amilanaba frente al estáblisment ni los poderosos: para muestra el botón de la carta pública que envió a monseñor Nicolás de Jesús López Rodríguez cuestionándolo con sarcasmo por no haberlo recibido con motivo de la celebración del número 200 de Isla Abierta. Implacable con los demás porque lo era consigo mismo, de una sinceridad a veces brutal, sobre todo con los que quería. Pero a la vez era un seductor, capaz de desplegar encantos irresistibles, conmovedoras atenciones y gestos de ternura hacia los amigos. Como aquella vez que le invité a cenar –nada le hacía más feliz que le invitaran a una buena cena– y me sorprendió entregándome, bellamente envuelto, un CD de Cecilia Bartoli. Antes me había regalado Las Variaciones Goldberg por Glenn Gould.
Nunca olvidaré sus querellas afectuosas con Arístides Incháustegui o Freddy Gatón Arce. Con Freddy hablaba casi a diario, por teléfono, cuando lo visitaba en la casa o en las oficinas de Isla Abierta. Yo disfrutaba de sus conversaciones, verdaderos duelos de la inteligencia en los que Freddy hacía galas de su ingenio socarrón, y Manuel de sus juicios implacables. La muerte de Freddy le ensombreció el ánimo, acentuó la tristeza que le fue ganando en los últimos años.
Apasionado, temperamental y complejo. De honduras y misterios inaccesibles. Niño grande, sabio amante de la vida, de la gastronomía y la mesa bien servida, de rigor el mantel planchado, copas y vasos del mejor cristal, la cubertería.
Para los que estábamos cerca de él, los años finales de Manolo fueron más que desoladores. El vigor y la luz que despedía su presencia fueron apagándose, cediéndole el paso a un deterioro físico evidente. Igual la casa, que fue siempre continuación de su dueño. Los espacios, antes limpios y bien cuidados por la madre, lucían abandonados. La mesa, rebosante de las más suculentas delicias dominicanas y de sofisticados platos de la cocina internacional, languidecía por la ausencia, primero de las tías y después de un buen servicio. Afortunadamente en esos momentos estuvo Rolando, compañero del último tramo que, además de cuidarle, lo alegraba con ocurrencias y disfraces, como aquella tarde, cercano el carnaval, que mientras leíamos se nos apareció disfrazado de Drácula, con capa negra y grandes colmillos plásticos.
Muchas otras imágenes conservo de Manolo. Si haber compartido tantas experiencias con el amigo es un regalo de la vida, honrar el legado del escritor y músico genial es un compromiso con los valores del espíritu y la libertad intelectual, con la fidelidad a la palabra.
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En portada: Flor Endémica. Técnica mixta. 61”x 41”, Col. Museo de Arte Moderno, 1981.
Soledad Álvarez (1950), poeta y ensayista dominicana autora de Autobiografía en el agua (2015).