De madre a hija (confesión)
Por Camelia Flores
Eran casi las cuatro de la madrugada cuando rompí fuente y me desperté con los muslos fríos, mojados por el derrame amniótico de una preñez no buscada que disimulé durante los primeros seis meses comiendo más de la cuenta y engordando mucho porque estaba convencida de que si me descubrían perdería mi trabajo. Por suerte, durante los últimos tres meses de mi embarazo, cuando ya no podía aguantar más y estaba a punto de contarles lo que me había sucedido, los señores se fueron de viaje por el Mediterráneo y nos dejaron a las dos muchachas del servicio bajo el mando de la vieja Rosaura, la cocinera que tenía con ellos más de treinta años. A ella y a Flora la lavandera les conté todo desde el principio, tal como te lo cuento hoy, y me ayudaron a sobrellevar la situación pues habían pasado por experiencias similares.
Viví esos primeros seis meses llena de miedo porque si me despedían no tendría a dónde ir pues nadie le habría dado empleo a una muchacha con la barriga creciéndole. Tampoco me atrevía a retornar preñada a la aldea después de haber dejado la escuela para venir a la ciudad a ganarme la vida como empleada doméstica. ¿Qué otra cosa podía haber hecho? Me quedé sola en el mundo tras la muerte de mi abuelo acaecida el mismo día en que cumplí los veinte años. Si regresaba encinta, ¿qué habría dicho el vecindario al verme, derrotada y embarazada, menos de un año después de haberles dicho a todos que solo regresaría después de graduarme en la universidad?
Mamá había muerto dos años antes y lo único que me quedó en el mundo a partir de ese momento fue mi abuelo. Es verdad que yo era bonita, me lo decían constantemente los hombres de la aldea que se acercaban a requerirme ofreciéndome villas y castillos. Yo no estaba en eso de hombres y lo único que quería era quedarme en casa cuidando a mi abuelo y sintiendo la dicha de saber que él también me cuidaba.
Eso ni siquiera lo entendían algunas de las vecinas celestinas, pues hubo varias que se atrevieron a decirme que los varones de la aldea no se explicaban cómo yo, que me hacía más mujer todos los días, podía pasármelas cocinando, cosiendo y limpiando la casa sin participar en las juntas festivas de la comunidad. La verdad es que yo no pensaba en hombres, sino en uno solo pues no me sentía atraída por los toscos sujetos de la aldea, vulgares animalotes casi siempre malolientes cuyas ásperas manos yo tenía terror de estrechar cuando alguno se acercaba a saludarme. A los muchachos de la escuela yo los veía como copias de los adultos y a algunos les tenía aún más temor pues éstos se propasaban continuamente con las muchachas haciéndonos todo tipo de gestos indecentes que nos asustaban y avergonzaban.
La vulgaridad de los machotes de la aldea me ofendía y por ello solamente me sentía atraída por Manuel, el hijo del carnicero, el único varón tranquilo en todo el caserío de quien los vecinos sospechaban que era maricón porque no andaba en tragos ni visitaba la gallera ni gustaba de los toros ni se quedaba en la taberna echando palabrotas y cuentos groseros como sus demás compañeros de escuela.
La delicadeza de Manuel era algo anormal en una familia de carniceros y en una aldea en la que nunca había nacido un muchacho con esa limpieza de espíritu. Manuel no era como sus parientes ni como sus compueblanos. Más bien era lo contrario pues cuando hablaba sus palabras destilaban una sabiduría que ni el cura párroco podía igualar. Por eso yo vivía soñando con que él me hablara y me dijera algo, cualquier cosa, con su voz musical, profunda y hermosa.
Yo vivía como hipnotizada por Manuel y por eso no tenía ojos para ningún otro hombre. Años más tarde supe que él tampoco se fijaba en ninguna otra muchacha y vivía anhelando secretamente hablar conmigo. Así se nos iban los meses pensando uno en el otro, musitando apenas unos tímidos saludos de adolescentes solitarios cuando nos cruzábamos en alguna calle y sentíamos entonces un vacío de miedo en el estómago. Ay, si nos hubiésemos atrevido a decirnos algo, cualquier cosa, tal vez mi vida hubiese sido otra, aunque pensándolo bien, como lo he hecho muchas veces, mi vida no podía haber sido distinta a la que Dios me tenía programada.
Manuel, claro está, no era afeminado ni mucho menos marica. Su sueño era terminar la escuela secundaria para escapar de la aldea e irse a vivir a la ciudad y trabajar en cualquier cosa que le permitiera ahorrar para algún día viajar a París en donde esperaba convertirse en actor dramático. Así de grandes eran sus ilusiones, aunque él tampoco sabía la vida que Dios le tenía preparada. Las metas mías eran más modestas pues mi mayor fantasía era estudiar medicina, regresar graduada a mi pueblito natal y establecer en la casa que abuelo me dejó un consultorio como el del doctor Pereyra que había servido a los vecinos de la aldea y los campos circundantes por más de cuarenta años y ya se le veía que no le quedaban muchos años de ejercicio por delante.
Con ese ideal en mente fue que tomé la decisión de mudarme a la ciudad. Allí trabajaría de sirvienta durante el día y asistiría de noche a la universidad. Mis requerimientos eran pocos. Solo necesitaba encontrar una casa segura donde vivir y una familia decente a quien servir. Gracias a Dios tenía el dinero para cubrir la matrícula universitaria por haber alquilado la casa familiar y arrendado la pequeña finca que abuelo me dejó.
Te cuento esta historia hoy, hija mía, en este día en que cumples veintiocho años para que veas cómo la vida que una desea no es la vida que una vive y para que conozcas tus raíces. Por eso comencé hablándote de cuando estabas en mi barriga y yo vivía angustiada no sabiendo cómo les iba a decir a los señores que había estado preñada delante de sus narices y que la niña que iba a parir era nieta de ellos pues yo había sido violada por Antonio, el único hijo de la familia, la noche aquella en que estuvieron fuera de la casa asistiendo a la boda de su sobrina.
Ya eres una mujer hecha y derecha, y creo que estás en edad de escuchar crudamente cómo fuiste concebida y por qué has vivido como has vivido. Perdóname por el dolor o la vergüenza que esta historia te pueda causar, pero no puedo seguir viviendo un día más sin compartirla contigo para que termines de curar tus traumas juveniles y te auxilies de estas memorias en tu propio ejercicio de terapeuta familiar, carrera que no sé por qué escogiste cuando podías haber estudiado algo menos sufriente y doloroso. Esto que te voy a contar te va a doler, sí, mucho más que las historias de vida que traen tus pacientes a tu consultorio. En la historia de mi vida, de esa parte de mi vida que no conoces y que comenzó aquella noche que maldije por mucho tiempo, pero que me dio el premio más hermoso que una mujer puede recibir, una hija como tú.
Eran entonces como las diez de la noche y yo me encontraba bajo la ducha tomando mi acostumbrado baño antes de acostarme. El ruido del agua me impidió darme cuenta de que Antonio había entrado a la habitación casi desnudo, vestido apenas con un minúsculo calzoncillo blanco que dejaba expuesto todo su musculoso cuerpo. Sorpresivamente, cuando abrí la cortina para alcanzar la toalla, se abalanzó sobre mí sin pronunciar una sola palabra y me atenazó fuertemente por la cintura con su brazo derecho mientras me tapaba la boca con la mano izquierda para impedir que gritara. Llorando, entre aterrorizada y furiosa, forcejé todo lo que pude y luché hasta el cansancio tratando de gritar para pedir ayuda, sin poder lograrlo. Al cabo de un rato que me pareció interminable, temiendo que Antonio me golpeara o me estrangulara y fatigada de tanto luchar, empecé a ceder dejándolo que hiciera conmigo lo que quisiera porque el forcejeo me había dejado sin fuerzas y el llanto me estaba consumiendo toda la energía. Atrapada de esa manera, llorando y llorando, yo solo atinaba a mirar el techo mientras su lengua caliente me recorría el cuerpo despertando un océano de sensaciones que mis dormidas hormonas nunca me habían dicho que existían.
Yo no quería que Antonio me hiciera lo que me estaba haciendo ni que continuara metiéndome la lengua en la boca y las orejas ni mucho menos quería sentir aquel músculo tan duro y tan caliente que cada vez que me rozaba los muslos me provocaba un temblor incontenible y unas sacudidas crecientes que terminaron por producirme un explosivo estremecimiento que me subió desde el pecho hasta la cabeza y terminó mareándome y haciéndome perder el sentido del aquí y del ahora y el control de mis carnes.
A partir de ese momento, sin poder yo evitarlo, mi cuerpo empezó a culebrear con incontrolables espasmos estirándose y contrayéndose, abriendo y cerrando mis piernas hasta que me quedé enredada entre los muslos de Antonio entretanto él se me imponía con su peso y me obligaba a aplacar gradualmente mis resistencias. No sé cuánto tiempo pasamos en esta lucha. Solo recuerdo que llegó un momento en que ya no tenía más voluntad de resistir y terminé abriendo gradualmente mis piernas dejando que el vientre de Antonio se impusiera sobre el mío y que nuestros pechos se estrujaran entre sí en un entrecortado sofocamiento. Aquel tizón de carne duro y ardiente empezó a penetrarme las entrañas haciéndome sentir un dolor fino entremezclado con un húmedo deleite cada vez que Antonio entraba y salía de mi hinchada oquedad hasta que al cabo de un rato sentí muy adentro un chorrito tibio irrigándome un rincón del vientre que yo no conocía. En ese momento Antonio comenzó a jadear emitiendo unos sordos alaridos y unos cortos quejidos que parecían de dolor pero que no lo eran porque cesaron muy pronto y él se desplomó sobre mí y comenzó a relajarse rápidamente hasta quedárseme dormido encima mientras yo seguía mirando hacia el techo con la cabeza dándome vueltas y los ojos llenos de lágrimas.
Cuando por fin pude reponerme, haciendo un gran esfuerzo logré empujar a Antonio a un lado de mi estrecho camastro sin despertarlo. Con la conciencia aturdida y deseando intensamente que aquello hubiese sido un mal sueño, me metí de nuevo bajo la ducha para quitarme de encima ese olor a macho sudado y sacarme de adentro aquella crema viscosa con olor a hierro y sangre que se escurría por mis entrepiernas en cuyo rosado origen me quedó un ardor desconocido mezclado con el dulce dolor de unos latidos que coincidían con el susto de mi corazón. Me vestí rápidamente, y con Antonio todavía durmiendo, salí corriendo hacia el patio de la casa y me escondí detrás del gran árbol de mango y me puse a llorar intensamente sin que las horas pudieran detener mi copioso llanto. Estuve allí con los ojos cerrados y botando lágrimas sin cesar hasta que Antonio abandonó la pequeña habitación dos horas más tarde. Temblando y sollozando, regresé a mi cuarto, quité las sábanas y las lancé al suelo y me eché en la colchoneta de guata llorando todavía inconteniblemente y así pasé todo el resto de la noche hasta que el sol penetró por las rendijas de las paredes y me hizo saber, como todos los días, que era hora de levantarme para colar el café de los señores.
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Ambrosio de Ercilla es un trotamundos chileno, ya criollo, apasionado de las letras y cuyo trabajo literario permanece inédito.