Han pasado más de cinco años y no he olvidado mi reencuentro, en Santo Domingo, con Jorge Luis García de la Fe. La intensidad del momento por la auténtica alegría de volver a ver, después de más de tres décadas, y perdido el rastro y el recuerdo de su rostro en la tormenta, a mi antiguo compañero de la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana, quien, con su efusión, convocó a la mesa ángeles y demonios del pasado que compartimos en la segunda mitad de los 70, todavía bajo la oscuridad del llamado quinquenio gris de La Revolución cubana. Si el desgarrador relato de Jorge Luis sobre los hechos que motivaron su exilio fue un mazazo del que tardé en recuperarme, no fue menor la impresión por la ausencia de resentimiento y la naturalidad con la que habló de sus trágicas circunstancias.
Así como aquella vez llegó como un bálsamo, inopinadamente, mi amigo de universidad, me llegan ahora del poeta residente en Chicago diecisiete sonetos en los que vuelvo a encontrar, perceptibles en el tono confesional, su humanidad sensible y visión desencantada del mundo, a la vez que una acendrada cubanidad, entendida como ese complejo reservorio de sentimientos, ideas y actitudes al que alguna vez se refirió Fernando Ortiz; sentido de pertenencia a la cultura que desde diferentes posiciones y aspectos encontramos reafirmado de manera visceral en la mayoría de los creadores tanto dentro como fuera de la isla.
Con actitud renovadora, García de la Fe emprende su búsqueda poética desde la tradición. En los textos que a seguidas se publican, acude, de manera muy personal, a la forma clásica del soneto para, desde sus cauces, reaccionar contra el coloquialismo dominante en la poesía cubana del siglo XX, tendencia literaria oficializada por La Revolución y agotada por el lastre de la ideología y la expresión fácil. La ruptura con el coloquialismo es un fenómeno común a los poetas de las generaciones 80-90, pero a diferencia de muchos de ellos García de la Fe no se aparta totalmente de sus inmediaciones, no transita los caminos del intimismo, trascendentalismo o barroquismo literario, sino que manteniéndose en las inmediaciones coloquiales, transforma y amplía algunos de sus rasgos, los más notorios la poetización de la realidad cotidiana, el humor, la ironía y la presencia de la canción popular.
Estos poemas de García de la Fe nacen de la conciencia angustiada de la fragilidad y la soledad humanas, así como de la contradicción y la reafirmación vital. Si el moho de los huesos, mientras llovizna en la ciudad de madrugada, le recuerda “de lluvia, tantos ciclos en la cuerda/ entelerida de sentirme nada”; si indefenso repasa su existencia, y en el inmenso tumulto de cadáveres y bruma se piensa, y es “un pensamiento que se esfuma”; si llora “a veces niño, a veces hombre,/ a veces viejo al borde de la nada./ No me avergüenza ser tan vulnerable”; si, solo, se acuesta al lado de sí mismo “para achicar la cama de tu urgencia/ es la martirizante complacencia/ a que ha llegado un cuerpo en solipsismo”; si en una “soledad de medio pelo” va a la cocina, “donde muelo/ fantasmas del señor con quien convivo” y confiesa que estuvo “muerto de vida y nadie supo/ cuán honda fue la artera puñalada” y que se arrastró “hasta la morada/ en que la náusea de existir no cupo”… en otros poemas aligera la carga, se reafirma como ser en contradicción: “Me amo mientras más me contradigo/ e ingiero paradojas indigestas/ que se me traban justo en el ombligo” y al definirse “Como un Jano con sus dos cabezas:/ una que se calienta fácilmente,/ otra para apagar esa manía” ironiza con esa soledad de dos piezas “que pueden convivir decentemente.”
El poeta convoca a los demonios que le asedian. No para combatirlos con certidumbres ni regodearse en la queja– “Antídotos preciso contra quejas/ que punzan antipáticas, impías,/ cual agoreras aves de anarquías,/ la blanda indefensión de mis orejas”–. Los llama para mirarlos de frente, para reírse de sus manejos, burlarse de ellos y de sí mismo y con la seña universal mandarlos de vuelta al infierno: “Burlón, me río de las contrapuestas/ razones con que siempre me castigo./ ¡Y me muerde otra pregunta sin respuesta!”
Los poemas finales del conjunto confirman la posición vitalista del autor. Su opción por la vida y sus lances, así sean dolorosos, frente a las abstracciones y derivas del pensamiento. Estar vivo, ver las flores y el amanecer –“lo único seguro”–, saludarse “en el espejo verde de la naturaleza que no pierde” y vivir el presente cual suicida, “lanzando el alma en lo que voy dejando” con el único talismán de la palabra, el numen de la creación.
Jano
Un “yo” –tengo– doméstico, barato
que me recibe cuando de la calle
vengo quejoso. Dice que me calle
y es mayordomo de mi celibato.
Mi nuevo “yo” no está certificado
ni trae instrucciones en inglés;
no exige un salario cada mes
ni me reprocha estar subempleado.
Por el momento tengo compañía;
soy como un Jano con sus dos cabezas:
una que se calienta fácilmente,
otra para apagar esa manía.
Mi soledad dispone de dos piezas
que pueden convivir decentemente.
Me voy a dar el gusto
Me voy a dar el gusto de desafiar el hueco
en que bajo mi ausencia floreceré marchito.
Me voy a dar el gusto de adelantarme al eco
como si fuera eterno este temblor gratuito.
Me voy a dar el gusto de regresar al día
en que me tuve todo feliz en mi tristeza.
Me voy a dar el gusto de la naturaleza,
el gusto de estar muerto, bien muerto de alegría.
Me voy a dar el gusto de aparecerme tibio
venido de quién sabe, de donde no me fui,
de donde estoy ahora turbado y aterido.
Me voy a dar el gusto, un gusto que es alivio,
el gusto de posarme ligeramente en ti.
¡El gusto de habitarte aunque ya me haya ido!
El béisman
Penosamente me parí poeta
en una madriguera de Chicago.
A oscuras llevo el alma, con un vago
remordimiento por no ser profeta.
En Cuba los ciclones dieron cuerda
a mi caja de música. No es pecho
lo que llevo en el tórax, tan deshecho
está que sólo rima por la izquierda.
Me lloro a veces niño, a veces hombre,
a veces viejo al borde de la nada.
No me avergüenza ser tan vulnerable.
Regreso de la calle, cuelgo el nombre,
preparo mi dolor con limonada,
y me la bebo crítico, culpable.
Convalecencia
Con un buen tónico de amor me curo
el pecho, con jarabe de palabras.
Catástrofes combato que, macabras,
revolotean en un tono oscuro.
Antídotos preciso contra quejas
que punzan antipáticas, impías,
cual agoreras aves de anarquías,
la blanda indefensión de mis orejas.
Veloz convoco una legión de verbos
que voces restituyen. Vienen ciervos
sagrados a mis manos vegetales.
Me lamen dedos que después me crecen,
en las praderas de la luz se mecen,
y pronto me resarzo de mis males.
El ademán gozoso del silencio
He guardado mi voz en estos días,
no porque tenga un nudo en la garganta;
es una mística implosión que canta
en los pulmones su galimatías.
Silentes aves van por los jardines
de las arterias aquietando básicos
impulsos polifónicos jurásicos
que pugnan por seguir en sus trajines.
Me aplaco como casa cuyas luces
se van aletargando poco a poco
a contrapelo de cualquier derroche,
hasta que siento que me doy de bruces
con la fantástica visión de un loco
bajo la monarquía de la noche.
La oración principal
¿Qué pueden las palabras en el caso
de que la muerte toque letra a letra
del pianoforte como quien perpetra
un musical ajuste paso a paso?
¿Valdrían esas pobres lombricitas
para granjear porosidad al suelo
de nuestros cuerpos áridos de cielo
y anclados a ganancias bien finitas?
Cuando las almas busquen profilaxis
de sombras hostigantes, tal vez rueden
a su pastor como extraviadas cabras.
Es más una oración que su sintaxis
y quienes van desesperados pueden
devolver potestad a las palabras.
La pioggia
Llovizna en la ciudad de madrugada.
El moho de mis huesos me recuerda,
de lluvia, tantos ciclos en la cuerda
entelerida de sentirme nada.
Si yo pudiera vislumbrar mi sino
en la humedad monstruosa que me envuelve.
Si yo me fuera en lo que se disuelve.
Si yo, más que mis pies, fuera el camino.
Llovizna en la ciudad y yo, indefenso,
cual campesino lejos de yagruma,
repaso mi existencia en este inmenso
tumulto de cadáveres y bruma.
Llovizna en la ciudad y yo me pienso,
y soy un pensamiento que se esfuma.
La copa rota*
¿Cómo junto pedazos de mi vida
con estos dedos torpes? ¿Cómo empiezo
a disponer imágenes? ¿Qué hueso
intacto quedará? ¿Cómo se oxida
esta respiración en mis pulmones,
tratando de hilvanar lo que resiste,
lo que parece cosa de un mal chiste?
¿Qué orden doy a tantas emociones
amontonadas? ¿Cómo clasifico
este temblor fatal de no tenerte
ni al margen? Dime, ¿cómo me abanico
la fiebre de quererte y no poderte?
¿Cómo pensaste que no me salpico
con la sentencia -que me diste- a muerte?
*Título de canción de Benito de Jesús
Este acostarme a mi lado
Este acostarme al lado de mí mismo
para achicar la cama de tu urgencia
es la martirizante complacencia
a que ha llegado un cuerpo en solipsismo.
Y no podrás negar que hay pragmatismo
en este darme, en lástima, aquiescencia.
Mordimos tanto la concupiscencia,
que no quedó una fruta en el abismo.
Reproches no me hagas del cinismo
con que me gozo de mi decadencia.
Después de ser mi dios, el ateísmo
es una forma de convalecencia.
¡Este acostarme al lado de mí mismo
es un apuñalearme con tu ausencia!
La puerta de la casa
Este confinamiento relativo
es una soledad de medio pelo.
Me voy a la cocina donde muelo
fantasmas del señor con quien convivo.
Estuve muerto en vida y nadie supo
cuán honda fue la artera puñalada.
Sangrando me arrastré hasta la morada
en que la náusea de existir no cupo.
De bestias tan atroces me he curado,
que ya el espanto niega los espejos
al rostro que cobijo en estos días.
Si peno de repunte de venado,
acudo presuroso a los reflejos
de todas mis gozosas anarquías.
Contra-dicción
Cuando ya nada tenga por hacer
para sentirme vivo, quedará
el acto de tumbarme en el sofá
y meditar hasta el amanecer.
¿Quién dijo que hay un límite en el cielo
y que el adverbio más huele a falacia?
¿Quién puede asegurar que la acrobacia
de respirar dejó de ser un duelo?
Cuando ya todo niegue la certeza
de que mi trozo corporal prosiga
aconsejándose a sí mismo calma,
la infinitud agregará una pieza.
El tiempo es un carruaje con auriga,
una negra aporía para el alma.
Chi lo sa?
Eterna tarde viviré obligado
aunque renuncie un rato a la existencia.
Eterna hasta, ¿quién sabe?, ¿penitencia?,
la de morir viscoso, demorado.
Ausentarme quisiera a discreción
de tanto asunto material directo,
revolcarme inocente en un proyecto
humanizado de negociación.
¿Quién sabe si esos “ángeles culpables”
en quienes toman carne nuestras almas
trabajan por la luz bajo encomienda?
¿Quién dice que seamos responsables
de las furias de Dios y de sus calmas?
¡Es algo oscuro que quizás se entienda!
Y si…
Y si detrás del corazón que late
el eco de tus frágiles roturas,
al borde de sus desembocaduras,
te piden tus arterias un rescate.
Y si detrás del épico combate
que vas librando al ritmo de cinturas,
vencido ya de todas las conjuras,
no puedes evitar que alguien te ate.
Y si detrás de que tu ser constate
razones, te refugias en locuras.
Y si después de vértigos y honduras,
no alcanzas a que el alma se percate.
¡Y si a morar entre las sepulturas,
no logras que tu muerto se aclimate!
Amanece
Amanece, es lo único seguro.
Últimamente ha sido un no bien grande
la puerta que he tocado. Ya se expande
la queja del bolero que murmuro.
Amanece, estoy vivo, poco importa
si moriré de esperas indigesto.
Un día me regalo, no me presto
el viaje de la luz que se reporta.
Amanece, ¡qué bueno ver las flores,
y saludarme en el espejo verde
de la naturaleza que no pierde
sus ganas de brillar con mis temores!
Aclara, volarán mis sinsabores.
¡Mañana ya tal vez ni los recuerde!
Estado de alerta
Ya ves, siempre me quedo merodeando
los márgenes pasados de mi vida,
y vivo en el presente cual suicida
lanzando el alma en lo que voy dejando.
No culpo a Dios por esta distopía
retrógrada. Soy un reloj antiguo.
El tiempo en mí es un corredor contiguo,
perpetuo cáliz en eucaristía.
Ya ves, soy mal discípulo de zen,
no bajo de la nube así me azoten.
Me alejo sin cesar de cada tótem
buscando algo perdido en el badén.
No voy ajeno a que otras flores broten.
¡Soy muchas primaveras en vaivén!
Oficio de vivir
Cuando me vuelvo sobre mi persona,
juegos de espejos desde el infinito
vienen y van voraces en circuito.
¡Mi vida se construye y desmorona!
Recuerdos me visitan del futuro
y es mi pasado una esperanza presa.
Mariposea sobre la pavesa
de un tiempo que acaricio y que conjuro.
Me amo mientras más me contradigo
e ingiero paradojas indigestas
que se me traban justo en el ombligo.
Burlón, me río de las contrapuestas
razones con que siempre me castigo.
¡Y muerde otra pregunta sin respuestas!
Indagación
¿Es que voy a vivir de estar tan muerto?
¿Es que voy a morir de estar tan vivo?
¿De qué sirve mi gesto reflexivo
si certidumbre no hallaré en lo incierto?
Esta costumbre de soñar despierto,
de estar –en sueño vívido– cautivo,
convierte a mi sujeto subjetivo
en marinero ávido de puerto.
Mas de buscar el numen no me privo
aunque me quede –de la vista– tuerto.
Si mi filosofar sin lenitivo
me tiene –ante el mundo– boquiabierto,
al menos servirá de paliativo
quedar –ante mí mismo– descubierto.
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Jorge Luis García de la Fe: Nació en Cárdenas, Cuba, 1954. Estudió una Licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad de la Habana (1981) y un Máster en Literaturas y Culturas Latinoamericanas en Northeastern Illinois University (2012). Emigró a Estados Unidos en 2007 y reside en Chicago. Es poeta, ensayista y ex-editor de la revista Contratiempo. Actualmente trabaja como profesor de Español y Literatura Hispanoamericana en City Colleges de Chicago y San Agustín College.
Soledad Álvarez (1950), poeta y ensayista dominicana autora de Autobiografía en el agua (2015).
Santiago Weksler es un fotógrafo peruano. De acuerdo a Jorge García de la Fe el estilo de este fotógrafo, tan parecido al de los pintores barrocos que más explotan el chiaroscuro, más que desentonar, se conjuga de manera perfecta con la jungla barroca de La Habana. En esta muestra, él saca el mejor partido de la contrastación luces-sombras.