Invisible. Nunca mejor palabra para nombrar lo que se intuye. Ese vocablo asegura que algo está, pero que, más allá de la seguridad del roce, inspira sospecha por su condición de inasible e inalcanzable. Nos hace intuir aquello que sin duda existe, impregna, acaricia y también hiere, aunque jamás es percibido por los ojos. Habla de ausencia y presencia. De lo que es y no es, pero no deja indiferente.
Gina Rodríguez estuvo así, invisible, hasta su llamada, aunque sabía que persistía en perseguir unicornios y sueños de colores, contagiando su capacidad de asombro. Me sorprendió su invitación, pero accedí a respaldar su esfuerzo por conquistar la sensibilidad de una sociedad que suele ser indiferente. Así que el 16 de julio acudí al Museo de Arte Contemporáneo para contemplar los nuevos frutos de su febril imaginación y dejarme atrapar por el vendaval en espiral de su abigarrado discurso. Vi sus obras en absoluta soledad. En fin, aquí están las palabras prometidas, en las que abordo su paradoja de visibilizar creativamente lo invisible.
En “Misterio insondable del ser”, primera obra observada, se entremezclan superficies terrosas y planos de materia superpuesta en mosaicos de luces degradadas. Altos y bajos relieves sirven de soportes combinados de una vertiginosa espiral que alegoriza el paso del tiempo a través de la infinitud del universo. En tanto, “Infalible destino”, la obra situada al lado, muestra una agresiva tridimensionalidad metálica que delimita unos ojos impasibles. La obra nos hace evocar la escena de violencia y resignación con la que Buñuel y Dalí iniciaron Un perro andaluz. El cinéfilo jamás olvidará su estupor al ver cómo un ojo amado es atravesado por una navaja. Quien mire este cuadro tampoco olvidará unos dientes metálicos que parecen estar ahí para atraparnos en una crueldad inevitable. En esta obra, la materia atrapada en su finitud nos advierte sobre el destino inexorable de la muerte.
“Isla metálica” presenta un profundo contraste de materiales, especialmente piedras y arenisca. En el centro, una luz de blanco puro representa una isla rodeada de tierra. Quizá todo lo pintado alegoriza el sinsentido de la existencia o, mejor aún, constituye un grito por la conciencia de existir en un universo absurdo. “Voces de lo invisible”, obra casi homónima de la exposición, plantea un rompecabezas, aquel juego infantil que se usa para adivinar palabras. Se trata de superficies engrapadas, cubiertas de miradas, espirales y presencias fantasmales que aspiran a lo esencial, que muestran cosas por resolver y que, sin importar si se mueven o no las piezas, no llevarán a un conocimiento real, sino a dudas, expectativas, aspectos por solucionar y cosas que la divinidad, con su capacidad de estar en todas partes y en todos los tiempos, acaso pudiera organizar adecuadamente si así lo quisiera.
“Jaque al Caribe”, con planos romboides espejeados a partir de una mancha naranja intensa muestra los rasgos étnicos tripartitos preponderantes, el mestizaje característico de este archipiélago cantado por Pedro Mir. Este tema se evoca nuevamente en “Dimensiones ancestrales del Caribe”, donde, sobre un terroso fondo metálico, cuatro círculos cinéticos muestran perspectivas distintas, quizá como alegoría de la diversidad y el sincretismo de nuestras islas. Junto a estos atisbos de identidad, se exhibe “Prepara la maleta”, compuesta por maletas de diferentes dimensiones, planas y tridimensionales, que simbolizan aspiraciones a una vida mejor, cercanas al primer mundo. Hay maletas que han salido del marco y que invitan a partir hacia alguna parte, aun sin la certeza de que lo que espera es mejor.
Con la intención de situar a los seres en su espacialidad, en la cárcel que son las dimensiones, obras como “Todos a la vez en todas partes”, proponen ventanas planas, pero tridimensionalmente abiertas, incluso con sombras proyectadas en la pared a partir de las luces colocadas en el montaje museográfico. De forma similar, en “El muro, una parte del todo” se muestra un ladrillo dentro de una pared, dentro de un cuadrado enmarcado por otro cuadro y así hasta el infinito. Hay ojos por doquier, espirales que son ojos y viceversa. Por primera vez, aparecen manchas verdosas que recuerdan la naturaleza vegetal en medio de tanta tierra, del polvo de estrellas del que estamos hechos. En igual tónica, en “Aguas efímeras de lo irremediablemente eterno”, definida por un borde ovalado de cartón sobre un marco negro cuadrado, abundan las perforaciones. Unas circulares como pupilas, son negras y llenas; algunas transparentes y otras volumétricas, hechas con fibras de madera o plásticos, donde se asienta el vacío, el tiempo o el agua primigenia y sapiencial. Son veinticinco ojos seriados expuestos en un metro cuadrado de cotidianidad.
En esta exposición, es evidente la intención de acercar la creación visual al lenguaje de la poesía, pues los títulos apelan a la figuración verbal, a versos que, como los de Manuel de Cabral o José Mármol, hacen pensar. En este sentido, “Negro tras la oreja”, que rememora las décimas espinelas escritas por Juan Antonio Alix en 1880, propone trazos verticales que evocan las cañas de azúcar cortadas por los esclavos que hicieron obscenamente ricos a los europeos. Hay ventanas incomunicadas por doquier, en una arriesgada composición en la que, en el centro, aparece una gran oreja tridimensional sobre una pupila acuosa, quizá pletórica de sudor y lágrimas. Otra vinculación entre palabra y pintura se encuentra en la obra Yelidá, homónima del poemario de Tomás Hernández Franco, en ventanas en las que se bocetan rostros mulatos son delineadas con diferentes grafías y letras. Se trata de una Yelidá infinita en su mestizaje, cuyo vientre alberga un origen singular. Lejos de los prejuicios asociados al semen europeo y al óvulo africano, y más allá de la supremacía blanca y negra, surge otra aún más determinante: la resultante de la combinación de lo mejor de ambas. Otra pintura con aroma literario es “Macondo” donde una grafía de trazos sueltos y materias abigarradas nos remite al imaginario selvático y amazónico de Márquez.
El cuadro “El eterno retorno de las cosas” presenta una espiral estructurada que alegoriza la esencia mulata. Perfila un laberinto que sugiere una historia cíclica. Hay muchas interrogantes en estos discursos visuales, algunas relacionadas con la esclavitud, la explotación y, tal vez, el neocolonialismo. Lo identitario también emerge en el uso del término criollo “brechador”, que da nombre a una de las obras. Esta tiene un aspecto peculiar que alcanza lo ontológico. A nivel visual, destaca una estrella sobre una tela segmentada y acuchillada, acaso como grafía característica de la agresividad del presente. ¿Qué muestra de forma disimulada en esta composición? Pues la eternidad. La paleta de colores sigue siendo ocre, pero ahora con una marcada persistencia del naranja y otros tonos rojizos que no transmiten paz, sino asedio.
“Espiral sagrada” contiene un espacio vacío que, paradójicamente, está atiborrado de intensa materia oscura, nebulosas y espirales galácticas. Muestra la desintegración, el regreso al origen o la expansión tras el Big Bang, o todas ellas a la vez: la energía explosiva de las estrellas fluye. Con igual desacralización, en La divina indiferencia emerge un plano cósmico oscuro donde una sustancia orgánica fluye como un gusano en oasis poblados de significados, representada con pinceladas agresivas que hacen que el material acartonado se hinche y se hunda, tal vez en representación de la curvatura del espacio-tiempo intuida por Albert Einstein.
En “Infinito coraje”, una serpiente se dobla sobre sí misma y se traga la cola. Hay mucha materia: arcilla, papel de traza, cartón. Se utilizan los mismos colores terrosos y el negro se aplica con total libertad. Este catártico arrastre es, quizá, el del individuo atrapado en un espacio y una vida que nunca pidió. “Fibonasis” da testimonio de la investigación hecha por la artista. Obviamente, ella es consciente de la magia de la composición que nos ha legado la naturaleza, esa clave que se encuentra en las caracolas y que resuena en todas partes. Esta vez, la naturaleza plasmada es sombría, pues alude a la conciencia de la propia existencia, presa del dolor y el temor por un triste futuro.
“Cámara de la vida” es una pieza extraña. Muestra una suerte de rostro alienígena en el que un tercer ojo actúa como portal a dimensiones desconocidas. Complementa la composición una vieja cámara de alimentación cilíndrica, de las que alimentaban nuestra fantasía infantil, colocada fuera de contexto. El conjunto evoca una erupción de sangre, estrellas, nebulosas, gases y ojos que miran al infinito. Una gran espiral muestra la presencia y la ausencia humanas. Hay vida latente y muerte silenciosa. En definitiva, lo infalible reina en ella, siempre en un tono angustioso y terrible.
Aunque la mayoría son abstractas, también hay obras con figuraciones realistas, expresionistas. Es el caso de “Un corazón tendido al sol”, cuyo centro lo ocupa un relieve de cajas contiguas, una de las cuales contiene un corazón escultórico. En “El patio del tiempo” destacan gavetas seriadas llenas de todo lo inimaginable. Una huella sobre el lodo refleja la humanidad. “Timbí de emociones”, perfilada por tiras incrustadas sobre una tela, presenta una naturaleza similar.
Hay obras que son instalaciones en sí mismas, como “La permanencia de las pequeñas cosas”, formadas por acumulaciones de cuadros rectangulares y planos de colores superpuestos que van desde los marrones hasta el bermellón y el dorado. Pululan figuras geométricas horadadas en la tela, a veces en superficies acartonadas, ventanas que invitan al espectador a tocar y abrir. En ellas se pueden encontrar espirales y estrellas simbólicas que remiten a posibles génesis y cosmologías, no solo judeocristianas, sino también de otras religiones y herejías orientalistas.
A menudo, los marcos no enmarcan nada. Esto es evidente en la obra titulada “El metro cuadrado de la intuición”, en la que el recuadro, mucho más amplio, sirve para sujetar no solo la propuesta pictórica sobre cartón, sino también los libros perforados que hay delante y detrás del entramado. En esta ocasión, el marco también delimita un vacío que puede ser un útero que, paradójicamente, como los hoyos negros galácticos, contiene el germen de la restauración del universo. Cada cuadro está lleno de detalles que incitan a formular preguntas cuya respuesta es difícil o imposible. Si algo abruma en la exposición es esa persistencia cromática terrosa que tortuosamente aspira a lo monocromático.
En definitiva, la exposición Invisible contiene un universo abigarrado, saturado y neobarroco. Ha supuesto muchos riesgos, tanto conceptuales como de realización. Sus propuestas, logradas y maduras, son testimonio de la notable evolución de la destacada artista santiaguera.
_____
Gina Rodríguez, artista plástica y docente, egresada de historia del arte contemporáneo y de la escuela del Louvre en París, Francia. Fernando Cabrera es poeta y académico. Posee un Doctorado (PhD) en Estudios de Español: Lingüística y Literatura. Maestría en Administración de Empresa e Ingeniería de Sistemas y Computación.