Primero las gracias: Hay que agradecerle a Áurea ser de nuestras primeras intelectuales en atender el acontecer literario y artístico del país (y del Caribe) desde una mirada verdaderamente interdisciplinaria. Quiero decir, que Áurea revisa, saquea y combina registros, disciplinas y saberes diversos desde antes de que estuviera de moda hacerlo o decir que uno lo hace. Ella, si se me permite, es la figura emblemática –al menos para mi generación– de ser poeta (slash) teórica (slash) abogada (slash) intelectual de vanguardia, cuyo quehacer intelectual, me parece, ha respondido siempre a sus propias inquietudes y antojos, y no necesariamente a lo que esté de moda según la ocasión. 

Yo, en lo personal, le agradezco su afán de cruzar la teoría literaria con los estudios jurídicos y he admirado, y en ocasiones he intentado calcar cuando no la textura de su escritura, su vocación de cambio: esos poemas que devienen tratados filosóficos, esos tratados académicos que devienen ensayos líricos. Aprovecho entonces la ocasión de estar aquí hoy en tan grata compañía para decir gracias, Aurea. Y, bueno, como me reconozco y declaro fiel alumno e imitador de la autora del libro que presentamos hoy, lo que sigue responde puramente a mis inquietudes y antojos. 

Lo segundo es la pregunta: ¿Cuál es la diferencia entre un artista encarcelado por militar en colectivos que luchan por la libertad de su país y un artista cuyo arte lo arriesga a juicio y condena? O, dicho de otra forma: ¿Cuál es la diferencia entre el poema escrito en prisión y el poema que pone tu libertad a riesgo?

Recuerdo, algunos años atrás, un grupo de no más de cien personas que cargamos con maletas desde la plaza de armas en el VSJ [Viejo San Juan, nota de Plenamar] hasta la Fortaleza, o bueno, hasta las vallas que están a una esquina de la fortaleza, y que dejamos las maletas frente a las vallas. Luego dijimos algunas palabras por un megáfono. Luego nos fuimos para nuestras casas. Las maletas eran para los buitres y para los gobernantes cómplices de los buitres. Nuestra consigna era que se vayan ellos. Recuerdo, un par de horas luego de concluida la manifestación, recibir un mensaje con el enlace a la noticia de que la policía había solicitado la intervención de la unidad que brega con explosivos. Recuerdo que la noticia decía que estaban buscando identificar a las personas que dejaron las maletas. Recuerdo que alguien en el chat comentó que la policía había contactado a uno de los organizadores del evento. Recuerdo que las maletas estaban vacías, o bueno, que suponían estar vacías. Recuerdo ponerme alguito nervioso (mucho) y ensayar una respuesta a un interrogatorio con agentes de la policía: se trataba de un performance, oficial. De un acto artístico; no era un atentado terrorista sino un intento de significar algo. 

Recuerdo decidir que como evidencia en ese interrogatorio imaginado haría referencia al par de artistas y escritores que participaron conmigo en la manifestación. Recuerdo pensar que eso me convertiría en un chota. Y yo no quería ser chota [soplón]. Yo quería ser un escritor comprometido con la libertad de mi país y atenerme a las consecuencias. Pero lo cierto es que la mañana de la manifestación en ningún momento me pasó por la cabeza que unas maletas vacías dejadas allí a una esquina de la fortaleza podrían ser atendidas por el estado como una amenaza de bomba. Mi preocupación esa mañana, para ser franco, era que no se entendiera el mensaje. El mensaje, de nuevo, era que se fueran ellos. En un avión. Con sus motetes. Pero lo cierto es que quizás hubiera sido hasta mejor que volaran en pedazos. 

Lo tercero son estas cinco citas del libro Lo Preso: Apalabrarse en la desposesión, que tomo de distintos lugares en el texto, para leerlas aquí de corrido. Porque leídas así, en desorden, a la mala como quien dice, pero con la mejor intención de compartir con ustedes lo que yo leí en el libro de Áurea, o lo que yo saqué de mi lectura de este libro, que para mí, es en cierta forma un manual de cómo ser artista en nuestro país, o mejor, el libro es una genealogía de lo que significa hacer arte en nuestro contexto, si por arte entendemos lo que entiende la autora, “acciones estéticas que refieren a la condición de los habitantes” de Puerto Rico y otros países caribeños, sometidos a largas historias de ocupación y racismo sistémico y confinamiento, y desplazamiento forzoso, y desde los cuales, a saber cómo, escritores y artistas han ensayado y continúan ensayando en sus obras, una especie de “desposesión fructífera,” que arroja luz, si se quiere, sobre cómo sobrevivir y/o como resistir y/o cómo romper con estas condiciones. En fin, aquí van las citas: 

la persecución y la vigilancia ejercidas sobre los habitantes de la isla de Puerto Rico equivalen a las ejercidas sobre una población penal recluida…

Todos los encarcelados fisica o mentalmente que he representado aquí han transformado su tiempo en una obra de arte en resistencia. 

De la estancia negativa (la cárcel) se pasa a la estancia activa (la imaginación), pese a todo.

Pese al dolor, los cuerpos precarios hallan el espacio para apalabrarse y responder.

Quizás la palabra permeabilidad sea la más correcta porque implica la posibilidad de que ningún ser humano sea indiferente a su lugar en el mundo, sus contextos, sus afectos, sus condiciones. Este es el lado sapiente de la desposesión, la disposición del sujeto a hacerse permeable al mundo. 

Algunos de los nombres propios de esa disposición a la permeabilidad en y desde nuestro particular lugar en el mundo son: Juan Antonio Corretjer, Francisco Matos Paoli, Elizam Escobar, Pedro Pietri y Adál Maldonado. Áurea aborda estos nombres y el legado artístico y literario que dejaron con otro tipo de sapiencia. Digamos que es la sapiencia de la crítica que lee como si fuera la última lectora en el mundo. La de Sotomayor es una lectura de rescate y resistencia, no de curadería y colección. Lo preso es un tratado escrito desde la urgencia de decir y decidir lo que es importante en lo que se refiere a nuestro acontecer artístico y literario, no para asumir y defender una postura sobre lo que es o debe ser el canon, sino para insistir en el arte y la literatura como una defensa –y en ocasiones, una vital ofensiva– en contra de las autoridades coloniales. 

Lo cuarto es el derecho. Que se presenta siempre o casi siempre como totalmente impermeable al mundo. Y que, por ende, no sabe de acciones estéticas. El derecho es enemigo del arte.  El arte, digamos, de dejar unas maletas vacías a una esquina de la Fortaleza. O el arte de amenazar con secuestrar un avión a fuerza de un maletín cargado de ropa sucia y cablería. Me refiero a la intervención performática de Carlos Irizarry, llevada a cabo en 1976, y que la autora recoge y comenta brillantemente en este libro. Lo curioso –y esto es un ejemplo de lo que hace el trabajo crítico de Áurea tan notable– es que la autora no se enfoca tanto en la acción del artista, sino en la intervención de su abogado de defensa, a quien Áurea cataloga en términos que, de primera impresión, podrían resultar risibles: “El abogado es el primer lector, el colaborador, es coautor también.” 

Ahora bien, un abogado, sabemos, es un oficial del tribunal. Por tanto, está sujeto no solo a las reglas y procedimientos de la corte, sino que tiene una obligación de fomentar el acceso a la justicia. Un abogado, sabemos también, es un buscapleitos o un buscón, que está ahí para lavarle la cara a los responsables de crímenes terribles o de los grandes desfalcos al erario público.

En este libro, sin embargo, el abogado es un artista o un disidente o activista político en potencia. Porque un abogado es sobre todas las cosas quien está llamado a responder a nombre de otro, por lo alegados actos de otro, y que por ende acepta el peso moral de lo que sea que le pudiera pasar a ese otro. Y qué pasa si el cliente no es un político corrupto o un vil asesino –dos sujetos que el derecho requetereconece– sino un artista que, bien conforme a un plan de acción bien articulado o producto del repentino arrojo de actuar, hace algo que el derecho no reconoce como arte porque ocurre fuera de los contornos designados para el medio, o porque no asume los modos de representación típicos del medio, o porque el medio se confunde mucho con actos que el derecho solo puede leer como crímenes o atentados terroristas o intentos violentos de revolución. 

Y qué pasa cuando en aras de ofrecer a su cliente la mejor representación legal posible, el abogado le hace el cuento al derecho de que un maletín repleto de ropa sucia y cablería no es evidencia de un atentado terrorista, sino otra cosa. En el caso de Irizarry, el licenciado Marco Rigau alegó que el maletín que sustentó la intentona de su cliente de secuestrar un avión era “arte conceptual” porque era lo mejor que un abogado podía decir para sacar a su cliente, o para lograr una condena reducida para su cliente, o quizás para poder vivir con la idea de que una persona perdiera la libertad a costa de ropa sucia y cablería. Pero, digamos aquí/ahora que arte conceptual es el nombre que le puso el abogado a eso que el maletín del Irizarry realmente es o representa: una verdad. La verdad que contestata la pregunta ¿cuál es la diferencia entre un artista encarcelado por militar en colectivos que aspiran a la libertad de su país y un artista cuyo arte lo arriesga a juicio y condena? La verdad es que no existe diferencia porque el riesgo, sabemos, no lo decide el artista. El riesgo lo decide el imperio. Al artista no le queda de otra más que asumir esta como condición de vida y de trabajo, y hacer de su arte una forma de explorar o de exacerbar o de explotarse, de y desde, (al decir de Aurea) su permeabilidad ante el mundo. 

Recuerdo que entre las cosas que pensé durante el par de horas que el chat de las maletas estuvo activo con especulación y preocupación en torno a la identificación de responsables, es que si algo había en las maletas es porque se había colado algún encubierto en el grupo. Pero lo más probable era un show mediático de la policía. Lo más loco de todo es que ya fuese por persecución política o por papelón institucional, cualquiera de los presentes ese día podría haber sido, cuando menos, citado al cuartel para entrevista.  

Yo no sé si esto sirva como evidencia de lo preso que estamos por simplemente vivir aquí. Pero sí apunta a esa sensación de sinsalida que permea todo o casi todo de lo que hacemos aquí, incluyendo el arte y la escritura. Solo que el sinsalida del arte y la escritura, tal como argumenta Áurea en este libro, viene cargado de otro tipo de potencia o de peligro: la de sumar lectores, y cómplices, y posibles co-autores, más allá de los diminutos círculos artísticos y literarios, que sientan también esa extrema permeabilidad ante el mundo y opten por asumir el riesgo de creerse capaces de cambiarlo. 

(Aurea María Sotomayor, Lo Preso: apalabrarse en la desposesión, Ediciones Laberinto, Puerto Rico, 2023) 

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Guillermo Rebollo Gil (San Juan, Puerto Rico, 1979). Autor de varios libros de poemas y crónicas. Entre ellos, El Universo de cosas con que quedarnos (Disonante, 2017), La Categoría es cosas que mueren (Ediciones Aguadulce, 2016), Flores nacidas de la astucia (Editorial FOC, 2014) y Todo lo que no acontece igual (Editora Educación Emergente, 2015).