Tal vez fue León Bloy quien afirmó que si vemos la Vía Láctea es porque ésta realmente existe en el alma. Desde sus comienzos, la poesía de Álvaro Mutis acumula plurales impresiones del mundo, nos sumerge en un estado de observación perpleja de esas realidades poderosas e incontrolables, y finalmente nos entrega la evidencia de que esas cosas solo es posible verlas porque están en quien las ve. Así, el espacio contado termina siendo el retrato del hombre que lo cuenta, el observador es lo visto, y el hijo de esta América equinoccial, mirando la creciente que arrastra todos los desprendimientos de la montaña, todas las criaturas sorprendidas, los follajes arrancados, los troncos atropellados que resuenan contra las piedras, los esplendores de la destrucción y de la muerte, descubre que está hecho de esa misma substancia, descubre que él mismo es su tierra. Este descubrimiento tal vez no es sorprendente en otros lugares del mundo. Si un francés descubre que su alma está hecha de álamos y de jardines versallescos, de suburbios parisinos o de hoteles imperiales junto a los faros y al mar, ello no comporta una extrañeza. Pero los poetas de la América ecuatorial sienten y viven en español, y hubo por siglos una distancia entre el mundo que cantan y la lengua en que cantan; todavía se requiere un esfuerzo para que ese mundo y esa lengua coincidan, y se diría que Mutis es uno de los primeros poetas en los que esa correspondencia es total. Se dirá que antes de él nuestra literatura americana fue rica y nuestra poesía vivió mil aventuras de exploración y reconocimiento del mundo americano. Se dirá que existieron todos los poetas modernistas y todos los poetas telúricos posteriores a ese movimiento. Pero yo diría que, si bien el modernismo de fines del siglo xix y comienzos del xx fue el primer gran movimiento literario de nuestra América y conquistó la plenitud de la lengua y su madurez, no es menos cierto que su esfuerzo consistió más en hacer expresiva la lengua que en hacerla nombrar a América, labor que se dejaba, en un sentido narrativo y paisajista, a José Hernández y a sus poetas gauchescos. Gutiérrez Nájera y Silva, Rubén Darío y Lugones, son americanos altivos que hablan ya una lengua propia, pero todavía no se siente plenamente en ellos el mundo en que viven. Las noches de Silva vienen del romanticismo. Su selva negra y mística es para él la alcoba sombría. Y eso puede serlo un bosque europeo, pero difícilmente una selva americana. Darío, con maestría que nos subyuga, habla de los dos costados de su alma, el espiritual y sublime, y el sensitivo y carnal, con estos expresivos ejemplos que no se parecen a su mundo:

Como la galatea gongorina

me encantó la marquesa verlainiana,

y así juntaba a la pasión divina

una sensual hiperestesia humana.

Y también el rigor formal de Lugones delata su lealtad con un orbe muy establecido. Expresar a América exigía innovaciones. Nájera nos trae una vivacidad inesperada, Silva nos trae la música de Poe y la suya propia, la de sus aprehensiones y sus agonías psicológicas. Darío nos trae las armonías de Verlaine y sus matices de ternura y de ironía, Lugones rima con audacia y ritma con ingenio, pero aún no sentimos el toque de la vastedad que América impone. Ese que está en Whitman, y que es como el soplo de las extensiones inmensas, un sentimiento de abismo y de vértigo, pero también de vitalidad y de abundancia. Algunos poetas posteriores, de la segunda oleada del modernismo, se asomaron a ese abismo, pero retrocedían. Se siente su vecindad en los versos de Barba Jacob y en los de Gabriela Mistral, pero yo diría que sólo hacia los años cuarenta irrumpió ese tono whitmaniano que venía a dar cuenta, no solo de los sentimientos y de las estéticas de unos seres humanos sino del asombro y de la enormidad de unos espacios desde los cuales la lengua había sabido hablar, pero se demoraba en cantar. Los años cuarenta fueron los de la obra central de Neruda y de Aurelio Arturo: dos americanos indudables y verdaderos fundadores en el lenguaje de una percepción del mundo. Pero Neruda y Arturo, que eran contemporáneos, y solo semejantes en su amor por la naturaleza y por el continente, ya que el uno no cesa de hablar y el otro casi no se atreve a hacerlo, eran dos hombres maduros cuando escribieron, el uno el Canto general y el otro Morada al Sur, verdaderos poemas fundacionales de América. Es asombroso y grato comprobar que “La creciente”, uno de los primeros poemas de Mutis, surgió en ese mismo momento, y que su autor tenía apenas veintidós años. Estaba descubriendo al mismo tiempo que los poetas mayores de la lengua el soplo poderoso de América.

Hay otro soplo potente que a Mutis le llegó temprano y es el llamado del mundo contemporáneo. Ya en Los elementos del desastre sentimos la vigorosa fusión de su mundo de densas vegetaciones, de minas perdidas en las montañas, de ríos limosos y opulentos, de cópulas frenéticas en los paisajes de tierra caliente, con ese otro mundo de cuartos de hoteles baratos en ciudades polvorientas, de patios verdosos, de trenes recorriendo las plantaciones entre climas ardientes y densos, de burdeles, de hangares abandonados a donde arriman los hidroaviones a dejar el correo, de vigas metálicas invadidas por el óxido, de gritos desamparados que recorren las calles y que parecen tocar toda cosa:

De la ortiga al granizo

del granizo al terciopelo

del terciopelo a los orinales

de los orinales al río

del río a las amargas algas

de las algas amargas a la ortiga

de la ortiga al granizo

del granizo al terciopelo

del terciopelo al hotel.

Tal vez está ya en estos poemas de mitad de siglo la influencia turbia y bienhechora de ese libro infatigablemente creador que es Residencia en la tierra, pero hay mucho más. El abigarrado salmo de Mutis fusiona otras voces, voces que están sin duda en su experiencia y no solo en su memoria, la de Proust, la de Conrad, la de Faulkner, acaso la de Joyce, acaso la de Eliot, acaso ya la de Perse, pero que vienen a dialogar con la región más eficiente de su lenguaje, esa tierra caliente de sus paseos infantiles, ese mundo de fertilidad destructiva, las grandes noches del Tolima, los ríos que arrastran consigo montañas, las minas, las selvas lluviosas del trópico. En medio de originales y poderosas enumeraciones su voz se afirma en una meditación desolada. ¿Cómo llamar a ese complejo sentimiento de veneración y de lástima ante los dones del mundo? A partir de cierto momento la poesía de Mutis es incapaz de ser solo celebración. Tal vez siente que ante una realidad tan compleja y tan múltiple toda oración que sea unívoca es un error, un acto parcial, un engaño piadoso. La poesía tiene entonces que celebrar y deplorar a la vez. Tiene que advertir esa doble carga de pasión y de languidez que es uno de los misterios del trópico. Esas sensualidades que tienen un fondo de desgano, esas atmósferas donde cada elemento parece contrariar al anterior, donde a cada construcción la sucede un matiz de ruina, donde el optimismo no sería más que una ebriedad insana porque nos impide la vigilancia y el sigilo. Basta que empiece la magia, y empieza enseguida el ritmo a contrariarla:

comienza el largo viaje entre la magia recién iniciada

que se levanta como un grito en un inmenso hangar abandonado donde el musgo cobija las paredes,

entre el óxido de olvidadas criaturas que habitan un mundo en ruinas.

La intensa realidad del mundo de Mutis es solo verbal pero no lo parece. Cuando nos dice hangares pensamos en hangares, cuando nos dice río vemos el río, cuando nos dice insectos oímos zumbar a los insectos, pero en el curso de sus poemas esas realidades se suceden y se contrarían con la arbitrariedad que solo tienen los sueños o el fluir de la memoria; por eso puede la magia alzarse como un grito y aparecer un enorme hangar en torno a ella y enseguida el musgo cubrir sus paredes entre el óxido de olvidadas criaturas, y un mundo en ruinas cercarlas de pronto. Son realidades musicales, mixturas verbales, secuencias donde todo lo que contiene y sugiere una palabra danza con lo que sugiere y contiene la siguiente, y no existen ni pueden existir antes del poema. Una narración poética puede reelaborar el recuerdo preciso de algo que una vez fue un hecho, pero aquí no hay más verdad que las palabras: después de los barcos que se deslizan sobre las aguas viene una fiebre, o un guardián de sembrados, o un pavor mudo, y por alguna razón misteriosa que está en la esencia misma de la poesía nuestro espíritu asila y agradece esas secuencias y no reclama realismo, ni orden, ni lógica. El hermoso poema “Una palabra” es la muestra perfecta del estilo verbal, del lenguaje poético que Mutis ya ha conquistado antes de sus treinta años, consciente de que el poema sólo está habitado por los poderes del lenguaje que, a la vez que transcriben, traicionan la realidad.

Hay también las conquistas de calurosas regiones, donde los insectos vigilan la copulación de los guardianes del sembrado

que pierden la voz entre los cañaduzales sin límite surcados por rápidas acequias

y opacos reptiles de blanca y rica piel.

¡Oh el desvelo de los vigilantes que golpean sin descanso sonoras latas de petróleo

para espantar los acuciosos insectos que envía la noche como una promesa de vigilia!

Camino del mar pronto se olvidan estas cosas.

Y si una mujer espera con sus blancos y espesos muslos abiertos como las ramas de un florido písamo centenario,

entonces el poema llega a su fin, no tiene ya sentido su monótono treno

de fuente turbia y siempre renovada por el cansado cuerpo de viciosos gimnastas.

Sólo una palabra.

Una palabra y se inicia la danza

de una fértil miseria.

El poema puede querer ser río o ser selva, pero para ello no recurre al expediente modernista de describir, de referir lo que ve un observador. La naturaleza no será nunca paisaje para Mutis, ahora es sólo lenguaje; así como el río fluye en verbos de creciente, en el color de las naranjas maduras, en el gesto brutal de las fauces de los terneros muertos, y desfila abigarrado ante el poeta que ha despertado menos para verlo que para hacerlo existir en sus palabras, la selva es el tejido de voces que se enlazan, una frondosidad que está en el ritmo, en los excesos, si se quiere, de la poderosa secuencia verbal.

Cuando los recuerdos irrumpieron en sus inquietos sueños, cuando la nostalgia comenzó a confundirse con la materia vegetal que lo rodeaba, cuando el curso callado de las aguas lodosas le distrajo buena parte de sus días en un vacío en el que palpitaba levemente un deseo de poner a prueba la materia conquistada en los extensos meses de soledad, el Gaviero ascendió a las tierras altas, visitó los abandonados socavones de las minas, se internó en ellos y gritó nombres de mujeres y maldiciones obscenas que retumbaban en el afelpado muro de las profundidades.

(“En el río”.

Reseña de los hospitales de ultramar)

Y por eso es que el mundo que el hombre está diciendo termina siendo el hombre mismo. El lenguaje y el mundo no son para el poeta dos cosas distintas, pero además lo que el mundo le dice despierta siempre otro légamo en el fondo de su memoria, como si cada cosa del mundo exterior preexistiera en ella:

Ahora, de repente, en mitad de la noche

ha regresado la lluvia sobre los cafetales,

y entre el vocerío vegetal de las aguas

me llega la intacta materia de otros días

salvada del ajeno trabajo de los años.

Enamorado de las fecundidades y las destrucciones del trópico, y después embelesado desde el exilio en un paladeo proustiano de este mundo que vivió su infancia, pasando de poemas vegetales abigarrados y de páginas torrenciales a poemas que intentan mezclar la naturaleza con la ciudad extenuante y anodina y joyceana, Mutis aplica a todo tema su vigoroso tono vital, ese ritmo que a la vez enumera y medita, que dialoga consigo mismo mientras ve al tiempo inexorable escapar sin remedio.

No es extraño que, en uno de sus más recientes poemas, el quinto de sus “Siete nocturnos”, vuelva al poeta la obsesión del río, y una vez más su lenguaje se despliegue, cadencioso, incesante y espléndido, procurando confundirse con su tema, hacer de nuevo el río de lenguaje, fusionar como la eterna metáfora, el río y el tiempo, y encontrar en el móvil fluir un espejo pleno de su estado anímico, de sus fatigas y sus esperanzas. También aquí el poema terminará, como tantas veces, con esa comprobación de una correspondencia plena entre el mundo y el canto, entre lo que se dice y quien lo dice, y el lenguaje se revela una vez más como esa única morada donde el mundo y el hombre son una misma cosa, donde no coinciden, sino que se fusionan el universo y la conciencia.

Bien sé que visiones del Escalda, del Magdalena, del Amazonas, del Sena, del Nilo, del Ródano y del Miño

presiden memorables instantes de mi pasado;

que toda mi vida la sostienen, alimentan y entretejen las torrentosas aguas del río Coello,

sus efímeras espumas, su clamor, su aliento a tierra removida, a pulpa de café golpeada contra las piedras.

Los ríos han sido y serán hasta mi último día, patronos tutelares, clave insondable de mis palabras y mis sueños.

Pero éste que, ahora, de nuevo y casi por sorpresa, se me aparece con todos los poderes de su ilimitado señorío,

es, sin duda, la presencia esencial que revela las más ocultas estancias donde acecha la sombra de mi auténtico nombre,

el signo cierto que me ata a los decretos de una providencia inescrutable.

Le dicen Old Man River.

Sólo así podría llamarse.

Todo así está en orden.

A partir de cierto momento aparece en la obra de Mutis una evocación nostálgica del imperio español, como queriendo mostrarnos que, si la historia cambia desde el ritual hacia el desorden, él a su vez quiere ir del desorden hacia el ritual. Es sabido que los escritores de la América Latina suelen comenzar exaltando y venerando el ilustre mundo europeo para terminar descubriendo América. Mutis es el único caso que conozco de un poeta que comienza descubriendo apasionadamente su continente y que después opta por celebrar el mundo remoto y crepuscular de esas fatigadas culturas. No está en los poemas de los últimos tiempos una mera evocación de las dulzuras de El Escorial y de las piadosas naves de la catedral del Apóstol en Santiago de Compostela: él intenta la temeraria alabanza del Reino, e incluso una celebración de Felipe II, contrariando una obstinada tradición literaria desde los simbolistas, y Victor Hugo, y Verlaine, que es la de ver en esa corte y en ese monarca severas apoteosis de la crueldad y de la tiniebla. Mutis ve en cambio un apartado y cortés desdén en el retrato de Sánchez Coello. Ve los ojos que todo lo ven y todo lo ocultan, y finalmente el abismo de suprema sencillez cortesana / que su alma ha sabido cavar / para preservarse del mundo. No deja de ser inquietante este otro extremo del hilo de su poesía. El poeta, fatigado tal vez de sus selvas, replegado como el río después de la creciente, ansioso por explorar otras salas del tiempo o por demostrar que en la poesía el tema es menos importante que el ritmo, o deseoso de mostrar que para la poesía es igualmente interesante un hospital de enfermos bañados en aceites fétidos que el alma de un rey perdido en el desdén y en el tiempo. Tal vez, desdeñoso él mismo del mundo que le tocó vivir, cava también su propio abismo de palabras, en un gesto de desusada elegancia, para atenuar con un poco de escéptica cortesía y de anacrónica piedad, las nostalgias del exilio, la conciencia de haber perdido ese paraíso tropical que ahora es sólo palabras, ese río espléndido que huye a lo lejos.

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William Ospina (Colombia, 1954) es poeta, ensayista, novelista y político. Ganó el premio Rómulo Gallegos con su novela El país de la canela. En 1992 obtuvo el primer Premio Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura.