Hay algo mejor que leer un buen libro, y es leerlo una segunda vez. Leona o la fiera vida estaba otra vez en mis manos, o más bien, yo volvía a estar entre sus hojas. Esta vez leo la segunda edición bajo el sello de Editorial Santuario. El lector más acucioso percibirá que hubo poda aquí y de allá que lograron impregnar de fuerza y frescura a esta novela. Leona o la fiera vida, es hoy más fiera y viva que antes.                                                                                                        

“De sufrimiento y bondad ha de estar hecha la belleza” es una cita de Guillaume Apollinaire que la autora utiliza como epígrafe y que marca los motivos esenciales de Quima: sufrimiento, bondad y belleza. 

Leona, desde el primer párrafo nos revela el dilema de su existencia: “Algo se me daba, Algo se me quitaba. Si recibía, ya debía prepararme para perder. Una frustración presagiaba un legado. Si recibía, perdería, si perdía recibiría”. El pueblo ficticio de Quima es un puñado de finquitas y conucos a lo largo de una vía. Una escuela, una pulpería, una fonda, una iglesia, todo vestido de pobreza y humildad, enclavado en un valle alto, exuberante e inamovible. Dos arterias atraviesan el universo de Quima y el de Leona:  el río, cuyas corrientes llevan y traen a Leona en dirección a su propia esencia, hacia un viaje a la semilla; y, por otro lado, la carretera, una presencia perniciosa, una serpiente que trae y empuja a los actores fuera y dentro de los límites de este escenario, y con cuya dualidad Leona debe de aprender a vivir, pues la carretera y el río son dos afluentes que tanto la pueden matar como la pueden salvar.  

Me tumbaba bocarriba entre la crecida yerba pangola de una finca ajena. Apoyando la cabeza en las manos, contemplaba el cielo, las garzas y las mariposas que pasaban ignorándome, mientras olas picantes, tibias, balsámicas, me mecían.

Ángela hace uso de su flujo poético para dejarnos atrapados en Quima. Este imaginario está muy lejos de la idealización de la vida rural. Nos damos cuenta, mientras acompañamos a Leona en sus avatares, que Quima, está lejos de ser el topónimo del ideal de la vida del campesinado dominicano; por el contrario, encontramos encerrada una realidad cruda, difícil y a veces absurda. La adversidad llega a convertirse en cotidianidad. Hambre, frío, cansancio, precariedades, “son las cosas de la vida”.

Luego, a las once de la mañana se apareció mamá. De una extraña manera nos comunica el destino de Sebastián. Estaba en el cielo. Un ángel, un ángel, repetía. Coco se presentó como saliendo de la nada, agitaba la cola y emitía ladridos de bienvenida, pero enseguida se contagió de nuestra aflicción.  Se van los ángeles que tienen que irse. La muerte de un niño, no se sabe lo que es. Por ley de Dios, no se sabe.

Las estampas se suceden una tras otra, permitiéndonos hilar y deshilar la historia familiar de Leona con la de los lugareños de Quima. Un coro de múltiples tesituras, conforman el tejido humano de la novela. Beba, Lorenzo, Sebastián, Lesabia, Miriam, Martina, Juancito, Noraima, Comebrasa, Florinda, Manuelico, Isolina, Edermira, Emilio, Alcides, Brígida, Cacao, Rufino, Antonio, Enmanuel, Asunción, El Turco, Virgilio, Monga, Mambrú, El carnicero, Cuya, Mateo, Casilda, Eduviges. Chucho, Ballilla, Demetrio, Calixta, Doroteo, Don Chelo, Doña Miguelina, Medrano, Vinicio, Serafín, Leoncio, Javier, Uberbello, Mao, Inocencio, Liza, Virtudes, Isidora y no podemos dejar afuera los animales: la yegua Batalla, los perros Coco y Tiburón, el pollito Titi, y la gata Jaguar. La presencia del colectivo, este coro operístico, esta masa humana no es anónima. El intríngulis de las relaciones rurales es justamente lo mejor logrado de la novela. Lazos fuertes, nudos bien atados, que sirven tanto para amarse como para odiarse.  La textura polifónica, la complejidad de los lazos afectivos y sanguíneos forman parte del inacabado rompecabezas llamado identidad dominicana. 

El profundo conocimiento que Ángela Hernández posee sobre el campesinado de la cordillera le permite escribir más allá del ámbito del costumbrismo; ella es capaz de revelarnos la psiquis de los lugareños. Nos pone en evidencia los sutiles aspectos que moldean la lógica mental del campesino: esa hermosa comprensión de la naturaleza a través de la observación y la experiencia; la vinculación con la tierra, con la religiosidad, con los antepasados; la identificación con los mitos y las leyendas. La relación de explotación-protección del patrón con el peón, entre muchos otros aspectos que explican la vida de nuestros campesinos.  

Portada Leona o la fiera vida, Arte de Inés Tolentino.

La decisión de narrar en primera persona le ha conferido a la novela un tono confesional, subjetivo. Leona desborda una fuerza vital que nos cautiva. A ella no le basta con saber cuál es su lugar en la familia y en Quima: ella quiere entender su genealogía, necesita asumir un propósito. Se resiste a comportarse de forma sumisa dada su condición de mujer y cuestiona que el devenir de su vida esté determinado únicamente por el inclemente azar.  

Entonces vi los míos. Y vi la vejez, el desamparo, la coagulación, la urticaria, las pérdidas, los puñetazos, el dilema, las incisiones. Su aguante de roca. Sus raíces entrelazadas. La sempiterna exposición. El habitual combate con las chinchas, los piojos, el piarán, los gorgojos, los virus, las súplicas del Corazón de Jesús. A la milagrosa. Las flores y las lágrimas que ofrecían en los altares de la lluvia.  Afluían a mí como grandiosa paradoja. Y era sufrimiento. Y era lujuria y era convite. Enardecedora vida. De cometas haciendo aguas. De ríos de intenciones alimentando lejanísimas estrellas de buena suerte.

Durante el viaje de Leona, que es el viaje hacia su adultez, ella va descubriendo las sombras familiares donde se esconden el dolor y la violencia. La muerte del padre, el segundo matrimonio fallido de la madre, los hermanos separados por tres circunstancias distintas, la fuga de Noraima con el casco blanco, la amenaza de violación sexual, las muertes de los sobrinos, la precariedad económica, la vigilancia militar, el rechazo de la familia paterna, son evidencia de la vulnerabilidad no solo en el contexto de la sociedad donde ha nacido, sino en el seno familiar, que muchas veces resulta más peligroso que cualquier otro lugar. La fuerza del personaje de Leona es su resistencia a rendirse ante sus circunstancias, el deseo de que las cosas sucedan como ella quiere y no como se lo imponen los demás es su arma poderosa.  

Mi naturaleza estaba sometida a una tracción. Perderme sería respirar, recuperar algo, no sabía qué. Quería fugarme sin saber de qué o hacia dónde. Debía razonar, aclarar, pero ¿qué? ¿Tantas raicillas venenosas proliferando en mis vísceras solo por unos pesos? ¿Tiraba de mí el egoísmo? ¿La repugnancia? ¿La rebelión?

Pero el azar, como una constante, una vez más le daba un giro a su destino. Un buen día, su madre decide enviarla a la capital a vivir con su hermana Noraima y su desagradable esposo Comebrasa, pues había que alejar a Leona de Emilio, su primer amor, y salvarle su comprometida reputación. 

Ni Beba ni ninguna mujer de Quima querían enfrentarse a las lengualargas. Mejor le acortaban la soga a las hijas desde que les asomaban los senitos y se les ensanchaban las caderas. O tomaban medidas aún más drásticas, como sacarlas del lugar.  

Las ensoñaciones de Leona abren a la niña la posibilidad de habitar otros mundos.  Sueña despierta con la libertad, palabra que para ella no significa otra cosa que sacar a su familia de la pobreza, poner comida en la mesa tres veces al día. Sueña con eso sin entender cómo lograrlo. 

Sucedían en mí una ventisca de afecto, un anticipo de sombra, espasmos, sutilezas. Lloraba convertida en terrón mimoso, flamígero. En las mismísimas entrañas de la tierra burbujeaba todo lo amado y no sabía si ascendía a la libertad, a la vida, o ya estaba condenado a perecer. Por ratos permanecía azorada, sin ningún pensamiento. Si hay bríos, si hay energía espabilada en mí la habrá en lo amado, me animaba. Entonces corría, trepaba el copey.  Comprimía mis piernas. Sellaba los parpados. Y las sibilantes agujas del pinar con impulsos de arañas, el galope del pensamiento, las confidencias del granizo y la brasa, abominables caras, dolores con garras, movimientos centrífugos, placeres vertebrados y encarnados, las claves sonoras del monte dormido sobre una red de arterias, querubines mortales, instintos de expansión, voluntad de las piedras, los cadillares con aroma de incienso, el segado baile de la ciénaga, la gacha estática de los escarabajos, las exhalaciones animales del pastizal, risas, trinos, jadeos, sollozos, magnetismos de reprimidas emociones, señas de acuíferos sin descubrir…, todo, todo ─lo abisal y lo fúlgido, la onda, y la sustancia, el ascenso y el descenso, el destino y la libertad─ era entrenzado, amasado, disuelto en meandros del río de la vida. Yo absorbía esa extraña totalidad, con miedo a la locura o al pecado. Abría los ojos con la impresión de que no había pasado más que un segundo. O nada. Nada que era todo. (Es lo que es. Eres lo que es).

En la capital, Leona vuelve a encontrarse con situaciones difíciles. Es un territorio de una hostilidad que supera la capacidad que puede tener cualquier niña para enfrentarlas. Es Isolina Quiroz, una vecina, quien sirve de instrumento del azar para rescatarla. Cuando la niña siente que lo pierde todo, incluso cuando su integridad física corre peligro, entonces se abre otro camino. Isolina es quien mueve las piezas para retirar a Leona del peligro que la acechaba viviendo bajo el mismo techo que Comebrasa, consiguiendo que la doctora Freisa y Giorgio emplee a la joven como doméstica. La estancia de Leona en casa de la pareja italiana representa el verdadero pivote en la vida de la niña.  

Leona queda deslumbrada ante la nueva ventana que le abre la Dra. Freisa:  Los libros, el conocimiento. La semilla que siembra la Dra. Freisa en Leona, cae en terreno fértil. Las ensoñaciones se nutren de matices más fantásticos y a la vez más posibles. La vida le había entregado un tesoro inagotable: la lectura. Leona nunca sería la misma.  Había descubierto una llave, sin entender, aun a ciencia cierta cuál era la puerta que iba a abrir, su intuición le decía que ella se había transformado.

De vuelta al campo, todo en apariencia seguía igual, pero al final de la carretera el mundo estaba cambiando, el país estaba sumido en una rebelión.  Las masas clamaban justicia y libertad. Cambiar los designios. Tomar las riendas del destino. Los jóvenes también reclamaban un cambio, querían transformación, sin tener claro en qué querían transformarse. La rueda había empezado a girar. En la intimidad del hogar de la familia de Leona, la angustia estaba carcomiendo a la madre. No comprendía los motivos de esa lucha, lo único real para ella era el hecho de tener a un hijo en cada bando, enfrentados como enemigos. Una situación fuera de la lógica de Beba, incomprensible en la mente de la madre. Cuando la rebelión armada llegaba a su final, un nuevo resurgir se intuye que ocurrirá en Quima, soplan otros aires, pero la vida continúa.  

Un mundo pletórico de estímulos contrastantes aguardaba por mí. Sin embargo, no ignoraba cuánto habría de batallar para que brotaran de nuevo las alas de mi corazón.

Extrañamientos y dudas me arroparían toda la noche. Trabajos y aprendizajes me coparían el día. Noche y día repoblados de melancolías. Era el costo de sacar a mi familia hacia lo claro de la vida.

¿Era de claridades el velo de nuestro destino? ¿Era de paja? Entre la cepa donde se enterró mi ombligo y la aventura cifrada en los horizontes, oscilaba mi signo. La audacia de mi imaginación preñada de unas letras que jamás leí, decidiría las rutas.

Leona sabe que se ha abierto una fisura en lo más profundo de su ser, y en lo más profundo de Quima. Al cerrar el libro nos preguntamos, ¿hacia dónde correrá esa grieta? ¿Qué se perderá cuando se muevan esas placas?  ¿Tendrá razón Leona cuando afirma que algo ganaremos de lo perdido?  Leona soñó lo que nunca pudo ser, y en ese camino, de perder ese sueño, la vida le fue dando y le fue quitando. La buena suerte la encontraremos si persistimos en seguir surcando el camino. 

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Yulissa Álvarez Caro. Santo Domingo, 1970. Esposa, madre y abuela. Estudió arquitectura. Escribe y lee desde que tiene memoria.