Falta un poema para cantar
la insoportable soledad del ser.
Un día de la pasada primavera o del último otoño inverosímil, llegó el cartero de Ucrania a limpiar los buzones del invierno en Morris Park o del verano demorado en White Plains Road. Sabía que traía el corazón destrozado cuando leí el destierro de sus ojos llorosos. Llega uniformado de marrón claro. Corre con un pañuelo arcaico. Llora mientras ríe. Su pelo rubio abraza su ausencia. Salta sobre las bicicletas de la energía limpia. Habitamos el fuerte Apache de los caídos detrás de un hospital. Nadie nos escribe cartas como antes. ¡Es tan digital la dicha! Este sur yace fuera del velorio que le roban a la desventura. Déjame darte la mano, cartero. Eres uno de los nuestros. Hueles los ladridos de los perros del desconsuelo. Necesitamos saber cómo duelen las cartas que no llegan a la comarca de la virtualidad. Entonces, sus ojos tristes sangraban, cuando subía nuestras escaleras ociosas. Deberían ser destruidas para salvar los descensos de las familias que espantan ratones, sin los restos de un alfabeto, niños huérfanos de arena, hombres que progresan las 24 horas del día. Cuando llegó el luto universal, el cartero no traía cartas para Crimea ni telegramas para Kiev. Tampoco ocultaba una postal imaginaria para sortear la suerte de Odesa. Los buzones blancos fueron demolidos por un misil romántico. Nadie puede levantar el correo de la victoria. No llegan girasoles para adornar un piano bombardeado. Una trompeta sorda venía por una acera árabe. Deseaba encontrar un refugio. Al salir de las mezquitas turcas el cartero del barrio entregaba cartas extraviadas en una galería africana. Saltaba sobre la verja de los nigerianos. Cantaba en su lengua un dolor ruso. Olía a flores secas. Sus botas chapoteaban sobre la sal, pero se dejó abrazar por una mujer afgana. Traía un Corán y un crucifijo egipcio. Otra arrastraba un buda. Mis condolencias, hijo, le dijo. Se abrieron las puertas de la pequeña Yemen y llegaron sirios sin cartas y armenios con azucenas de la rivera del Amazonas. Los liberados de la última Libia humillada arribaron sin las insignias del coronel Gaddafi. La Palestina discreta arribaba por nuestra calle con el ataúd de un adolescente. No pudimos leer sus cartas por la paz. La policía de la moral llora sobre las cartas olvidadas del poeta Rumi. Aquí estamos, nos dijo, una comisión de mujeres de la gran República de Irán. Las vi llegar con una foto de Mahsa Amini. Detrás venían las madres de algunos condenados a la pena de muerte, por protestar pacíficamente contra los soldados del armamentismo infantil. Si deseamos la paz, escríbanle una carta de despedida al velo kurdo. Urge amar la verdad. Faltan las cartas de los desheredados de la poética liberal de la Unión Europea. Que no se pierdan las cartas de los jeroglíficos del Grupo de los 7. No ha llegado la correspondencia que detendrá el calentamiento global. Nadie ha publicado las de la OTAN ni las de Julián Assange, un Cristo que compartió la verdad con el mundo. ¿Cómo evitaremos su crucifixión? Entonces corre, cartero. Pon nuestras cartas sobre las manos de las mujeres que no pueden volver a la universidad en la Tierra Santa del gran Afganistán, donde asesinaron a Osama Bin Laden. Descifra las cartas de los adictos a las vacaciones carcelaria en la bahía de Guantánamo. El ego ha deshumanizado el ser. Desgraciadamente, un poeta es un terrorista armado de metáforas impotentes, aunque yo admita que es un fingidor. El poder se burla de su adicción al pensamiento. Apuesta a la paz. Ama a los carteros que no reciben cartas. Abrígate, cartero, esta paz ambigua pesa como un elefante blanco, pero puede llegar en cualquier momento. Los difuntos rusos somos tus hermanos. Ellos te saludan desde cárceles que encierran a quienes no pueden protestar sin ser apresados. El negocio de la paz es caprichoso. Abre tu buzón, cartero. Concéntrate. Huele su falsedad con un pañuelo digital. Báñate en sus miserias. Nadie le hace caso a ese símbolo hippie. Falta una canción de Bob Marley para espantar los miedos. Escóndete cuando encuentres un jardín tóxico con chocolates Godiva. ¿Es que no tiene ningún sentido morir en Ucrania, por los negros que cruzan el Mediterráneo, en busca de las cartas que no llegan a los buzones desaparecidos en el continente africano? Cuídate, cartero, de las promesas de este invierno inocente. No olvides las cartas del regreso. Este poema desconfía del desarraigo.
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Tomás Modesto Galán, escritor dominicano residente en Nueva York. Ex profesor de la UASD, York College y otras universidades. Ha publicado novelas, cuentos y poemarios. Fue nombrado Poeta del año por el Américas Poetry Festival de Nueva York 2016.