Escribir la isla que habitamos es como ver aproximarse hacia nosotros un tren en marcha que casi arriba al abismo justo donde nos encontramos detenidos a la espera de que nos arrolle. La imagen es arbitraria y, tal vez, desproporcionada. Pero, en gran medida, es justamente eso: somos ciudadanos de un pedazo de mar, tempestuoso, olas que vibran al sol del desafío, sol que alumbra tardes y mañanas, viento que sacude los instintos. La isla, que me niego a creer que es solo media isla, que es isla entera para los dos espacios habitados que la forman, tierra y mar ungidos de cercanía, escribe a diario sus propios desgarros, abre sus umbrales de sal y espuma, festeja su devocionario histórico y camina sobre sus sueños y pesadillas con altivez y casi sin inmutarse. Espera al tren. Siempre espera al tren en marcha que se dirige hacia el abismo en cuyo borde nos encuentra de frente, aunque logre frenar y cambiar de rumbo, para volver a repetir cada vez, una y otra vez, la acometida fallida de su transcurrir desafiante.
Cada cual busca escribir la isla que prefiere. La que mejor marca sus desvelos, su norte y sur, sus falencias, sus atajos. La isla es la que cada uno se plantea o se imagina. Y por eso, a lo mejor, son tan llanas y generosas sus osadías; son tan fieras e indomables sus propuestas vitales; son tan variables y estridentes sus premuras. La isla es historia y es realidad y es fantasía. Y es, sobre todo, letra que se escribe sobre sus carencias y encima –o debajo– de sus lealtades. Cada uno es isla y su isla. Más de un poeta lo ha querido decir de algún modo, desde sus destellos de imaginación y certeza.
La isla histórica y la isla literaria corren igual suerte y ambulan por los mismos desvaríos. Siempre el tren parece que se aproxima para llevárselas de encuentro. Pero, nunca sucede. Nunca termina de suceder. La isla puede parecer impenetrable y difusa, desde su historia; ambivalente y descuidada desde su letra. La verdad de una es la mentira de la otra. O viceversa. Una y divisible, la isla canta sus encantos desde sus diatribas, desde su sordidez, desde su roñería, desde sus aprensiones. Su letra se destina pues a revelar sus laberintos, y desde la cuesta empinada de sus escrúpulos, se erige con su sordidez, con la metamorfosis de su plasma. Es su andadura y es su devenir. La isla, esa parte de ella desde donde nos contamos, y desde donde relatamos nuestras cuitas, nuestros desapegos y nuestros deslumbramientos, crea su vitalidad y su deseo. Es su enigma y es su gracia. El sensualismo de su paisaje, el vivero de sus conquistas, la divisa ensoñadora de su gente. Y, dentro de todo, tantas veces más allá de todo, junto a todo, la literatura echa raíces, arroja luces hacia el abismo, manosea la soberanía de su palabra. Unos por allí, otros por acá. Es su signo y es su sinalefa. Una música sincopada de sus silencios, de sus ostracismos y de sus huellas. Todo reunido.
Cuando junto a Néstor E. Rodríguez y Eva Guerrero –guerreros con armadura de cíclopes, ojo grande que atisba desencuentros– logramos establecer en la Universidad de Salamanca, a inicios de 2012, la Cátedra de Estudios Literarios Dominicanos Pedro Henríquez Ureña, nos asaltó el temor de que el proyecto no se ejecutara como se había pensado. Durante los años siguientes, para mi sorpresa y regocijo, se sentó cátedra desde el podio por donde sembraron raíces encendidas Unamuno y Fray Luis de León. La idea sigue viva. Y activa. Con este volumen se inicia ahora su proyecto editorial. Y un repaso a su contenido nos oferta la expresión y los alcances de la vida literaria dominicana, desde ángulos novedosos, no tanto porque nacen sino porque renacen.
Se trata de una forma de escribir la isla desde otras visiones y paradigmas. Y de exponer las venturas de un nuevo ejercicio crítico. Las letras dominicanas reescritas y releídas bajo un canon diferente. En lo personal, no rehúyo ni lastimo la llamada crítica establecida. Pero, el aporte que realiza este volumen marca pautas para una relectura de la literatura dominicana en el inicio del tercer decenio de la presente centuria.
En un tiempo pandémico, las letras dominicanas se reinventan. Es tiempo de reinventarse, de intentar nuevas formas, de crear nuevos atributos para la sobrevivencia. De conocer, y aceptar, la nueva realidad que se nos plantea en todos los campos, incluyendo el de las letras. Abrir nuevos senderos para que esa literatura, creada sobre los andamios de una edificación que se bambolea entre la virtud y el olvido, como si acaso un movimiento telúrico, de los que por estas tierras acontecen, las mantuviese siempre oscilando sobre el aire y sobre los tejidos del polvo y del viento, sirva al propósito de una nueva lectura amigable.
Voces nuevas que será necesario conocer, voces conocidas que será urgente reconocer. Unas y otras escriben la isla, otra isla, la misma que conocemos y amamos, solo que desde nuevas perspectivas. Era hora. Y es tiempo, el justo, para que suceda. El temario nos parecerá conocido. Lo es. Bosch, Camila, Cestero, Marcio, Abigaíl Mejía, Pedro Mir, Aída, Juan Sánchez Lamouth, Norberto James, José Mármol, Ángela Hernández, Josefina Báez, y, desde luego, los que representan el hoy y el horizonte: Rita Indiana y Rey Andújar. Las firmas anuncian repercusiones, vientos de huracán, temblores de gesta. Gestación de nuevos rumbos. En la carrera de relevos que cualquier literatura marca, los corredores de fondo que avistan la meta, prestos a alcanzarla. Y, pienso, a batir récords.
Hay un muro que se levanta para cubrir el abismo. Y nuevos rieles para que la literatura dominicana oriente su camino sin contraerse y sin llevarse a nadie de encuentro. Escribir otra Isla es escribir la isla sin sonrojos, sin atropellamientos, sin omisiones, sin heridas. Una isla escrita desde el rescate, desde la tradición reintegrada, desde la relectura y desde la exploración.
El tren está en marcha.
Santo Domingo
Mayo de 2021
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José Rafael Lantigua es ensayista, poeta y periodista. Tiene 29 libros publicados. Miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua. Fue Ministro de Cultura de la República Dominicana, de 2004 a 2012.