Desde muy niño, me gustó el cine. La primera vez que recuerdo haber ido a uno fue cuando mi papá me llevó a ver Bambi, de Walt Disney, en el Olimpia (cine que estaba en la calle Palo Hincado), antes de su incendio en 1961 en los meses posteriores al ajusticiamiento del tirano, cuando yo aún no había cumplido 5 años.

Durante mi infancia, el cine era para mí una simple diversión. Pero en el umbral de mi adolescencia, vi 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, y empecé a darme cuenta de que el cine era más que entretenimiento, y tuve las primeras nociones de lo que se llama “arte cinematográfico”. Fue cuando comencé a leer las críticas de Armando Almánzar Rodríguez en el Listín Diario, y más tarde a escuchar su programa en Radio Cristal y después en Radio HIN.

Pero cuando de verdad adquirí conciencia de la importancia y el significado del cine como arte, fue cuando asistí a un curso de apreciación cinematográfica que impartió José Luis Sáez con el auspicio del Cine Club Dominicano, en el local de la Asociación Cristiana de Jóvenes (ubicado en los altos de una estación de gasolina que había en la calle Mercedes esquina 16 de Agosto, frente al Parque Independencia, donde actualmente hay una óptica), aunque luego de algunas semanas de iniciado, el curso tuvo que trasladarse al Instituto Masónico de la calle Arzobispo Portes.

En dicho curso, Sáez me hizo descubrir todo un universo, el cine en todas sus manifestaciones como expresión de lo que es el ser humano, la sociedad, la imagen, el sonido, el drama, la comedia, los sentimientos, las emociones.

Eso aconteció en 1972, pero ya desde 1967 Sáez venía impartiendo sus cursos de apreciación cinematográfica en la Universidad Autónoma de Santo domingo y otros centros educativos. Esos cursos contribuyeron a la formación de cientos de jóvenes y adultos en el mundo maravilloso de la cinefilia y en la creación de un público que, al cabo de varias décadas, ha visto crecer el interés por el cine que hoy tiene expresiones tan diversas y coexistentes como la formación de profesionales en la carrera de cine que imparten varias universidades, la Ley de Cine, la Dirección General de Cine, la Cinemateca Dominicana, el despegue de la industria cinematográfica y la celebración sistemática de festivales como el de Funglode, el de Fine Arts, el Outfest, sin olvidar la desaparecida Muestra Internacional de Cine de Santo Domingo.

En 1974, Sáez reunió material de sus cursos de apreciación cinematográfica y, con el apoyo de Editora Taller, publicó el libro Teoría del cine. Apuntes sobre el arte de nuestro tiempo. Recuerdo cuando lo compré en el stand de dicha editora en la Feria del Libro de 1976, celebrada en el Palacio de Bellas Artes.

Sáez comienza su libro con la infancia del cine, con el sugestivo título Del jabalí de Altamira a la máquina de Edison, relatándonos la búsqueda del hombre para dejar plasmada la imagen en movimiento, hasta llegar a los hermanos Lumière, Meliés, Zecca, Porter y Griffith.

Los demás capítulos nos adentran en la imagen como unidad de la construcción de la frase fílmica, el dinamismo de la imagen, el montaje como sintaxis del cine, las funciones del sonido y el lenguaje del color, culminando con un repaso de algunos estilos cinematográficos: el surrealismo de Luis Buñuel, las dos etapas del neorrealismo italiano, el cine soviético. Como colofón, un vocabulario técnico del cine.

En 1983, Sáez nos aporta otro libro, también publicado por Editora Taller, esta vez dentro de la colección Ediciones Siboney: Historia de un sueño importado. Ensayos sobre el cine en Santo Domingo, cuya primera parte nos cuenta la trayectoria del cine en nuestro país, dividida en tres etapas: 1900-1930, 1930-1961 y 1961-1981. 

Sáez nos informa, con abundante y precisa documentación, acerca de la primera exhibición cinematográfica en el país, ocurrida en 1900; los primeros empresarios dominicanos en aventurarse en el negocio del cine; las primeras filmaciones realizadas en el país; los pioneros del periodismo cinematográfico; los primeros dominicanos que actuaron en Hollywood; entre otros temas apasionantes.

Sáez dedica un capítulo al trabajo pionero de Francisco Arturo Palau, director de las dos primeras películas dominicanas: Leyenda de Nuestra Señora de la Altagracia (1923) y Las emboscadas de Cupido (1924). Otro capítulo está dedicado a la película que realizó Franklin Domínguez con Camilo Carrau, tras ser decapitada la tiranía trujillista, La Silla (1962), sobre la cual Sáez cita la siguiente opinión, emitida por Arturo Rodríguez Fernández en 1979: “Sorprende lo bien elaborada que está esta película, al lado de otras producciones criollas. Buena fotografía, buena iluminación y buen uso del lenguaje cinematográfico… Creemos que La Silla nunca hará quedar mal a la historia del cine dominicano y que hoy sirve de recordatorio de una época maldita a muchos, y como advertencia a las nuevas generaciones” (página 111).

La segunda parte del libro, titulada Cine, iconografía y cultura, enfoca, entre otros temas, la función social y económica de la crítica de cine; el acontecimiento extraordinario que constituyó el estreno de la película El Acorazado Potenkim el 2 de octubre de 1928, en el teatro Capitolio (que estaba en la calle Arzobispo Meriño, frente a la Catedral), con la presentación de una orquesta de quince músicos, bajo la dirección del maestro Esteban Peña Morell, interpretando la partitura del film “escrita en 1926 por Edmund Meisel, y adaptada por el mismo Peña Morell para el estreno en Cuba de ‘Potemkin’, un mes antes”, y con la participación también de “un coro de ocho voces, actuando como solistas Susano Polanco y Eduardo Brito, que aún usaba su nombre de Eleuterio” (página 188). 

En el capítulo titulado El cine y el silencio de Pedro Henríquez Ureña, Sáez se muestra sorprendido de que, al analizar los movimientos culturales y las manifestaciones artísticas del siglo XX en su libro Historia de la cultura en la América Hispánica, nuestro gran humanista “guarda silencio, un extraño silencio, con respecto al cine, que ya había comenzado a verse, e incluso a producirse, en la América de origen español. Pero, el silencio es aún más extraño cuando enumera las actividades culturales en Nueva York, reduciéndose en ese caso al teatro, la música culta y las reuniones literarias”. (página 164).

Se pregunta Sáez: “¿Significa ese silencio un rechazo absoluto del cine, como si se tratase de un intruso mecánico que pretendía la categoría de arte con aquellos dramas fotográficos de los años diez? ¿Significa, quizás, una actitud hermética de mantener las Bellas Artes como única manifestación del espíritu del hombre, y cerrarle así el paso a cualquier otra forma de expresión?… ¿Obedece, quizás, a esa “enajenación hispanista” y a la concepción idealista de la cultura, del cosmos y de la vida de que acusa el Dr. Juan Isidro Jimenes Grullón al erudito Pedro Henríquez Ureña? ¿O se trata simplemente de algo compartido por los intelectuales de la época frente al espectáculo popular?” (página 168).

Con estas líneas, me uno a la iniciativa de la Asociación Dominicana de Prensa y Crítica Cinematográfica (ADOPRESCI), en el marco del 3er. Premio de la Crítica, de rendir homenaje a José Luis Sáez por sus valiosos aportes a la educación cinematográfica en la República Dominicana.

POST SCRIPTUM: El 23 de abril pasado, en la XXIV Feria Internacional del Libro Santo Domingo 2022, la Editorial Universitaria Bonó y Ediciones MSC pusieron en circulación una nueva edición de Historia de un sueño importado, con una actualización de Félix Manuel Lora que incluye referencias de todas las películas dominicanas producidas hasta 2019.

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Jimmy Hungría. Gestor cultural y cinéfilo. Amante del teatro, de la música. Aspirante a chef. Autor del libro Gastronomía musical y bibliografías en construcción y de la columna Tívoli.