Está bien no entender. El sentido no es un requisito para disfrutar o ser interpelados por el arte. Muy por el contrario, es posible que la inquietud, la inestabilidad de lo que vemos o escuchamos, nos atraiga, obsesione o someta más aún. Porque la razón es uniforme y efímera, se agota con el noble “ah ya entendí: un camino que se resuelve”. Y eso está bien si vamos apurados a una oficina y necesitamos la dirección de destino. Pero el sentido no es todo. Delante de nosotros avanza una persona idéntica a nosotros que no conocemos. Nos guía, se voltea, nos empuja. A veces no conseguimos alcanzarla, a veces lo hacemos muy rápido y la atravesamos con torpeza.

Los países tienen prisiones y nuestra mente también. Vivimos asumiendo que nuestro estado mental, más o menos equívoco, es perenne. Nociones de lo lindo, lo agradable, el monolito del pasado, inalterable, el presente en fuga, el futuro esplendoroso o asfixiante. Sueño y vigilia. La verdad es que todo se mezcla y de la pupila que refleja pureza también se desprende el horror, el asco, la alquimia de sangre por oscuridad y gritos, labios. No hay que presumir de artista para percibir eso.

Que las cosas tengan (un solo) sentido o el sentido que aprendemos de las cosas, puede ser un acuerdo, pero también una vana percepción. La naturaleza humana es ambigua, los caracteres del universo, también. Así como cualquier manifestación lógica nos parece formal, no cualquier desvarío es absurdo, no cualquier pobreza es miseria, no cualquier oscuridad es siniestra. Cualquier experiencia es múltiple y las experiencias estéticas no escapan a ello.

David Lynch consiguió lo que los adolescentes presumen (sin fundamento) y lo que pocos seres humanos realizan durante su vida: ser él mismo. Y atraernos, fascinarnos con ese logro, estuviera haciendo una película, hablando de donas, meditación trascendental o brindando un reporte climático. Era él desde su corte de pelo hasta el mentón, desde la corbata delgadísima hasta los ruedos anchos de sus pantalones remendados por él mismo. No conozco la caligrafía de Spielberg, Bergman o Scorsese, pero reconozco la de Lynch. Sus letras desiguales, sin mayores reglas entre mayúsculas y minúsculas forman parte de su ideario. Letras que parecen siempre minúsculas, aunque hechas enormes y que pasaron de titular sus textos a describir sus imágenes o a componer algunas de sus esculturas y pinturas, porque Lynch fue primero artista plástico. Lo escribo y reparo en lo ridículo de decir “fue esto primero” como si no lo hubiera sido después y todo el tiempo. De hecho, la fundación del cineasta se dio durante una contemplación casi febril. Frente a la imagen de uno de los cuadros en que trabajaba, empezó a suponer el movimiento de ésta, sumado a la proyección de sonidos. Imágenes que se suceden ante nosotros y cuya interacción escuchamos. Cine, pues.

Puede que una de las cosas que más nos acerca a su obra audiovisual, por más resistencia que presente, es el territorio onírico que demarcó. Ves y no sabes lo que ves o desde dónde. Lynch hacía el sueño. Las atmósferas que generaba tenían mucho de ese territorio que no controlamos de nuestra mente: eso que pasa cuando no estamos despiertos. Haciendo esto, creo que la idea no era dejarse aplastar por la frecuente arbitrariedad de las pesadillas o “malos sueños”, a veces hijos de una mala digestión, sino por sus posibilidades alternas. Dormidos bufamos, lloramos, gritamos, reaccionamos a cosas que reconocemos, pero sobre todo nos relacionamos con inconsistencias. Todas esas sensaciones y respuestas las vivimos cada vez que vemos (introduzca aquí el título de cualquier película o corto que le guste del maestro)

Lynch introdujo a buena parte de su audiencia las nociones y enseñanzas de la meditación trascendental. De hecho, la David Lynch Foundation no es una escuela de cine o becarios de las artes, sino una institución para promover esa práctica. Era un enemigo acérrimo de la negatividad y del abordaje naif que profesa “abrazar nuestras sombras”. Abrazar, sí, pero sin brazos; y a las sombras, claro, pero sin umbral. Un todo que oscile entre extremos a cada instante. Pisos de ajedrez.

No me puedo despedir de él, no tengo nada de qué despedirme. No lo conocí personalmente y desde hace meses, tomé la noticia de su enfisema pulmonar como un preámbulo de su muerte, que no me sorprendió. La parte de su ser que trato está conmigo siempre. Como los peores sueños y las mejores pesadillas, reincidirá. Volveré a saber de él. Y no hará falta que esté despierto.

(Publicado originalmente en la cuenta de Patreon del autor, https://www.patreon.com/JuanLuisLandaeta)

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Juan Luis Landaeta (Caracas, 1988) artista multidisciplinario, egresado de la Maestría en Escritura Creativa en Español de la Universidad de Nueva York, y autor de los libros The Well-known Inheritance of Forms y Litoral central. Sus exposiciones individuales incluyen Jardín Desierto, Brooklyn 2017; La Identidad de la Línea, Banco Interamericano de Desarrollo, 2019 y Unwrite, Mehari Sequar Gallery, 2019.