Escribir ahora una biografía de Manuel Rueda (Monte Cristi, 1921-Santo Domingo,1999) difícilmente aportaría datos más reveladores sobre él que su propia obra. Ahí está todo: su retrato de cuerpo entero. Ya en su primer libro (Las noches, 1949) dejó las huellas de su identidad personal, de una manera diáfana y concluyente. Se trata de un cuaderno de sonetos que hoy asombra por su desnudez y honestidad. Después, otros libros presentan rasgos de un perfil único y una maestría inigualable: el de aquella criatura terrestre nacida en una lejana provincia fronteriza (La criatura terrestre, 1963), hijo de padre ausente al que apenas conoció y de madre muy joven, maestra y poeta, de quien heredó sus dones, asido a la música desde niño, como quien se aferra a un madero en medio del naufragio.
También dejó constancia de su tierra árida y candente poblada de cambronales y fulgurantes salinas junto al mar, los cantos dolientes de haitianos y dominicanos en una frontera conflictiva y, sobre todo, del rayano al que tanto cantó, simbiosis de dos grupos culturales condenados a vivir como siameses, una historia de dolor que nos enseña más sobre nosotros mismos que todo el resto del país. Escribió sobre la casa materna, la abuela amada y fuerte, la madre “sin recuerdo de hombre entre los brazos”, y las numerosas tías, discretas moradoras del hogar que apoyaron su vocación de artista y mimaron al chico malcriado y soñador. Dejó constancia de las delicias del ocio y las pulsiones de la curiosidad que lo llevaron a explorar y descifrar los enigmas insondables de los otros, a desentrañar la sordidez bajo la superficie anodina de los días y las noches (Por los mares de la dama, 1976; Las edades del viento, 1979).
En su poesía están también las experimentaciones audaces e irreverentes frente a un canon literario que conocía a la perfección, pues quería superar y enriquecer ese marco tradicional petrificado del que sin embargo jamás abjuró. Más que “vanguardista”, palabra que rechazaba para referirse a esa parte de su obra que denominó pluralemas y dragramas (Con el tambor de las islas. Pluralemas, 1975), evidencia la modernidad de su práctica literaria, su enorme cultura y actualización de los movimientos y corrientes en boga en nuestra lengua. Intentaba desacralizar una práctica inveterada, sacudir un quehacer literario que se había quedado empantanado, reducido a consignas ideológicas y fórmulas de un cambio radical y pretendidamente revolucionario que no rebasaban las buenas intenciones y las proclamas de ocasión.
La música también ocupa un sitial en su obra, de la que tenía un dominio que no provenía de experiencias librescas, pues odiaba la erudición, sino de una vida consagrada al piano y sus desafíos. Música como meditación sobre el oficio y el instrumento de un intérprete avezado que, salvo contados viajes al exterior, permaneció varado en su isla de huracanes y temblores, desdeñando la posibilidad de hacer una carrera internacional, pero quien nunca dejó de pensar y pensarse, que no se conformaba con lo sabido, intentando siempre ir más allá de sus propios límites. Para él resultaba crucial llegar al corazón de una obra musical y las posibles motivaciones de un compositor.
El cuerpo fue otra de sus obsesiones mayores y al que dedicó todo un libro (Congregación del cuerpo único, 1989) en el que explora la condición humana en múltiples vertientes. El cuerpo como núcleo de placer y sufrimiento, deseo y agonía, atracción y rechazo, realidad y máscara, incógnita y revelación, todas esas caras de un giroscopio inmenso al que sólo borran la muerte y el olvido.
Como dramaturgo y narrador, creó una galería de personajes femeninos no superados en las letras nacionales hasta ahora. Me refiero a la solterona encandilada por la ilusión de amor y abrasada por el deseo (La trinitaria blanca, 1957). La prisionera entre las cuatro las paredes de un alcázar (La prisionera del Alcázar, 1976), que aspira a una anhelada liberación. La prostituta capaz de sorprender al invasor gringo con sus desplantes (Entre alambradas, 1965), o la meretriz envejecida con alardes de grandeza que intenta humillar a unos clientes convertidos en nuevos ricos, negándose a participar en una orgía pagada (Laura en sábado, 1985). La joven impedida cuya existencia oscila entre una perfección imaginaria sugerida por la bailarina de porcelana colocada en la sala por su madre y la dura decepción provocada por una silla de ruedas que la condena a la inmovilidad (Papeles de Sara, 1985). La muchacha poco agraciada de buena familia que entrega su corazón al ambicioso militar, sin sospechar el futuro que le espera (Bienvenida y la noche, 1994). Y aquella reina trastornada, que perdió el juicio por amor al esposo muerto y fue encarcelada después por su propio hijo (Retablo de la pasión y muerte de Juana la Loca, 1996).
Entre sus contribuciones a la cultura dominicana, supo rastrear las esencias de su pueblo a través del folclor, convertido en investigador trashumante durante años, en busca de expresiones populares, cuentos y adivinanzas que luego convirtió en una obra de consulta imprescindible (Adivinanzas dominicanas, 1968). Por último, a lo largo de dos décadas fue dejando constancia de su pensamiento en editoriales que escribía cada semana en el suplemento literario que dirigió hasta su muerte, un medio orientador y estimulante, decisivo para comprender el grado de sabiduría que alcanzó nuestro artista; la penetrante y certera visión de la cultura del país y de su época, así como los rasgos de nuestro panorama artístico e intelectual de finales del siglo XX (Una voz, 2001). Dotado de una gran agudeza crítica hacia toda la realidad social y política, y consternado por el deterioro ético imperante en el país, su voz premonitoria y de alerta fue clave para entender el derrumbe de nuestra cultura, las maneras de hacer política, la mediocridad rampante y la difícil convivencia en una ciudad hostil.
Manuel Rueda pasó el último año de su vida confinado en su hogar, aquejado de un cáncer que había hecho metástasis en varios órganos, sufriendo sin quejarse de los malestares del proceso, lejos de una mundanidad en la que había estado inmerso y a la que dedicó muchas energías. Pero el mal, ya irremediable, le atrapó en la hora del desencanto, en el momento de saber por fin quiénes eran sus verdaderos amigos. Permanecía en silencio durante horas, sentado en la galería de su apartamento de la avenida Pasteur, donde las hojas de los almendros susurraban la despedida, en espera de un visitante amigo que tal vez no llegaría, indiferente a los libros y alejado del piano, pero todavía pendiente del mundo a través de sus sentidos, con muchos proyectos entre manos, porque nunca perdió la creatividad ni esa lucidez de los seres privilegiados. Hoy solo podemos recordarlo como era, con sus pasiones, sus luces y sombras, y deleitarnos con la lectura de su magna obra, que constituye un monumento de la literatura en lengua española.
(Fragmento del prólogo a Manuel Rueda, único, libro de próxima aparición en Editorial Isla Negra de Puerto Rico).
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En portada: Mutante. Técnica mixta. 41” x 34”, Col. Taller Público Silvano Lora, s.f.
José Alcántara Almánzar es educador, sociólogo, narrador, ensayista y crítico literario de alto nivel internacional. Galardonado con el Premio Nacional de Literatura 2009.