Oh muerte, tú no sabías que el mar era un regreso
Una ola sin tregua, lamiéndonos la puerta.
(Fragmento de “Elegía”, en “La Criatura Terrestre”)
Manuel Rueda
En aquel distante mes de abril de 1966 seguían abiertas las heridas del complejo conflicto bélico desatado en Santo Domingo un año antes, y la ciudad aún luchaba por reencontrar su anterior normalidad. Pero Neruda tenía razón y –como nosotros, los de entonces– nuestra ciudad ni era ni volvería a ser la misma, porque el tiempo no tiene vocación de recrearlo todo a imagen y semejanza del pasado de manera exacta. Al contrario, posee una inexorable exigencia de cambio y todo, sin excepción posible, debe inclinarse ante su mandato de incesante transformación.
En esos días, mientras cursaba el Colegio Universitario en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, había entrado de manera fortuita a formar parte del elenco de la obra Yo, Bertolt Brecht de mi maestro, el poeta y dramaturgo Máximo Avilés Blonda, cuyo estreno estaba programado en el teatro de Bellas Artes para finales de mes.
Ese día había llegado temprano y, mientras me paseaba por los amplios corredores de la ostentosa edificación en espera de mis ensayos, percibí las difusas notas de un piano. Seguí el rastro de la música hasta llegar a una puerta lateral que daba a la sala de espectáculos. Entré furtivamente y me senté en la última fila del desierto patio de butacas. El escenario estaba vacío de todo decorado, a excepción de un piano de cola que bajo un reflector cenital relucía como una bestia iluminada por el sol de mediodía. El hombre corpulento sentado en el banquillo frente al teclado blanco y negro se había quitado la camisa y sudaba copiosamente. Su mano izquierda acariciaba con delicadeza y seguridad el instrumento que a su vez emitía notas de embrujadora belleza. La mano derecha, apoyada en el banquillo junto a su cadera, se sacudía ligeramente por momentos como si tratara de liberarse de su forzada inmovilidad… Pero ya era hora de comenzar mis ensayos –esa tarde bajo la cúpula central del palacio– y, a desgano, abandoné la sala tan discretamente como había entrado. El pianista –naturalmente, yo había reconocido a Manuel Rueda– no llegó a percatarse de mi presencia, lo que sin duda me ahorró una segura reprimenda.
Muchos años más tarde, tuve el privilegio de frecuentar al maestro y disfrutar de su aprecio y su amistad; sin embargo, nunca le referí aquel disimulado encuentro que yo –tal vez a causa de los extraños caprichos de la memoria– había olvidado, hasta que treinta y tres años después, en una fría y lluviosa noche en Ciudad de México, recibí la triste noticia de su muerte y repentinamente reviví en mi memoria aquella lejana tarde.
Ignoraba que en el futuro descubriría que ni siquiera nuestros recuerdos escapaban a la regla inflexible de perpetua mutación de las cosas, y que aquel ensayo de un concierto de Ravel se repetiría en mi interior, pero enriquecido por matices y connotaciones inesperadas, como si la escena –distorsionada por el tiempo y mis experiencias vitales– tratara de decirme algo que la primera vez no había logrado interpretar o entender. En ese momento no sospechaba que durante una representación de la tetralogía de Wagner, habría de imaginar la escena del príncipe Nibelung acariciando los dientes de un dragón con la mano izquierda mientras la derecha reposaba junto a la cadera sobre el puño de su espada; ni que después de una lectura de Hesíodo, habría de soñar con un Hefesto pianista lisiado, descamisado y sudoroso afanando en su forja; o que una noche cualquiera, un verso de Machado me haría vislumbrar un Prometeo músico y poeta que, buscando en sus propias entrañas sus más íntimas verdades, ejecutaba de manera concreta el proceso mismo de toda creación literaria y artística.
Pero ese futuro aún no había llegado, y en aquella noche mexicana solo atiné a decir con voz desolada: Manuel Rueda ha muerto, como si tratara de entender el significado del triste acontecimiento. Sabía que para la muerte no había puerta de escape, ni escaleras de incendio, que el cuarto de pánico de cuidados intensivos solo podía retrasar lo inevitable. Pero también estaba consciente de que algunos hombres –los hierofantes de las palabras, de la luz, las formas, y las ideas; los consentidos de las musas como decían los Dánaos, o los elegidos por el destino como piensan otros– tienen una extraña manera de morir.
Aceptamos su partida, sabemos que ya no los veremos pasar por las calles de la ciudad o a la vera del mar, pero descubrimos que siguen con nosotros, tan asombrosos y creativos como antes, porque su vida se ha destilado gota a gota en sus párrafos y sus versos, sus ideas y sus creaciones. Mueren, pero seguimos evocando sus versos, haciendo nuestras sus palabras, sus visiones y sus conceptos, y los seguimos recreando mientras sus sombras relucientes nos seducen y nos embrujan como fantasmas. Porque cada verso verdadero y cada pensamiento o gesto creativo lleva en su interior una parte íntima del ser humano que lo hizo posible y, durante los breves instantes de la lectura, la contemplación y la reflexión, la particularidad del individuo-creador les impregnan pasión y vida a las abstracciones de los arquetipos. Ciertos hombres y mujeres mueren, sí, pero rehúsan alejarse de nuestras vidas, y sus voces, preservadas en sus obras para siempre –ese “siempre” tan frágil y perecedero del ser humano– se vuelven cada vez más presentes y significativas en el recuerdo de los vivos, aunque nunca dejen de ser vulnerables a los embates del olvido.
En aquella fría noche de diciembre, mientras consideraba el consolador argumento de la relativa permanencia de los creadores – de las artes, de las ideas, o de los imperios– me dije que Manuel Rueda sería uno de esos fantasmas luminosos, tan vivo o más que la última vez que cené en su compañía, en casa de mis buenos y siempre solidarios amigos Ida Hernández Caamaño y José Alcántara Almánzar, en una gran mesa servida en la terraza del patio, bajo el domo insondable de los astros.
En aquel diciembre de 1999, la muerte de Manuel Rueda marcaría el inicio de un nuevo proceso de resurrecciones espirituales consecutivas –al ritmo de las lecturas que anunciaba el porvenir– tan imprevisibles como enriquecedoras, a diferencia de la probable suerte que nos espera –a mí y tantos otros– para quienes el destino ni siquiera ha de ser el de Menandro, y cuyos nombres y esfuerzos se habrán de disipar como niebla bajo el sol, al final de esta eternidad de un solo instante, de esta ola de carne dolorosa y breve que llamamos Vida.
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En portada: Sin título. Técnica mixta, 48” x 39”, Col. Taller Público Silvano Lora, 2001.
Juan Carlos Mieses es poeta, narrador, ensayista, actor, dramaturgo y profesor. Ganador de importantes premios y reconocimientos, como el Premio Siboney de Poesía 1993, Premio Siboney de Poesía 1995, Premio Pedro Henríquez Ureña de Poesía 1991 y Premio Nacional de Ensayo 2013.