El gran reto de la construcción social dominicana consiste, en materia de caracterización identitaria, en:

Reconocerse y transformarse de manera tal que las próximas generaciones, en su calidad de herederas, asimilen la inagotable gesta de insondables sacrificios y memorables eventos que cuentan su propia composición social y formación identitaria como legado propio y de la humanidad.

En medio de un mundo en progresiva expansión y continua aculturación ese desafío es esencial. Sobre todo, dado que luego de más de cinco siglos de gestación, historia y memoria colectiva, la conciencia dominicana continúa expresando lo que ella no es (-no es haitiana, ni española y tampoco estadounidense, francesa o de alguna otra ascendencia étnica-), y no lo que ella es y deviene. 

La situación se agrava, pues ella se reconoce en la actualidad sumergida en el resquemor ante un futuro que, por no estar escrito, siempre es incierto. Y por demás, su identidad no acaba de definirse a pesar de los conflictos y dilemas vividos y tampoco por sus acuerdos, recuerdos, tradiciones y relatos.

En el caso dominicano, lo que adviene a nosotros es aún más desafiante que lo que ha dejado de ser, puesto que lo pretérito ha recurrido tantas veces a la práctica de camuflarse detrás de otros sistemas y modalidades culturales que, por doquier, comienza a confundirse y mezclarse sin saber decir todo -o al menos algo positivo- acerca de sí mismo. 

No obstante, ese desafío histórico, sostengo, en función de la evidencia disponible, que la metáfora cultural del ADN permite discernir el proceso por medio del cual el cuerpo social de diversas generaciones humanas -porten éstas el gentilicio de dominicana u otro- construye su respectivo código cultural a partir de su organización social.

Mi concepción y esperanza, en lo que a la patria dominicana se refiere, descansan en esa columna vertebral de hombres y de mujeres que 

  1. Despertaron de su sueño colonial un día como contrabandistas abandonados y desalojados de las costas occidentales de La Española;  
  2. Mutaron en sí mismos de manera independiente y desconfiada, hasta abrirse paso y por primera vez en la historia patria al libre mercado internacional -desde sus predios tabacaleros-, usualmente sin prestarle atención a gobiernos y leyes, primero coloniales y luego republicanos; 
  3. Restauraron la misma república que finalmente, debido al gen azucarero y el poder político, le sustrajeron nativos y foráneos. Y por ahora, en fase recesiva,
  4. Se transformaron a sí mismo y, excluidos de grandes riquezas y de la frecuentación de banquetes palaciegos, se refugian en un ámbito de informalidad desde el cual labran su progreso y añoran su propio bienestar, en y fuera del suelo patrio. 

La consecuencia de todo lo dicho es que aquella columna vertebral constitutiva del “pueblo” dominicano resulta ser en la actualidad -por razones de su dotación cultural-, tan individualista, entusiasta y valerosa, como desordenada, bullangera, indisciplinada e informal. Y, paradójicamente al mismo tiempo, no por eso pierde su serenidad, arrojo y empuje, ni oculta su encantadora afabilidad, bonhomía, candor, compasión e impávida solidaridad hacia los suyos y con todos los demás.

He ahí, en esa paradoja que resulta de tantas conjunciones, la característica cultural por la que sobresale y se distingue la dotación cultural del pueblo dominicano de cualquier otra en la faz de la tierra.

Si como creo la historia universal es como un ciempiés que consta hipotéticamente con 100 pueblos, el ADN cultural de cada uno de ellos hace las veces de una de esas extremidades. Y todas ellas, incluyendo la dominicana, terminaría siendo un miembro único, inconfundible e insustituible, reunido en una sola historia universal del género humano. 

En esa historia, la unidad y la diversidad de cualquier sociedad como la dominicana procede y se debe al código cultural legado a los herederos del mismo. 

Por esa razón, entre el nivel del quehacer económico y los niveles de organización social, de lucha política, de control ideológico y de creación artística y vivencia religiosa de cada pueblo y de todos ellos transculturizados a una, existe una diferenciada unidad de su núcleo cultural que solo es posible separar analíticamente, pero sin por ello desintegrarla ni aislarla ni confundirla con las demás. 

He ahí lo que demuestra el caso de estudio del ADN cultural, verificado en dicha columna de hombres y mujeres que legan la identidad del único pueblo que, en medio de un contexto universal, es y puede ser reconocido como dominicano.

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Fernando Ferrán es antropólogo social y filósofo, investigador y profesor del Centro de Estudios Económicos y Sociales Padre José Luis Alemán de la Pontifica Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM).