La pintura es poesía;
siempre se escribe en verso con rimas plásticas.
Picasso
¿Es acaso posible establecer coincidencias, correspondencias, o puntos de partida comunes entre dos formas de arte al parecer francamente disímiles? A través de los siglos, tal válido cuestionamiento ocupó el quehacer de académicos y críticos de arte por igual quienes, empeñados en la comprensión del hecho estético, subrayaron lo que parecía obvio: el que todo aquello se trataba de metáforas compartidas; de imágenes alimentadas unas a otras gracias a las emociones percibidas por el lector/observador. Estudiar las relaciones interartísticas será también intentar comprender la conformación de las verdades sensoriales a partir de la razón estética; reconocer el acto poético como cómplice de la realidad de la experiencia artística misma, acontecimiento en el que, a propósito de estos párrafos, las propuestas cromáticas surgen del estímulo de palabras hechas símbolos donde “la pintura es poesía muda, y la poesía es pintura que habla”, como señaló Simónides de Ceos dos milenios atrás.
El parentesco existente entre pintura y poesía siempre fue uno de carácter fraternal, horizontal y abierto; así lo consideraron sus ejecutores e intérpretes a través de los tiempos: desde Aristóteles y Diderot, hasta el ut pictura poesis horaciano cuestionado por Lessing. Bastaría detenerse apenas a observar la naturaleza para aprehender cómo el Hombre experimenta la relación color-sonido; cómo las evocaciones visuales convertidas en voz dan origen a productos estéticos robustecidos por homologías estructurales comunes: proporción y simetría, o concordancia y ritmo. Levi Strauss, y el propio Eco, hablaron de estas equivalencias entre fenómenos pertenecientes a distintos órdenes catalogándolas de “herramientas facilitadoras de la indagación de la naturaleza expresiva y cualidad formativa de las artes”, inserto ello, por supuesto, en el pensamiento como experiencia humana única y trascendental.
Dos artistas del país han ejemplificado la fertilidad de aquel debate palabra-lienzo aportando cada uno lo mejor de sus instrumentos creativos; lo han hecho en complicidad a propósito de la conmemoración de la IX Semana Internacional de la Poesía en una muestra que incluye una veintena de lienzos alusivos a un número similar de textos poéticos. Hablo aquí de Rosa Elina Arias (Santo Domingo), reconocida pintora y pedagoga, y de Plinio Chahín (Santo Domingo, 1959) igualmente respetado poeta, ensayista y crítico. Este trabajo representa una nueva entrega de la artista quien ya había hecho lo propio con trabajos de Pedro Mir, Tony Raful, José Mármol, Federico Jóvine Bermúdez, Soledad Álvarez, Mateo Morrison, y Ángela Hernández a propósito de celebraciones anteriores.
Arias declara pasión por la poesía, hecho que le ha permitido navegar con poca dificultad el sinuoso camino de las metáforas hechas fonemas o estrofas; sabe de antemano ―me ha confesado― cuáles detalles del trabajo pictórico depositará en el lienzo posterior a la lectura del texto. Es decir, para ella el lienzo no está en blanco; antes de trabajarlo ya su mano ha determinado lo que el pincel hará del espacio infinito que aguarda en su perímetro. Se trata pues, de la reinvención del verbo a manos del pincel, en suma.
Chahín, por su parte, tras haber construido un robusto corpus poético depositado en más de una docena de obras donde la muerte, el cuerpo, y la soledad son compañeros temáticos casi perennes, ha expresado satisfacción y sorpresa ante la desmesura de los colores patentes en esta muestra. Colorido insular, sin duda alguna, donde luz, azules, y amarillos contrastados con tonos oscuros, otorgan forma e identidad a los versos que para la ocasión Chahín ha seleccionado de sus poemarios Hechizos de la hybris (1999), Cabaret místico (2007) y Consumación de la carne (2015), entre otros.
Ya habíamos indicado que es en el escenario del cuerpo donde el poeta Chahín divaga, anatomía en mano, a través del amor y el misterio místico; en exploración del deseo como fantasía ontológica del cuerpo y el sueño como aventura de lo irracional y lo inconsciente alcanzando aquello que André Comte-Sponville observó en sus Apuntes para una filosofía de la fragilidad: el reconocimiento de que el Hombre tiene un cuerpo y creasu alma. Es decir, amor, poesía y alma no son hechos preestablecidos; cabe hacerlos, y el cuerpo es su justo locus. Para Rosa Elina Arias (hija de la última promoción del maestro Jaime Colson) la figura humana representa precisamente el espacio donde su obra encuentra su mayor dimensión; quizás por ello ha logrado plasmar tan magníficamente la voz de Chahín en estos pictopoemas a la usanza de los surrealistas.
Tras siete exposiciones anteriores surgidas a partir de las obras de los vates nacionales ya mencionados, Arias ha construido en esta nueva muestra una iconografía prístina espejo de una destreza reveladora del estilo propio que la madurez de su pincel ya le ha otorgado. Destacan, a nuestro modo de ver, dos obras en las que, tanto por su incuestionable carácter lúdico como por la propuesta gráfica propiamente dicha, merecen especial atención. Asombra, en cada una, el tránsito transcurrido desde la ensoñación representada en colores decididamente libres, hasta las robustas formas de figuras y abstracciones geométricas concretas que sacuden la atención del observador.
La primera de ellas, “En nolición poética”, es un lienzo vertical donde los contrastes de rosados y violeta parecerían ocultar perfiles indistintos que conversan trazando una silueta, quizás femenina, justamente gracias a la relación geométrica casual que han establecido entre sí. Tal cual lo acontecido en el poema que la motiva: Las cosas ocupan su lugar por variaciones del lenguaje./ Infinitud de formas que se transforman/ en nolición poética. En “No me espíes, estoy a tu lado”, por otra parte, asistimos al vínculo conformado por círculos incompletos entrelazados; abstractas figuraciones que penetran al cuadro sorpresiva y sigilosamente desde su eje horizontal sin proveer pista alguna sobre su procedencia o identidad. Similar a lo sugerido en el texto inspirador: No me espíes estoy a tu lado como el amor de la médula/ Que piensa el ser a su no ser/ Sobrio y taciturno sobre el vértigo incorpóreo del deseo.
El nexo establecido entre imagen y palabra está dado (y sostenido) tanto por la imaginación del creador como por los sueños del espectador surgidos ante la escaramuza estético-visual; se trata, por supuesto, de relaciones de naturaleza simbólica que desprovistas de toda pretensión de “verdad objetiva”, con suerte constituirán formas complementarias a favor de la realidad y del conocimiento inducido por la experiencia sensible. La academia ha partido de la écfrasis, en su sentido original de figura retórica facilitadora del estudio interartístico, a fin de explicar cómo imagen y palabra representan, interpretan, y, sobre todo, recrean la propuesta artística; cómo el poeta, testigo conmovido ante una obra pictórica, es capaz de transformarla en hecho verbal y literario.
En nuestro caso, Arias y Chahín han alcanzado una suerte de écfrasis reversa en la que la pintora es sacudida por el poeta, y no viceversa; con ello han re-creado el contenido simbólico del verso transformándolo en acrílica que habla. Ambos han sido justos frente a lo que ya había establecido Simónides de Ceos: “Las acciones que los pintores representan mientras suceden, las palabras las representan y las describen cuando ya han sucedido”; ante lo enunciado por Lessing de otra forma: “El tiempo es el dominio del poeta como el espacio es el dominio del pintor”. Dicho esto, el cortejo protagonizado por el dúo que nos ocupa no podrá provocar otra cosa que no sea la sacudida del corazón a manos de la emoción; el lacaniano despertar de la pupila como erección del ojo alborotado. ¡Enhorabuena!
___
Jochy Herrera es cardiólogo y escritor, autor de Estrictamente corpóreo (Ediciones del Banco Central de la República Dominicana, 2018).