Cuando todavía me gustaba el fútbol (aun lo aprecio un poco, porque no es tan horroroso como los deportes gringos), tenía predilección por dos personajes: el arquero, que siempre me pareció una figura maternal (ver a Edwin van der Sar envolviendo con sus largos brazos, alas más bien, a todo su equipo después de un triunfo, es casi como ver a una madre cobijando a sus hijos); y el mediocampista, que cuando era genial (como Sócrates o Pirlo), tenía una visión panorámica que le permitía interpretar el espacio en función de un ritmo fluido (para Sócrates, tan importante como la efectividad de un ataque, era el ritmo musical del juego).
Nunca he sentido particular atracción por los malabaristas, los hacedores de maravillas, los que ganan partidos casi solos (caso Pelé, Messi, Neymar, George Best). Nunca me gustó, sobre todo, Ronaldinho, cuyo estilo me parecía una acumulación impresionante de fintas sin mucha sustancia, cáscara sin nuez. Siempre he detestado en estas estrellas mediáticas su tendencia al crimen de alto vuelo (la evasión de impuestos); y su auto-repudio, la negación del lugar del cual provienen y su natural consecuencia: el apoyo a partidos políticos de ultra-derecha, por no decir fachos (como es el caso dramático de Ronaldinho y Rivaldo, que viniendo de favelas apoyaron a un hijo de puta como Bolsonaro).
Aunque Maradona no pudo evadir el destino de sus colegas, se distinguió por dos cosas que lo hacen una excepción: 1)- Fue, sin duda alguna, el mejor jugador de todos los tiempos (lo confirma su manejo del contorno inmediato, donde el movimiento de su cuerpo, inverosímil, dejaba a los rivales en una posición casi cómica; y sus goles en el Nápoli, que dejaban a todos los arqueros con ganas de aplaudir su propio ultraje). 2)- Su personalidad, contradictoria, intensa, dispuesta a confrontar la existencia en sus extremos. Maradona superó los estrechos límites del fútbol, porque más que un jugador, fue un personaje, con todas las virtudes y defectos que ello implica. Su simpatía por Fidel Castro, sus viajes a Cuba, su amistad con Chávez, revelan su ingenuidad en materia política, pero reflejan también su generoso olfato, su fidelidad hacia sus orígenes, su legítima inclinación hacia el débil y el pobre.
Nadie tiene una vida invicta. La suya luce plagada de cosas maravillosas y grotescas porque la fama resalta lo que en las nuestras permanece oculto. Para mí, siempre será el Diego, el símbolo de una época en que el fútbol era todavía fútbol, y yo era, no precisamente hincha de Perú, sino de Holanda, Sócrates y Maradona.
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Marco Escalante, ensayista peruano radicado en Chicago. Autor de Malabarismos del tedio (Editorial 7Vientos).