La contemplación, como fenómeno epistemológico, comienza a desplazarse de los campos, de todas las regiones que aluden a la infinitud, a esos puntos ciegos donde la mirada se concentra sin más recompensa que la inmersión en sí misma. Un punto minúsculo reemplaza al mar y el cielo. Por ejemplo, una imagen que improvisa el agua que penetra el techo. Se puede viajar empleando ese mapa por regiones donde la razón juega un rol accesorio. Digamos que ya no es necesario soñar entre cerezos, que el alcohol o el opio sobran, que el único principio verdadero que gobierna las horas es el verse durar.
Es la hora propicia para el garabato.
Cómo he disfrutado aquellas horas en que dibujaba sin parar una infinidad de figuras caóticas, buscando saturar la hoja hasta que se manifestara como un ente corpóreo, como relieve rugoso en que se mira el tedio morir…
Tocar después esta multiplicidad de formas como se toca la piel deseada… Navegar el laberinto inconcluso… Voltear luego el papel y ver qué se siente al pasar la mano sobre esa superficie marcada por las líneas arbitrarias de la cara anterior…
Recuerdo a mi maestro de física. Qué facilidad para trazar arcos, cuadrantes, móviles sobre un espacio cuantificado. Hacía de su pizarra un lienzo gracias al uso sabio de las tizas de colores, que imponían la alegría del carnaval y el despilfarro en medio de esquemas y fórmulas frías, pavorosamente ahorrativas y exactas. Aunque él no lo sabía, el suyo era un arte efímero que el maestro que lo sucedía borraba con una mota.
He visto la misma sonrisa de placer en mis maestros de geometría, trigonometría, aritmética y álgebra. Sus enseñanzas, plasmadas con exactitud en la pizarra, solían ser, además de ciencia, monumentos visuales capaces de domesticar el odio natural de la infancia hacia los números. ¿Quién podía oponerse a la contundente demostración de un teorema algebraico que, además de racional, lucía colorido, armonioso, estructuralmente imponente?
Estas empresas infantiles, acometidas por maestros que entendían el poder sensual de sus conocimientos, se desvanecen en las universidades, donde el caos de la pizarra refleja la complejidad de saberes superiores. La magia, allí, pertenece ya a otro orden: más oscuro, más perverso, más real que el paraíso infantil en que las máquinas simples, las poleas, los pesos suspendidos en el aire, reemplazaban al juguete.
Pero esas primeras visiones, cuando todavía emocionaba llegar a comprender, con dibujos, que el espacio es igual a la velocidad por el tiempo, perduran en la memoria por siempre porque en ellas convergen los rigores agobiantes del cálculo, el relajamiento del juego y las primeras impresiones estéticas. Al menos en mi caso, el ensueño nació entre ecuaciones. De allí procede mi obsesión con el relieve, con las gestas insignificantes de la piel y el papel…
Señalo, sin embargo, mi predilección por la física. La magia de la aritmética visualizada operaba por saturación: la pizarra se llenaba de números y símbolos sin mayor poder hipnótico que el que emana de la simetría. La geometría y la trigonometría incluían en sus gestas numerosos diagramas, o figuras con volumen que podían remitir a sus encarnaciones prácticas, pero la inmovilidad, la regularidad pasmante de las gráficas acentuaban el poder de la abstracción. Con la física ocurría algo distinto: se tendía un puente fantástico entre la pizarra y el mundo exterior. Mi maestro, con afán meticuloso, incluía en sus diagramas del movimiento parabólico, de la caída libre, de la energía cinética, hombrecillos minúsculos, cañones y balas, puentes, carreteras y autos; o configuraba trayectorias rectas o elípticas que partían de una mano activando proyectiles. De vez en cuando, el maestro se sumaba a su propio diagrama, como aquella vez en que explicó la fricción, caminando como un dandy frente a la pizarra: “Vean ustedes mis pies y piensen por qué no resbalo”.
Que la percepción artística se agudizaba en esos instantes lo prueba el hecho de que los alumnos competían en su afán de lograr los más hermosos diagramas en sus cuadernos de notas. Cuánto esfuerzo por graficar, de manera realista y al mismo tiempo ideal, las viscisitudes del movimiento rectilíneo uniforme, la aceleración, las fuerzas que confluyen en un cuerpo estático sobre un plano inclinado…
Y yo quería dibujar como los mejores. Y aunque nunca pude hacerlo, sentía un placer inexplicable al contemplar mis números, contento no solo por haber hallado respuestas a las ecuaciones, sino también por haberlas plasmado en la hoja con mucha simetría, como quien pinta, como quien juega, como quien emprende seriamente el desafío de la perfección en una gesta olvidable.
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Marco Escalante, ensayista peruano radicado en Chicago. Autor de Malabarismos del tedio (Editorial 7Vientos).
En portada: Ramon Oviedo TODOS CONTRA TODOS, técnica mixta sobre lienzo 18 x 24 pulgadas 2004 DF6K749. Imagen cortesía de Antonio Ocaña y Fundación Ramón Oviedo Inc.