A Michel de Montaigne 

“De los ríos del futuro, volteo la mirada y veo un tesoro de joyas escondidas en las sinuosidades de la memoria”. 

Estas palabras no están aquí como mero capricho. Muy por el contrario, deseo que sirvan de acicate para aprender a atrapar, a cultivar y aprovechar al máximo el irrepetible don de la vida y con ella, la memoria. Cuanto mayor sea el obstáculo para aprovecharla, tanto mayor deberá ser nuestro esfuerzo para derribarlo.  

Prueba de lo antes dicho, tengo para manifestar que en el año que ha pasado y el tiempo que aún transcurre desde que surgió, se recrudeció y aún continúan aflorando incógnitas sobre un virus desconocido por la ciencia, cual acto de magia, se efectuó en mí un inusitado proceso de inspiración incontenible, de aquello que los antiguos hubiesen llamado “musa”. Y, he ahí que empecé a llenar cuartillas y cuartillas con imágenes y evocaciones que, como un torrente irrefrenable, brotaban libremente de esa fuente inagotable que es nuestro intelecto. A este respecto y parafraseando a Virginia Woolf: “Creo que este corto tiempo de gestación se debe al ambiente hosco, apesadumbrado y anónimo que nos rodea en un principio de la acometida del virus”; lo cual no fue óbice, empero, para conceptualizar y analizar la situación y deducir que se trataba de una más de tantas, innumerables y recurrentes pandemias acontecidas en el transcurso de los tiempos. Ninguna ocasión pues, pensé, se ofrecería más propicia para abocarme vorazmente a la lectura de múltiples obras clásicas que había leído en un lejano pasado bajo un prisma juvenil y, por tanto, menos perspicaz que en este “ahora” de mi vida. Ciertamente, era el momento justo para nutrir y fecundar mi conocimiento longevo con la sabiduría de aquellos maestros cuyas ideas nunca pierden vigencia. Muy por el contrario, se potencian con los nuevos adelantos civilizatorios. 

Así pues, leía y escribía con un fervor nunca imaginado. Conceptualizaba, analizaba todo lo que me rodeaba y, he ahí que, en las paredes inermes de mi casa, en las escaleras del edificio donde vivo, en las obras de arte que de todos lados imploran mi atención y que, por fuerza de la costumbre, muy comúnmente me pasaban desapercibidas; en los gestos de las pocas personas que veía, en la conversación con la señora que me sirve y acompaña y que, si bien no está dotada de grandes luces, mi corazón recibe compasivo sus muchas vivencias dentro de una familia depauperada. En otras palabras, todo lo tangible e intangible a mi alrededor cobraba un significado valedero para convertirse en uno de los personajes de mis ubérrimos escritos. Y, mis recuerdos, mis atesorados recuerdos que a todos lados me acompañan junto a mis amados seres que ya no están. Por otro lado, y de gran importancia, he percibido que en cada libro que leo, de una u otra forma, me voy leyendo a mí misma o, en su defecto, a mi alter ego. Esto así, porque los humanos somos todos parte de una misma familia cuyos miembros se concatenan para portar los genes de la primera molécula viva que dio inicio a nuestra evolución en el planeta Tierra. Unos han enriquecido sus capacidades a tal grado que merecen ser nuestros modelos a seguir; otros, no tan audaces, han escogido el estancamiento de la ignorancia para permanecer intocados por los adelantos de la civilización. 

Siento especial inclinación hacia las obras intensas, aquellas que me desafían a pensar, a discernir para sacar mis propias conclusiones. Es por eso que empecé mi pesquisa por un escritor cuya innovadora obra siempre había deseado afrontar: William Faulkner (1897-1962) y sus personajes de espíritu pesimista de derrota actuando en un ambiente gótico y grotesco, comunicándose en un dialectodel inglés norteamericano del Sur profundo (Deep South) con el cual, afortunadamente, estoy familiarizada. Todo el contenido expresado en frases interminables e intrincadas, de sintaxis libre, compleja y fragmentada que se prolongan entretejiéndose en unos ingeniosos juegos de tiempo y espacio. Su estilo revolucionario sirvió de inspiración, según expresan ellos mismos, a muchos de los grandes nombres del Boom latinoamericano; entre estos Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y Juan Carlos Onetti. Del conjunto de novelas del eximio norteamericano me atrevo a mencionar como las más representativas de su estilo a El ruido y la furia y Mientras agonizo.   

Proseguí con mis afanes literarios y, de manera inevitable, llegué a Jorge Luis Borges, de cuya obra no alcanzarían las palabras para dilucidar cómo ese gran genio logró ingeniar un solo lugar que contuviese la multiplicidad infinita del universo: El Aleph. Soberbio, el gran Borges. Más adelante, en mis pesquisas hallé una obra que debo subrayar.  Se trata de las producciones del poeta, prosista y crítico literario rumano Mircea Cartarescu. En su exquisita obra nos contagia su amor por su amada y vapuleada Bucarest, la riqueza de sus mitologías y variadas leyendas y nos esboza su fecunda vida estética en el “vasto poema dentro del cual vivimos”, con un enjundioso y elegante estilo literario.  Me atrevo a sugerir que su gran obra lo convierte en un favorito para el Premio Nobel. 

Pero mi curiosidad insaciable no se detiene en estos reconocidos nombres de autores masculinos. A la par de ellos en esta afortunada época para nosotras las mujeres, no pueden faltar las escritoras que se les equiparen y, por qué no, una gran cantidad cuyos talento y maestría escritural puedan aun superarlos. Es un hecho que hasta hace relativamente muy poco tiempo, quizás dos centurias no más, es decir, hasta los siglos XIX y XX, la palabra “mujer” se figuraba como el sinónimo peyorativo de “anónimo”. En todo lo que concerniera la vida intelectual, política o empresarial y, huelga decir que en todo lo referente a la literatura, la mujer era juzgada como inferior al hombre. A tal grado, que en ocasiones éramos posicionadas al nivel ofensivo del perro.  Sin embargo, poco a poco y con encomiable esfuerzo y encarnizada lucha de nuestras predecesoras, hemos ido rompiendo las cadenas que nos ataban a la ergástula del sistema patriarcal que nos aprisionaba desde hace unos 5,000 a 6,000 años.  Y aquellas meritorias mujeres enfrentaron con gran arrojo los innumerables obstáculos para poder finalmente sacar a la luz su poesía y su narrativa, de tan altos méritos cualitativos que lograron dejar profundas huellas en los anales de la historia de la literatura universal.  En sus inicios, sin embargo, fue tanto el temor fundado al rechazo, que algunas llegaron a escribir bajo un pseudónimo masculino (George Sand por Amantine Aurore Dupin, Rafael Luna por Matilde Cherner, George Elliot por Mary Anne Evans) por solo mencionar algunas; en tanto otras creían deber vestirse como hombres y, otras más, decidieron encerrarse en su “habitación propia”, si acaso la tuviesen. Todo aquello en aras de su gran pasión: poder publicar sus obras. Como ejemplo del encierro voluntario, tenemos el caso de la magna poeta norteamericana Émily Dickinson (1830-1886), quien, afortunada de pertenecer a una familia adinerada de abolengo, tomó la decisión de enclaustrarse en su alcoba vestida de blanco hasta el día de su muerte, después de la cual su hermana –conocedora de su gran talento y sus ansias de escribir– entró al sagrado recinto de la poeta y allí encontró 40 volúmenes con poemas de estructura innovadora y apasionada que la hicieron merecedora de pertenecer al reducido panteón de poetas fundamentales estadounidenses junto a Edgar Allan Poe, Ralph Waldo Emerson y Walt Whitman. He aquí la primera estrofa de Hope (Esperanza), su más reconocido poema:

Hope is the thing with feathers – 
That perches in the soul – 
And sings the tune without the words – 
And never stops –at all – 

El romanticismo aún regía la literatura y las artes en Europa. En la austera Gran Bretaña victoriana, nos encontramos con las muy reconocidas hermanasBrontë. “Feministas de vanguardia”, según nos dice la escritora argentina Laura Ramos, y cuyo inconformismo demostraban las hermanas vistiéndose de hombre. Tenemos a Emily, autora de la afamada novela Cumbres borrascosas que escandalizó a la austera sociedad de entonces, y a Charlotte con su muy leída Jane Eyre. De ellas sabemos que debían escribir en un saloncito de estar atestado de familiares donde, haciendo oídos sordos al bullicio de las conversaciones, alcanzaron a escribir esas magnas obras. Asimismo, y buscando inspiración en tierras lejanas que no encontrasen en sus lecturas, estas apasionadas de la literatura, conocedoras de sus muchas limitaciones, subían al tejado de la pequeña casa que habitaban con su padre para otear en lontananza hasta donde la vista les alcanzara, y allí poder soñar con algunas civilizaciones lejanas que jamás lograrían visitar.    

Más adelante y aún en Inglaterra, a finales del siglo XIX y principios del XX, nos encontramos con la incomparable Virginia Woolf. Debo admitir que, durante la lectura de cualquiera de sus obras, en mi caso, esta gran orfebre de la palabra alcanzó el cometido de todo gran escritor: el haber dejado una profunda huella en mis adentros que tendrá la duración de mi actividad intelectual y literaria.  Las novelas Orlando y la sin par Sra. Dalloway, que compite en incuestionable calidad con el Ulises de James Joyce, en las cuales ambos escritores escogen el recurso conocido como “corriente de la conciencia” para llevarlo a su máxima expresión; o también su ensayo magistral Una habitación propia, en el cual plantea con toda honestidad los derechos de la mujer, con un lenguaje “picante”, que siempre utilizó para referirse al tema. El planteamiento de Virginia Woolf: lo que se necesita para que una mujer pueda escribir buenas novelas; esto es, independencia económica y una habitación propia.  

En consecuencia, se puede vislumbrar que la ebullición inconformista desatada en el ambiente femenino de aquel momento histórico, y que venía gestándose desde mucho tiempo atrás, era el vaticinio del próximo movimiento revolucionario que formalizaría el derecho de igualdad de género que exigían las mujeres.  Hablamos, ciertamente, del “feminismo”.   Sin entrar en detalles sobre dicho movimiento, diré que muchas de las heroínas que padecieron todos aquellos injustos vejámenes por su condición de mujeres, empezaron a delatarlos libremente en sus poemas y narraciones. Como es de comprender, por lo demás, estas privaciones y la doble moral reinante en las sociedades heteropatriarcales y retrógradas a las que pertenecían, casi todas, por cierto, causaron patologías psicológicas de tan irreparables consecuencias, que muchas de esas eximias escritoras llegaron al extremo de acabar con sus propias vidas. Virginia Woolf, Alfonsina Storni, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath entre otras. Y yo me cuestiono si aquí, en nuestro reducido y puritano terruño, Salomé Ureña de Henríquez no hubiese deseado exponer sin eufemismos ni medias tintas todos sus padecimientos hogareños sufridos dentro de aquella prisión matrimonial en que habitaba, sin la presencia de un marido, exigente para con sus responsabilidades domésticas, que la dejó a cargo del hogar y cuatro hijos, mientras estudiaba en completa libertad en un París bohemio y mundano de principios del siglo pasado. Que esta primera estrofa de su poema Quejas sirva para esbozar su profunda soledad: 

Te vas y el alma dejas                                                         
sumida en amargura solitaria 
y mis ardientes quejas 
y la tímida voz de mi plegaria, 
indiferente y frío…  

Por fortuna para nosotras las mujeres, pienso que nos está llegando el momento de dejarnos oír, de escribir en completa libertad, de actuar en todos los ámbitos de la vida productiva, y en igualdad de condiciones con los hombres, sin que esto constituya una competencia descarnada de talentos y de excelencias entre los sexos. Nada más alejado del propósito de esta libertad ganada con arduo trabajo y esfuerzo de las mujeres en todos los estadios de la historia. Muy por el contrario, no creo que debamos jamás perder de vista nuestro rol intrínseco de madre y mujer con todos los atributos y responsabilidades que implica nuestra feminidad.  

En cuanto a la literatura, nuestra salida en escena ha sido abrumadora. Sobre todo, en lo que va de este siglo XXI.   Tanto así que serían demasiados los nombres de mujeres sobresalientes que habría que mencionar.  En esta entrega, me circunscribo solo a las que he deseado leer, analizar y disfrutar con fruición durante los 24 meses del tiempo que dura la pandemia.   

Empezaré por la española Irene Vallejo, la más joven de todas y autora de la obra que, a mi modesto parecer, es y posiblemente seguirá siendo la obra maestra del siglo XXI. Tal vez mi deslumbramiento ante ese magno ensayo me haya obligado a adelantar mi opinión al respecto. El infinito en un junco es la historia del libro y del conocimiento en toda su vasta minuciosidad. Se lee con una sobrecogedora fluidez que nos lleva a un final que quisiéramos prolongar sin límite de duración, y nos deja un sabor placentero o regusto difícilmente percibido en la lectura del muy intelectual “centauro de los géneros”, como llamó Alfonso Reyes al ensayo. De Francia aprovecho para repasar la obra, mayormente autobiográfica, de la gran narradora y filósofa existencialista y compañera de Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir.  Librepensadora y convertida en ídolo feminista después de la salida de su famoso ensayo El segundo sexo, estudio pormenorizado de lo que es “ser mujer” en el que subraya el androcentrismo y traduce cómo éste hace que la mujer siempre sea “Lo Otro”, generalmente con relación a la masculinidad. Por lo tanto, es en la actualidad cuando más popularidad ha ganado dicho ensayo, debido a la vigencia y al formalismo que mantienen sus postulados. En cuanto a sus novelas, recomendaría Los mandarines, merecedora del Premio Gongourt que esla novela documental sobre las interioridades de la vida de los intelectuales en la época de la posguerra en Francia y en cuyo contenido nunca olvidó enfatizar su postura feminista. Y, para concluir con las europeas en esta entrega, no quisiera dejar de destacar a la erudita polaca Olga Tokarczuk, Premio Nobel de Literatura de 2018. Esta joven intelectual centroeuropea nos cautiva con una obra ciclópea en la que nos lleva por periplos geográficos de corte experimental y errabundo (me refiero a su novela Los errantes), utilizando el mismo procedimiento de disección para deconstruir y detallar la anatomía del cuerpo humano.  Una obra digna de una aguda investigadora especialista en el arte de narrar. Con ansias espero la lectura de las Escrituras de Jacob, su última y ya aclamada extensa novela.   

Sin detenerme en mi voraz escrutinio de autores y autoras, llegué a Canadá donde me aguardaban otras muchas grandes.  Alice Munro, verbigracia, la primera galardonada con el Premio Nobel de Literatura en el género de relatos.   Considerado un género menor, hasta no haber alcanzado el grado de perfección al que ella supo llevarlo.  Todavía en Canadá encontré un tesoro escondido.  Me refiero a la obra “inclasificable” de Anne Carson, gran poeta grecófila que, con pormenorizada maestría, extrae y reúne la lírica y la sabiduría arcaica de la poeta Safo de Metilene, la “Décima Musa”, como la llamaban sus contemporáneos. Y yo me aventuro a añadir que “inclasificablemente” cautivador es todo lo que he podido leer de su obra, ejemplo de lo cual es su novela en verso titulada Autobiografía de rojo.  En ésta se sumerge la aguzada poeta dentro de la mitología griega para recuperar los personajes mitológicos y traerlos al pensamiento posmoderno con una destreza inigualable.  Me atrevo a adelantar que aquel que coge en sus manos una obra de Carson, aunque parezca paradójico por la calidad iconoclasta de los géneros, se queda ensimismado por la profundidad, discernimiento, y, en ocasiones, las caracterizaciones humorísticas del deseo y del amor no correspondido.

No puedo dar un colofón a este ensayo en tanto no se logre el hallazgo científico que brinde la solución a esta covidianidad que nos han impuesto las circunstancias. Mientras tanto, les diré que antes de dormir en las noches del covidrecogimiento, me programo en Youtube –que considero uno de los mejores instrumentos facilitados por las redes cibernéticas– para seguir oyendo múltiples entregas de otros escritores que deseo conocer.   Fue así como me fasciné con Las siete noches de Jorge Luis Borges, manjar de conocimientos sobre variados temas de la literatura, la historia y la condición humana expuestos con la fluidez y elocuencia de la vasta sabiduría que imprimen los años en una mente privilegiada. Disfruto, además, con todas las historias que nos brinda la deliciosa francomexicana Elena Poniatoska. 

Por el momento, terminaré con la obra de una mujer “incalificable en estilo y en forma”.  Escritora apasionada y misteriosa, como se dice sobre sí misma.  Clarice Lispector, nacida Chaya Pinjasovna Lispector, en Ucrania, llega a Brasil a los dos años en compañía de su familia judía que huía de los pogromos de Rusia.  Periodista, ensayista, traductora, cuentista y narradora, esta bella, glamorosa y muy enigmática mujer que muere de cáncer cervical a la corta edad de 57 años, deja atrás una obra que nos imanta con ideas inconexas y embaucadoras debido a las sensaciones que expresa en un estilo imposible de encasillar. Con sus deslumbrantes textos escritos entre poesía y prosa es capaz de colmar de espiritualidad al más nimio evento cotidiano.  Es capaz de convertir cualquier cosa (un huevo, una cucaracha, un caballo, un ciego mascando chicle, etc.) en textos que continúan sin tiempo y sin espacio en un arrebato fascinante que provoca el enunciado.  La lectura de algunos de sus alucinantes cuentos como El huevo y la gallina o Seco estudio de caballos, convencerá al lector aguzado de “la conmoción del pensamiento y de aquello que se ha llamado espíritu –con el deseo de nombrar lo que no puede verse ni definirse por completo, nuestra ininteligible fatalidad: la muerte que nos ronda, la fuerza bestial del amor o las extrañas formas de la naturaleza; los bichos, los caballos”.  El no haber sido una entusiasta lectora, no le impidió que empezara a escribir desde los trece años, lo que nos indica que nació para escribir, fuego apasionado que continuó hasta su muerte. Sin embargo, se le vincula familiarizada con la obra de Frank Kafka, de Virginia Woolf y de James Joyce.  

Clarice Lispector, considerada una de las mejores plumas brasileñas del siglo XX, nos deja en sus numerosas novelas y cuentos, el género en que sobresalió, un retrato de una vida interior que sobrepasa el entendimiento de su lector o auditor con un pensamiento lineal que delatan unos sentimientos no lineales.  Una obra que, sin duda, y porque se incrementa con los adelantos de la civilización, atraerá lectores hasta el final del estadio del Homo sapiens en la Tierra. Entre sus obras más reconocidas se encuentra la novela La pasión según G. H., obra alucinante que desde lo visceral nos conduce hacia lo espiritual.  La hora de la estrella, en la que se mueve líricamente dentro del absurdo para terminar llevándonos de nuevo a las profundas oquedades de la oscuridad.  Finalmente, me atrevo a recomendar sus Cuentos reunidos, en los que percibirán “el constante ideario de la filósofa hecha narradora, la rutilante suma de metáforas sobre el alma y la soledad en un mundo guiado por una inercia en la que la autora encuentra la trampa y nos la muestra”.  Tan intenso era su fervor por su oficio escritural que, transfigurándose en uno de sus personajes antes de morir en el hospital, sus últimas palabras a la enfermera que la atendía fueron: “¡Se muere mi personaje!”  Y yo me aventuro a decirles que una vez lee una un texto de Clarice Lispector, queda una encandilada, deslumbrada y ciertamente perturbada.  

Continuará mientras dure el covidencierro… 

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Lisette Vega de Purcell. Licenciada en Humanidades, mención lenguas modernas. Profesora, traductora y escritora.