Despertar

     No es el momento de entender nada de lo que a mi alrededor siento, pero no me queda otro remedio. Llevo una semana con un dolor de cabeza que no me deja en paz en mis otras razones de vivir. Basta un dolor en cualquier otra parte de cuerpo, para que la totalidad quede inutilizada. Podría decir: “¡Lléveme el diablo!”, pero ya estoy en sus dominios, si de dolor se trata. El dolor de cabeza sobrepasó toda mi capacidad para disfrutar los pequeños dolores, con los que suelo divertirme de vez en cuando, como entretenimiento menor. Trataré de definir el dolor actual con una contra definición: ambos sabemos que existe, el dolor como dolor, y yo como personal. Al momento de plasmarlo en esta escritura, sin futuro, sabe que hablo de él. Está como un calambre en mi boca, endemoniadamente solidario con querer joderme la vida, y de que lo está consiguiendo, lo está. Cansado de dar vueltas me recosté en el sofá. Quizás lo que más le agradezca al dolor es que es de día que me da con saña; de noche forma parte de mis sueños, y hasta de ellos se queja. Me tiene hecho papel de baño, con olor a talco de bebé y un vacío. Como dije, me recosté en el sofá de la sala. Estaba como lo estoy ahora que escribo y trato de curármelo con la palabra. Cuando me recosté me había bebido un acetaminofén (cápsula que considero milagrosa y en la única que creo para sofocar dolores de menor cuantía). Quería curarme el dolor de cabeza, además de la cápsula antes citada, con dormir la siesta del pobre, a prima tarde. De noche es imposible dormir con dolor. El dolor mantiene despierto hasta las chinches, en caso de que estuvieran cohabitando con este cristiano del que se alimentan y mantiene en vigencia la cadena alimenticia; en este caso hablo de mis vecinos, que anoche vinieron a tocarme la puerta, a preguntarme que porqué me quejaba, ¡ay, si ellos supieran! Pero el dolor no me deja hablar. Viéndome a mí mismo como me quedaba dormido, rogaba al mismo tiempo que fuera con profundidad y el tiempo necesario para recobrarme, cuando mi dolor cobró forma, es decir, cuerpo de mujer, ¿son los dolores de un hombre siempre femeninos, y los de la mujer, masculinos? No lo sé, solo sentí, antes de saber qué era lo que salía de mí, cuando empecé a quedarme dormido, una sensación de cuerpo femenino que se separaba de mí, como una segunda piel. Al sentir la separación final, sus cabellos me rozaron la cara, cuando se volteó a mirarme, no bien había salido de mí; puesto que había salido de mí no como si fuera mi sombra, sino, como mis extremidades inferiores, salieron de mis extremidades superiores y sus extremidades superiores, de mis extremidades inferiores. Cuando se volteó a verme fue cuando sus cabellos me rozaron la cara. Era una presencia oscura. Sentí como si sonriera. Como no estaba dormido no tuve necesidad de despertar.  

Entusiasmo

     Recuerdo que todavía el sector poseía una atmosfera rural, a mediados de los noventa, a las afueras del Distrito Nacional, al nordeste. Hoy conocido como Santo Domingo Norte. Cualquiera pensaría que es rural la zona o más bien, donde me había mudado, porque el propietario de la vivienda tenía un caballo de nombre Entusiasmo, cuando el entusiasta era el dueño del caballo llamado don Quintiliano, que era miembro de una de las cofradías de la zona, cuyo nombre realmente nunca llegué a saber. Cuando hacían sus rituales, con todo y lo que eso significaba, es decir, tocar palos, creencias religiosas y un etc., lo primero que se le colocaba al lado a los percusionistas-cantores-creyentes era una caja de ron, y hasta el otro día si era preciso, supongo yo, un simple espectador, que la única vez que vi a los miembros de la cofradía tocando, fue cuando murió, años más tarde, don Quintiliano y a la semana, ni dejaron que pasaran los nueve días, vendieron a un mercadero el caballo Entusiasmo. Velada que fue digna de un miembro meritorio de la cofradía. Pero de quien hablaré en este relato es del caballo, no del dueño, con todo y que a mí fue que me tocó escribir la esquela mortuoria para el descanso eterno de mi casero (recuerdo que transcribí un poema en prosa de René Char, poeta francés, que nunca se imaginó que un poema suyo iba servir para tales fines). 

     Por razones de hábitos, me imagino yo, don Quintiliano guiaba al caballo Entusiasmo cuando salía de la casa, pero a la vuelta era el caballo quien guiaba al dueño, tumbado de un jumo, a los setenta y pico largo que tenía el viejo cuando yo, al ladito, estaba de inquilino en su casa. Estaban unidos en sus destinos, o Entusiasmo en el destino de las últimas borracheras de don Quintiliano antes de ser parte del polvo. Parece que don Quintiliano era muy dado a levantar el codo más de una vez por semana y amanecer en su cama sin importar el jumo traído, siempre después de las diez de la noche, contando que el caballo tenía que cruzar una avenida, que colocó a la zona semi rural en proyección urbana. 

     A Entusiasmo nunca lo atropelló un carro ni dejó caer su paquete, porque así si iba a terminar como salchichón (según la creencia popular todavía vigente ante un caballo viejo y sarnoso), pero en honor a la verdad, Entusiasmo ni estaba viejo ni sarnoso, casi era de paso fino, contrario a su propietario. Lo que me causó extrañeza fue despertarme bien entrada la noche con los relinchos y maldiciones de don Quintiliano a Entusiasmo, acompañado de una tanda de palos sobre el lomo y demás partes del cuerpo del animal, gritándole y diciéndole cuantas malas palabras se sabía el viejo (que no eran pocas), que lo había dejado caer de maldad. Don Quintiliano despertó a sus hijas, nueras, yernos, nietos y demás familiares, incluyendo a los vecinos más cercanos, mi mujer y yo, y al niño que llevaba en su vientre (no recuerdo bien si había nacido). Don Quintiliano alegaba que Entusiasmo siempre lo dejaba en el mismo lugar donde él, sin esfuerzo alguno, se desmontaba, colocando sus pies en un tronco de palma, donde él podía poner pie en tierra sin temor de caerse. 

     Don Quintiliano era de baja estatura. Que el caballo no hizo lo que hacía siempre, es decir, cuidarlo y se había caído como una guanábana. Por eso se merecía la tanda de palos recibida y venderlo para que termine como los caballos que arrastran carretas en el principal mercado de la capital. Lo que nadie previó fue la “llorá” que dio don Quintiliano al otro día, al ver lo que le había hecho a su compadre, sino el mejor amigo del hombre, de quien más posee el hombre palabras para designar una que otra enfermedad, tanto reales como del orden social y psicológica. A tales fines véase la Enciclopedia del caballo del don Emilio Rodríguez Demorizi.  

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Amable Mejía nació en Santo Domingo, República Dominicana, en 1959. Es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado en poesía Días de semana (2001), El amor y la baratija (2007), Novo Mundo-Himnos (2015) y El otro cielo (2019). También el libro de cuentos Entre familia (2004) y las novelas Primavera sin premura (2008), La isla de los hombres felices (2012), Muerte en noche de palomas (2020) y El blanco mar (2021)