Códigos entre pares

Oye, Pichirilo,  préstame tu Mauser por un momento,

para ver si acabamos con este “27 de febrero”

Oye Pichirilo, súbeme a tu comando por un momento,

que los americanos ya están prendiendo su sed de fuego.

Canción de Luis “Terror” Días

Solo le separaban unos pasos de su objetivo. Ya había oscurecido, pero desde atrás aún podía observar sus hombros recios y su andar seguro. Sabía que ese era el momento preciso; aun así, molesto consigo, esperó dos o tres segundos más, después simplemente dejó de pensar,  y por oficio…  apretó el gatillo.

Una semana antes, el agente había entrado en aquellas dependencias y después de tocar con los nudillos y escuchar la orden de entrar, abría la puerta del despacho y se detenía frente al hombre que sin prestarle atención aparente, seguía escribiendo con su pluma estilográfica a trazos enérgicos y regulares hasta que, ágil y concisa estampó su firma sobre el documento. Solo entonces, levantó la vista haciéndole un gesto para que tomara asiento. 

Habían intercambiado apenas algunas palabras cuando el superior abrió el primer cajón de su escritorio para sacar el abultado sobre manila que le entregó sin preámbulos. 

Profesional, el agente lo tomó con deliberada parsimonia sabiendo que como en ocasiones anteriores contenía el informe y los pormenores de su siguiente misión.

Ya incorporándose y antes de dar media vuelta, ambos hombres se sostuvieron la mirada por un instante. El superior estuvo a punto de recordarle que esta vez la orden venía de “muy arriba” y que si salían las cosas mal no contaría con ningún respaldo oficial… pero no lo hizo. En realidad no era necesario. 

A buen paso cubrió las cuatro cuadras que le separaban de su domicilio; cruzó la calle, subió por la sombría escalera hasta el tercer piso y accionó la cerradura para abrir la puerta.  Después de cerrarla tras de sí, dejó caer el sobre en la cama mientras colgaba el saco en el galán y se aflojaba la corbata antes de servirse un trago y sentarse.

Por un momento miró el sobre aún lacrado preguntándose con cierta morbosidad quién sería el infortunado. Pasados unos segundos lo desprecintó y comenzó a revisar su contenido. 

En primer lugar, tomó la foto y repasó las facciones de un rostro curtido, tocado con una boina guerrillera. Ojos ligeramente achinados y  bigote fino a lo Errol Flynn constituían sus rasgos más destacados que, de hecho,  le recordaban vagamente al actor. El nombre de Ramón Emilio Mejía del Castillo no le dijo nada; sin embargo, el sobrenombre de “Pichirilo”  arrojó la luz suficiente para reconocer al comandante constitucionalista de la Revolución de Abril. 

Comenzó leyendo sobre su exilio en los tiempos del “Jefe”; sus actividades como hombre de mar; lo de las expediciones de Luperón y Cayo Confites, sobre el secuestro allí del yate “Angelita” propiedad de Trujillo; su participación como segundo piloto desde México hasta Cuba a bordo del “Granma” junto a los Castro, Cienfuegos, Guevara y compañía. “Superviviente de la masacre en Alegría de Pío”… Y seguía hojeando mientras daba de cuando en cuando un sorbo a su bebida sin apartar la vista del informe. “Permanece en La Habana tras el triunfo de la Revolución”. “Retorna a la República Dominicana cuando Juan Bosch gana las elecciones. “Experto  en todo tipo de armamento y coleccionista de un pequeño arsenal acumulado desde sus tiempos en Cuba”; anotaba mentalmente esta información con una sombra de precaución reflejada en su entrecejo. “Toma parte activa durante la Revolución de Abril constituyendo en el barrio de San Antón el primer comando constitucionalista, luego formaría el suyo propio con sede en el edificio de la Atarazana”… siguió leyendo con interés la forma en la que consiguió abatir al francotirador norteamericano que azotaba la zona constitucionalista desde el octavo piso del edificio de Molinos Dominicanos durante la intervención de la 82 División Aerotransportada del Ejército de los Estados Unidos; pero a continuación siguió repasando casi emocionado, el episodio que tanta fama le diera entonces: el momento en el que le ubicaron los yankees conminándole a rendirse desde un helicóptero por medio de potentes altoparlantes mientras él,  en una escena propia de Hollywood, gritaba como un poseso que bajaran ellos a buscarlo al tiempo que barría el cielo con ráfagas de las metralletas que portaba en ambas manos, provocando un brusco viraje de la aeronave para alejarse. 

Cada evento que leía del curioso personaje, le iba ayudando a confeccionar el perfil de quien ahora ya identificaba como su presa, aunque sin poder evitar un hálito de empatía. Sabía que era hombre de acción, valiente y  bien armado… no muy diferente a él mismo, meditó… pero volvió a concentrarse y anotó mentalmente que además era bastante conocido, incluso popular, dato que debía considerar en prevención de posibles inconvenientes. 

El agente había aprendido el “método” siete años antes, trabajando en el Servicio de Inteligencia Militar bajo la tutela del coronel Jhonny Abbes durante los últimos tiempos de éste al mando de la institución, y gracias a su instrucción fue de los pocos que después de su desmantelamiento tras el magnicidio del tirano, supieron mimetizarse y mantener el anonimato teniendo una doble vida, alternando la de ciudadano común con la de agente especial. 

Sabía que hacía bien su trabajo. Estaba seguro que en su profesión apenas tenía competencia, al menos en el país, porque si bien había un buen número de “matones” dispuestos a aceptar cualquier encargo o simplemente a ejecutar cualquier orden, en general carecían de método. Él, más que un oficio, lo consideraba un arte. 

 Después de leer el informe, sintió que algo no le agradaba de esa misión sin que pudiera, por el momento, identificar qué. Trató de ser objetivo y en la intimidad de su cuarto comenzó descartando posibilidades. No era que la acción revistiese especial dificultad; todo era cuestión de estudiarlo y encontrar el momento adecuado; tampoco era asunto de conciencia; no la tenía;  y mucho menos, ideología. Una misión era una misión y lo demás eran ripios prescindibles… Pero prefirió dejar de perder tiempo pensando futilidades y se dispuso a confeccionar el plan. 

Como solía, en una hoja en blanco dibujó una nube y comenzó a escribir aspectos de la operación: domicilio, seguimiento, hábitos, itinerarios, compañías, posibles acercamientos, tipo de ejecución, opciones de fuga…

La primera aproximación consistió en desplazarse hasta su calle en las horas de más concurrencia para no llamar la atención. El barrio era relativamente transitado y pudo recorrerlo varias veces pasando desapercibido, así como observar discretamente su casa a distancia; incluso, en un par de ocasiones durante los siguientes días, se llegó a acomodar en el colmado que hace esquina, pedir un servicio de ron y sentarse a beber tranquilamente en espera de que apareciera su hombre. 

La primera vez que lo vio supo que se trataba de él, aun antes de observar las facciones que tanto había estudiado en las fotografías que contenía el informe. Fornido, de no muy alta estatura y paso firme conformaban un aura que con cierta fascinación él supo reconocer. Los hombres de acción, y se incluía a sí mismo, trasmitían axiomáticas señas solo identificables para sus pares. Esas sutilezas las había desarrollado con Abbes, quien decía haber aprendido semejantes habilidades con los “Rosacruces”, lo que al parecer aplicaba con suma efectividad en los interrogatorios detectando muy fácilmente el miedo o la mentira en el aura de los detenidos. 

El agente comprobó con fastidio que el comandante casi siempre iba acompañado. A veces de amigos o familiares, a veces de excombatientes tratando de evitar que ocurriera como con varios líderes de la Revolución ejecutados uno a uno desde el desarme tras los acuerdos de paz.

Por “Pichirilo”, no sentía aprecio ni desprecio; tal vez cierta admiración… después de todo, el condenado había llevado una vida muy intensa en diferentes escenarios guiado por una ideología, a pecho descubierto y sin nada que ocultar; a diferencia de él, que siempre permanecía en la sombra y que solamente creía en sí mismo. Por eso trabajaba solo. 

Sentado en el colmado de espaldas a la pared y frente a la calle para tener buena panorámica, daba pequeños sorbos al trago y meditaba sobre el tipo vida que le había deparado el destino. No podía quejarse, pensó. Tenía poder adquisitivo, amplia inmunidad, cierta autonomía y en general disfrutaba de su trabajo. Con sincera complacencia consideró que en verdad  no necesitaba mucho más; y en plena abstracción reconoció que en el fondo,  difícilmente podría hacer otra cosa. 

Pero de un plumazo se le borraron tan improductivos pensamientos porque de pronto apareció el comandante avanzando directamente hacia él con paso decidido. 

Pensó deprisa y se dijo sin convicción que tal vez solo iba a comprar algo, pero ya se le habían prendido todas las alarmas y su instinto le aconsejó llevarse disimuladamente la mano atrás hasta rozar con los dedos el metal de su pistola. 

El comandante se paró frente a él separando las piernas y  apoyando, como al descuido, la mano derecha sobre el bulto que evidenciaba el pistolón que portaba en el costado izquierdo. Entonces le espetó a bocajarro:

— ¿Espera a alguien, amigo? ¿Puedo ayudarlo?

El agente improvisó, con toda la serenidad que pudo reunir: 

—Si es usted de esta zona puede que sí —y prosiguió disimulando la tensión— ¿Ve aquella ventana en el tercer piso? — le dijo señalando a su espalda. Y cuando Pichirilo se giró en la dirección indicada, el agente calculó con rapidez que tendría el tiempo justo de sacar su arma y disparar… pero no le gustaban las improvisaciones y dejó pasar la ocasión.

—Sí, y qué… — respondió seco el comandante.

—Estoy casi seguro que allí vive Altagracia,  una mujer alta que trabaja en el Jaragua, —dijo guiñando cómplice un ojo— ¿La conoce?

Pichirilo contuvo unos segundos la respuesta mientras sopesaba la coartada del fulano. Luego añadió —No. No la conozco, pero tenga cuidado con las mujeres… y con las armas, que las carga el diablo.

Y sin esperar respuesta dio media vuelta y se fue saludando con un gesto al dependiente que estaba detrás del mostrador. En cuanto salió, dos hombres que al parecer esperaban afuera, le flanquearon por ambos lados y desaparecieron calle abajo.  

Ya más calmado, el agente valoró, incluso admiró, el aplomo con que aquel hombre le había abordado; en cambio, se recriminó a sí mismo haber subestimado su experiencia. Como mínimo su presencia había levantado sospechas, ya lo reconocían y eso suponía perder la ventaja que proporcionan el anonimato y la sorpresa. Supo que desde ese momento estaba “quemado”. Y se arrepintió entonces de la estúpida respuesta conciliadora que había improvisado ante la increpación que acaba de hacerle el suspicaz personaje; ya de perdido, podía haberle bajado los humos identificándose como militar en el proceso de cualquier investigación y ordenar que saliera de allí inmediatamente para no detenerlo por entorpecer sus pesquisas… Pero lo cierto es que no lo había hecho y eso le puso de mal humor. En cualquier caso, tendría que cambiar el procedimiento, acelerar el desenlace… o abandonar el caso. 

Para él, cuanto más anónima era una víctima, mejor. De hecho, lamentó haber tenido que hablar con él. Ni siquiera su punto de arrogancia en aquella corta conversación había incentivado las ganas de ultimarlo, pero esta vez renunció a perder tiempo buscando la causa. Estaba comenzando a hartarse de sus propias elucubraciones y se propuso acabar el trabajo cuanto antes.  

Bajo la engañosa luz crepuscular de aquel viernes de agosto, vio por fin pasar a Pichirilo acompañado por dos hombres y dirigirse al colmado donde dos días antes habían tenido el tenso encuentro; éste, con poco disimulo escudriñó el interior mientras recibía invitación de unos parroquianos para que entrara y se sentara a beber con ellos, pero el comandante se excusó porque debía visitar a unos amigos un poco más arriba, dijo. 

Poco podía imaginar al despedir a su escolta, que el chinero con la cachucha descolorida que abría mecánicamente naranjas en la esquina, estaba tomando buena nota de su itinerario, porque no era otro que el agente que lo había estado acechando durante la última semana; y pasados unos segundos empujaba tras él su destartalado triciclo para seguirlo discretamente calle arriba hasta ver dónde se quedaba. 

Mientras aguardaba pacientemente su salida, especulaba sobre si alguien lo acompañaría a su casa; esperaba que no, dada la cercanía. 

Al fin salió Ramón Emilio Mejía del Castillo… y nadie más. Descendía por el centro de la estrecha y solitaria calle Restauración. Solo le separaban unos pasos de su objetivo. Ya había oscurecido, pero desde atrás, aún podía observar sus hombros recios y su andar seguro. Sabía que ese era el momento preciso; aun así, molesto consigo, esperó dos o tres segundos más, después simplemente dejó de pensar y por oficio…  apretó el gatillo.

Y pudo haber disparado inmediatamente lo vio salir, pero por alguna razón le permitió alejarse algunos pasos antes de que el eco de las detonaciones inundase el barrio.

Pichirilo se lanzó hacia el lado izquierdo de la callejuela tratando de buscar resguardo, pero ya estaba impactado en la médula y en el pulmón; aun así, con las piernas paralizadas se revolvió en el piso buscando su pistola.

Ya el agente estaba a punto de rematarlo cuando reparó en que el comandante no encontraba su arma porque en realidad esa noche andaba desarmado; al constatarlo, el ejecutor detuvo la acción mientras se maldecía por su falta de rigor profesional. Durante un instante coincidieron sus miradas y en ese brevísimo espacio de tiempo fluyó, tal vez, el reconocimiento y el estoicismo que suelen reunir los hombres de acción. Ambos entendían esos códigos, y de sobra sabían que, en ese tipo de vida, encarnar el rol de verdugo lo determinan las circunstancias; y el de víctima, el tiempo. 

_____

Óscar M. Zazo Martín. Español residente desde hace tres décadas en República Dominicana. Profesor de Ciencias Sociales. Escribe en diferentes géneros como novela, ensayo poesía, guion y cuento, siendo este, subgénero en el que más premios ha acumulado.