El ensayo antropológico La isla de Santo Domingo. Sancocho cultural y rompecabezas histórico del Caribe, puesto en circulación gracias a la edición del INTEC (Santo Domingo, 2023), articula su argumentación en dos metáforas. Obvio, sin la intención de economizar la lectura de ese nuevo ensayo antropológico, paso a exponer en una apretada síntesis, el hilo conductor de una obra que aparece subdividida en cuatro secciones. 

   1ª La inmigración y el sancocho cultural dominicano

A lo largo de la primera sección, discierno el modelo migratorio dominicano, en contraste con otros más publicitados, como el crisol estadounidense o los guetos. En ese contexto, lo característico del modelo dominicano fue y sigue siendo su carácter acogedor e incluyente, sin importar el grupo étnico y/o nacional del que se trate. Para muestra un rosario de botones.

Al día de hoy, el territorio dominicano alberga flujos migratorios tan diversos como el de chinos, japoneses, libaneses, judíos, sirios, italianos, alemanes, franceses, canadienses, estadounidenses, centroafricanos, españoles, caribeños y latinoamericanos en general, desde el Río Grande hasta Tierra de Fuego. Todos ellos, sin excepción, aunados entre sí, en un cuerpo social heterogéneo, sin guetos funcionales ni exclusiones permanentes; y, por demás, tampoco se registra la imposición de un ideal sociocultural que regentee, a la usanza del WASP (en la tradición estadounidense, White Anglo-saxo Protestant, es decir, Blanco Anglosajón Protestante), ese verdadero crisol.

De ahí la metáfora del sancocho cultural migratorio del pueblo dominicano para significar un modelo migratorio único. Su ejemplaridad única reside –en la práctica familiar y en el ámbito de lo privado, al igual que en el orden institucional del dominio público– en sus frutos de integración racial y de convivencia pacífica, solidaria y ordenada de las más divergentes ascendencias étnicas. 

Apodar por vía de una metáfora el referido modelo migratorio de sancocho, y bautizarlo por añadidura de cultural, significa, por consiguiente, la antesala germinal del ADN o código cultural del dominicano, ese que resulta presente en la evolución y transformación identitaria dominicana. Sin la ocurrencia de aquel proceso de incorporación a la sociedad que los asume e incorpora, ese ADN cultural terminaría empobrecido –por efecto de una especie de endogamia cultural– e inadaptado al cambiante mundo contemporáneo, en el que la migración de recursos y talentos es su parte más universal. 

2ª La presencia haitiana como ingrediente del sancocho cultural

Sin salir del contexto anterior, empero, imposible ocultar el sol con un dedo. Por eso, valiéndome de la expresión popular dominicana: “El pelo en el sancocho”, reconozco –a lo largo de la segunda sección del libro– la presencia de un único ingrediente étnico que, aunque excepción de la regla, no deja de ocasionar el desagrado de no pocos ante la inmigración haitiana al país. Tan notable es la presencia haitiana en dominio dominicano hoy que, si bien está articulada por complicidad de las partes, debido a su exponencial e incontrolable incremento demográfico en toda la geografía y sectores de la vida nacional, no deja de ser tema de sospecha y de malos augurios.  Por eso mismo, ¿acaso las diferencias y contrariedades personales tienen un origen indeleble en la formación histórica de ambas repúblicas? ¿Será vulgar conflicto racial o de prejuicio dominicano, anti haitiano? ¿Qué decir de la socorrida xenofobia o de la supuesta divergencia de sistemas culturales –africanos e hispánicos– enfrentados entre sí, en sus tradiciones coloniales y republicanas?

Línea a línea, pesquiso y discierno las respuestas a tantas cuestiones problemáticas. Así, entre dimes y diretes, adelanto por fin una respuesta de índole antropológica a la anomalía del pelito en el sancocho cultural dominicano. Dejo a cada uno leer y, entonces, evaluar la respuesta que aporto a esas y algunas otras preguntas. 

Por el momento, me limito a señalar que la antedicha respuesta antropológica despeja el camino a una realidad de envergadura isleña, pues nos expone –a todos– a lo mejor y a lo peor de cada uno de nosotros mismos, de uno u otro lado de la ya centenaria e irreductible frontera dominico-haitiana. 

   3ª El desconcierto y el rompecabezas político haitiano

En la tercera sección del libro, me adentro en la composición propiamente dicha del pueblo haitiano, como paso indispensable para entender el acerbo y peculiaridad de ese inmigrante, una vez establecido en el lado oriental de la Española de antaño. 

La sociedad haitiana propiamente dicha –no la colonial, con colonos regenteando diversos grupos tribales en sus plantaciones– estuvo originalmente compuesta por representantes de las más variadas razas, etnias, culturas y religiones. Ese mosaico llegó a incluir a campesinos polacos, blancos y católicos, procedentes de los restos del ejército napoleónico, así como a musulmanes mandingo y hausa, y animistas del Congo o Mozambique. 

No hizo falta una generación para que, bajo la presión del comportamiento cimarrón, dialectos, religiones y costumbres particulares se fusionaran en un nuevo todo basado, más o menos, en un elemento criollo y elitista, así como por uno más popular en el vudú criollo. Así, los valores más específicos de una sociedad resultante de la esclavitud y la explotación se contrapusieron, como otras tantas respuestas, a los valores del sistema colonial impuesto. Fue así como el rechazo instintivo del principio de autoridad condujo a un intento de sustituir el poder institucional por la voluntad consensual del grupo, mientras se imponía la igualdad a ultranza como condición fundamental de las nuevas relaciones entre los individuos. 

En ese contexto, la convivencia social se encontró en completa ruptura con una base tradicional africana que, durante siglos, había introducido la esclavitud como modo de regulación social. Eso conviene reiterarlo: la reacción haitiana es oriunda de Haití, singularmente haitiana. Para ella lo prohibido, lo intolerable, lo inaceptable es tanto la explotación del trabajo humano, asalariado o de esclavitud, como la obediencia a quienquiera asuma la figura del jefe, patrón o superior jerárquico. 

Pero, ¿por qué la libertad ganada en 1804 equivale a no obediencia, digámoslo así, no ya al patrón francés, sino a un semejante? Dicho a vuelo de pluma, en la memoria colectiva del aglomerado poblacional que devino el haitiano, la apariencia de inferioridad y la obediencia a quienquiera que sea, equivalen al sometimiento a amos o patrones reaparecidos –siendo esa figurada repetición de lo mismo independiente de los atributos raciales, clasistas, religiosos o nacionales evidentes de las partes.

Por eso, de existir, un estudio histórico-antropológico de las llamadas bandas bozales y de su posterior relocalización –tras la muerte de Lamour Desrances y de la fundación del Estado haitiano– el mismo avalaría el protagonismo de un campesinado teñido de “cimarronada”. Eso, así, pues luego de la Revolución haitiana y el surgimiento del Estado de Haití, en vez de propiciarse una criollización general y paulatina del campesinado, se escenificó la bozalización de una gran parte de la población, incluyendo la de un sector de la población previamente asimilada culturalmente –como bovarista– en la categoría de culta, afrancesada. 

En ese telón de fondo develo el metafórico rompecabezas histórico de la parte haitiana. El mismo trasluce el desasosiego que genera una formación republicana, occidentalizada –a modo de superego impuesto por la fuerza de los hechos políticos, al igual que la constante fuga migratoria del haitiano, sometido a un interminable presente siempre agónico para él. 

En ese contexto, y por la razón de fondo que cada quien quiera aducir, dicho país coquetea en la actualidad con su propia disolución y prolongada dependencia de la comunidad internacional. Los mejores ideales, aspiraciones y esfuerzos libertarios van a la deriva, en medio de una élite interesada solo en sí misma y en una fisionomía política incapaz –hasta prueba en contrario– de aunar voluntades y finiquitar la inanición y la autofagia social haitianas.

En resumidas cuentas, al margen del valor emblemático del magnicidio simbólico de Jean-Jacques Dessalines, el del finado Jovenel Moïse favorece interminable flujo migratorio de haitianos despavoridos. La presión desmedida del reciente éxodo haitiano en desbandada pone a prueba, en el lado oriental de la isla, la capacidad de integración funcional y aculturación de su sancocho cultural, en tanto que nutriente singular y característico de la dominicanidad.

4ª Epílogos de lo inconcluso 

Así, pues, mediando la envergadura del tema, presento a discusión lo que, por ahora, es un atisbo de comprensión del proceso de composición sociocultural por la que atraviesan, en la actualidad, los pueblos improvisadamente oriundos de esta tierra antillana. Empero, no sin antes reconocer como “el” y “los” verdaderos protagonistas de este ensayo a los inmigrantes de uno u otro origen, y a sus respectivas proles. Ellos, al igual que quien suscribe, llegamos un día aquí llenos de expectativas, ilusiones y entusiasmo, balanceados todos –como las olas del Mar Caribe que sirven de testigo– por inquietudes, resquemores y no pocas esperanzas de mejoría y bienestar. 

Ahora bien, si la intención con la que inicié este trabajo –estudio del modelo social conformado por los flujos migratorios hacia la República Dominicana– fuera la final, terminaría solidarizándome con los versos siempre ennoblecedores y solidarios del dominicano de raigambre cocola, Norberto James Rawlings, a propósito de “Los inmigrantes”:

“Vengo a escribir vuestros nombres 

junto al de los sencillos.

Ofrendaros
esta Patria mía y vuestra

porque os la ganáis 

junto a nosotros
en la brega diaria
por el pan y la paz.” 

Sin embargo, redimensionada la envergadura de la investigación que sustenta el libro de referencia, concluyo en la cuarta sección presentando la concepción a la que llego una vez que se enfrentan, cara a cara, las repúblicas haitiana y dominicana. La antedicha concepción, contradiciendo revueltos horizontes dialécticos y atemporales escenarios analíticos, se basa en los momentos históricos de la “analogía” de raigambre medieval, pues esta permite explicar el pasado sin reducirlo a los buenos y a los malos, describir o justificar el presente de forma justa y, quizás, predecir mejor el futuro ignoto e insensible que Cronos les depara. 

Así, pues, valiéndome de la analogía, establezco en el epílogo final, que:

La composición sociocultural e institucional, así como las fuerzas motrices de ambos Estados y poblaciones establecidas en la Isla de Santo Domingo, 

-Hay que aunarlas (por razones geográficas, socioeconómicas y medioambientales), pero sin confundirlas ni fusionar a los actores y sus respectivas instituciones entre sí (por la historia política de ambas repúblicas isleñas en el presente); 

-Y, por ende, en lo sucesivo, hay que diferenciar a ambos pueblos (étnica, institucional y culturalmente divergentes), pero sin distanciarlos ni aislarlos entre sí (tal y como queda justificado por la coexistencia del sancocho cultural y del rompecabezas histórico en el Caribe).

Por consiguiente, celebro los vínculos de acercamiento de dos pueblos limítrofes que –por sus respectivas trayectorias y ordenamientos– siguen siendo irreductibles en la proximidad de sí mismos y coincidentes en sus propios distanciamientos. Como tales, por ahora, están llamados a revalidar su mutuo respeto, solidaridad, derechos y divergencias, en y desde la isla de Santo Domingo.

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Fernando Ferrán es profesor-Investigador del Centro P. Alemán, PUCMM. Coordinador de la Unidad de Estudios de Haití.