Haber sido educado por curas me metió en la cabeza la locura de la cosmogonía católica respecto a las vidas que puede haber después de esta. A pesar de que lo cuestione y le busque la quinta pata al gato, a veces realmente creo que hay paraíso, purgatorio e infierno. Sin embargo, creo también que Paul Éluard tenía razón cuando dijo: “Hay otros mundos, pero están en este”. Frase memorable que encumbra el canon surrealista. Por ser tal vez demasiado realista, creo que en esta vida podemos tener una probadita de lo que son el paraíso, el purgatorio y el infierno. Algunos, los miserables, los pobres, los desesperados, los olvidados, viven de principio a fin una realidad infernal y en determinado momento de sus existencias dejan de creer en la redención. Pasan a vivir con resignación en una zona mental y espiritual en la que se sienten abandonados por el destino. Viven y mueren con la certeza de que solo el infierno existe, y que la noción de cielo y purgatorio nunca llegarán a conocerla.
Otros en cambio, nacidos, crecidos y muertos en cuna de oro, tienen una sola preocupación en la vida y es la obscena brevedad de esta. El resto –parte también de la vida misma–, la inestabilidad económica, el desempleo, la violencia generalizada, etcétera hasta el infinito, son cosas de las cuales solo conocen el significado en el diccionario. Hambre (f. Escasez de alimentos básicos, que causa carestía y misera generalizada), desesperación (f. Pérdida total de la esperanza), resignación (f. Conformidad, tolerancia y paciencia en las adversidades) son palabras exóticas, no denominaciones de experiencias que alguna vez habrán de vivir en carne propia. De pasar un tiempo en el purgatorio nadie se salva, ni ricos ni pobres.
Jean-Pierre Basilic Dantor Franck Étienne d’ Argent, conocido como Frankétienne (nombre de pluma y de pincel, porque fue poeta, novelista y artista plástico), estuvo por nacimiento condenado a vivir en el infierno que es su país, Haití. Sobrevivió dictaduras (las de los Duvalier, 1957-1986), terremotos (el de 2010 fue brutal), epidemias, sicarios y pandillas armadas, la mayoría comandadas por expolicías que controlan el país. Para librarse de la continuidad de lacras, Frankétienne podría haberse exiliado en Francia, Canadá o Estados Unidos (su padre era texano), pero se quedó en Haití porque en un ningún otro lugar podría haber construido la impresionante obra creativa que caracteriza su paso por esta vida, sintetizada por su condición de autor de más de 50 libros en francés y creole haitiano que lo convirtieron en candidato eterno al Nobel. Junto con Aimé Césaire, Édouard Glissant y Derek Walcott integra la delantera de los grandes poetas antillanos, center forwards en el uso del lenguaje. “No le temo al caos porque el caos es el útero de la luz y la vida”, declaró en una ocasión. “Si me voy de Haití pierdo la musa y se me debilita el aura”, mencionó al pasar en una de nuestras conversaciones. Los desastres del caos solo pueden ser representados con un lenguaje barroco.
Hace nueve años conocí de primera mano esa realidad caótica y barroca, compuesta por una larga lista de horrores cotidianos. Tuve la sensación de que estaba llegando a un lugar infernal cuando el avión de American Airlines comenzó a descender para aterrizar en Port-au-Prince. El viaje entre Miami y la capital haitiana es de solo dos horas. No es un problema de tiempo, es un asunto de dimensión desconocida a la que se entra por existir entre la apariencia de la felicidad material y el horror real, entre un espejismo pacificador y una realidad perturbadora. Una cosa es el mundo, otra Haití. Apenas puse un pie en Toussaint Louverture International Airport, principal terminal aérea haitiana, alguien de la aerolínea me sugirió que a partir de ese momento fuera “extremadamente” cuidadoso. ¿Con qué?, le pregunté. “Debe tener cuidado de todo”, respondió, al tiempo que me pidió que siguiera caminando hacia donde estaban los funcionarios de inmigración. “Cuide bien su pasaporte, que no se lo vayan a robar”.
Si dentro del aeropuerto ya era altamente peligroso, no me costó mucho imaginar cómo sería fuera, en el salvaje mundo de lo insólito y lo devaluado, en el que los ultrapobres viajan en el techo de los ómnibus por no tener dinero ni siquiera para el boleto. La semana que pasé en Haití fue una aventura con protección nocturna, pues me alojaron en el hotel Marriot céntrico, con guardias y una cerca vigilada las 24 horas del día. En diciembre de 2016, aquello podía considerarse un esbozo del infierno. Hoy es una radicalización de este. En una de las comunicaciones que tuvimos post pandemia, poco tiempo antes de que en la residencia oficial el primer ministro fuera asesinado por quienes estaban encargados de protegerlo, mi amigo poeta me dijo que el caos se había magnificado.
A Frankétienne (1936-2025), memoria obliga, lo conocí en Santo Domingo en 2009, en un encuentro de escritores en la República Dominicana, país que además de haber dado merengueros y bachateros, tiene poetas de primera línea, como León Félix Batista, artífice neobarroco nativo del territorio que en imperfecta separación fronteriza cobija a dominicanos y haitianos. En el hotel de Santo Domingo, Frankétienne era mi vecino del piso veintipico, y gracias al calor hicimos rápida amistad. La temperatura fue la celestina de una de las mejores conversaciones que he tenido con un semejante durante las horas de la madrugada, una en la cual no pudimos pegar un ojo, ya que en las habitaciones del hotel cinco estrellas en el que los organizadores nos habían alojado se había roto el aire acondicionado. A Frankétienne el infierno lo seguía a todas partes. Pasamos la noche en vela, sentados en unas sillas que pusimos en el pasillo, conversando hasta que la hipertermia terminó derritiendo hasta las palabras.
Me contó que en su barrio, el Delmas 33 de Port-au-Prince, uno de los más afectados por el terremoto del año siguiente, se cortaba la electricidad, por lo que había aprovechado la invitación para conocer poetas, pero además para poder dormir en habitación refrigerada, como son las de un hotel con varias estrellas cuando funciona bien. En la imaginación católica, el infierno es caluroso. También en una isla de países a dúo rodeados de Caribe erótico y bello. En vista de que era imposible dormir debido a la infernal temperatura de 45 grados, dejamos que las palabras conversaran. De religión, de política, de poesía, de la vida y la muerte, de la muerte y de la vida, y hasta de la historia de amor con Marie Andrée, su esposa, quien había sido su estudiante, y que con una edad bastante menor era la compañera ideal. Para cuando terminamos la conversación, tan prolongada y entretenida como la que tienen los pasajeros del tren al comienzo de Ese oscuro objeto del deseo, era hora de desayunar. Eso hicimos, agradecidos, pues el comedor era la única parte del hotel en la que el aire acondicionado funcionaba.
Años después volví a coincidir con el poeta, esa vez en su país natal. Nuevamente nuestra conversación, tan buena como la anterior, fue prolongada y fraternal. Puesto que los organizadores del festival en Haití temieron que me pasara algo debido a la alta inseguridad, pusieron a mi disposición una camioneta blindada y un chofer armado, quien manejaba atento mirando a los costados, temiendo el ataque de alguna de las pandillas que patrullan las calles armadas hasta los dientes. En la Chevrolet Suburban color negro, el aire acondicionado funcionaba de manera espectacular. Tenía efecto sedativo. “Aquí sí –le dije al poeta locatario mientras lo llevábamos a su casa–, una conversación podría ser infinita”.
A los 88 años, en su casa de Puerto Príncipe, acaba de morir Frankétienne, católico y universal, quien cada domingo asistía a la misa de las ocho. Recuerdo haberle oído decir que tenía la certeza, producto de un pálpito permanente, de que moriría a los 82 años. Los seis años extra correspondieron a la que con seguridad es la peor etapa en la historia de Haití. Ni en la yapa pudo encontrar tranquilidad. El infierno reservado para algunos en la próxima vida, al poeta amante del aire acondicionado le tocó vivirlo en esta. Ese posiblemente sea el mayor consuelo que como haitiano tuvo.
(Publicado originalmente el 7 de marzo de 2025 en “El columneador”, columna de opinión de Eduardo Espina en el diario en línea uruguayo Montevideo Portal. Reproducido con autorización del autor)
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Eduardo Espina (Montevideo, Uruguay, 1954). Autor de más de una docena de libros de poesía. En 1980 fue el primer escritor uruguayo invitado al prestigioso International Writing Program de la Universidad de Iowa, y desde entonces radica en Estados Unidos. En 2011 obtuvo la beca Guggenheim. Ha sido traducido al inglés, francés, portugués, alemán, neerlandés, italiano, albanés, mandarín, ruso y croata. En Uruguay ganó dos veces el Premio Nacional de Ensayo.