En Santo Domingo hay museos muy amables: el del ámbar, por ejemplo, o, más aún, el del chocolate, que es, como cabe imaginar, una delicia. Pero hay también uno muy amargo, aunque también, precisamente por esa amargura, muy edificante: el Museo Memorial de la Resistencia Dominicana. Se encuentra en un edificio austero, no muy grande, de la ciudad colonial. Su objetivo es dar a conocer los horrores de la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo y la lucha de los dominicanos contra el tirano y sus secuaces. El museo nació cuando la madre de un opositor a Trujillo, Tony Mota Ricart, se preguntó quién conservaría los bienes de su hijo, y perpetuaría su memoria, cuando ella falleciera. La idea caló en Luisa de Peña, entonces directora de otro museo de la ciudad, que promovió la creación e inauguración del Museo, acaecida en 2011, y hoy es su directora. El centro ha sido declarado Memoria del Mundo por la UNESCO. Reconforta que en un país tan pequeño y pobre –a pesar del turismo que lo invade– como la República Dominicana exista un museo como este, que, bajo la triple invocación de “memoria, verdad y justicia”, explica su pasado y detalla sus calamidades.
En España, que presume de europea y moderna, no lo hay, y eso que contamos en nuestra historia reciente con un dictador de la misma calaña, si no peor, que Trujillo: Francisco Franco. Igual que se lo ha exhumado de un monumento nacional, habría que exhumarlo de la penumbra en la que pervive su figura, gracias al empeño por el olvido –o la indiferencia– que promueven sus herederos ideológicos. A lo mejor, en el Valle de los Caídos podría situarse ese museo que diese cuenta, para reparación de las generaciones pasadas, que lo sufrieron, e ilustración de las futuras, que ya casi no saben quién fue, de las salvajadas que cometió, empezando por el hecho de que la basílica en la que ha yacido 45 años descanse sobre los cuerpos de decenas de miles de republicanos muertos durante su construcción, o cuyos restos fueron trasladados allí manu militari, y de opositores políticos.
Lo primero que uno ve al entrar en el Museo de la Resistencia Dominicana es un gran mural en cemento sobre la matanza de los haitianos ordenada por Trujillo en 1937. Con esa masacre –llamada “del perejil”, porque esa era la palabra, perejil, que la policía dominicana obligaba a pronunciar a los sospechosos para determinar, ya que todos eran negros, si se trataba de haitianos o de dominicanos: los primeros eran incapaces de pronunciarla–, Trujillo pretendía deshaitianizar el país, algo que concordaba con su propósito fundamental de “blanquear la raza”, es decir, de reducir el aspecto oscuro –negro o mulato– de su población, incluyendo a él mismo, que era descendiente de haitianos y moreno (aunque en las fotos que se hacía, siempre trucadas, pareciese noruego). Sus esbirros liquidaron, a machetazos –la degollina se ha llamado también “del corte”, porque se ejecutó rebanando cuellos o destripando a la gente: aquellos haitianos miserables no merecían el dispendio de una bala–, a un número indeterminado de personas, que las últimas investigaciones sitúan en torno a las 17.000, entre las que se cuentan también varios cientos de dominicanos que tampoco pronunciaron bien “perejil” o que, simplemente, pasaban por allí. El Gobierno de Haití protestó al cabo de algún tiempo y, con el apoyo de los Estados Unidos, que no quería que se les alborotara el patio de atrás, consiguió que se le reconociera el derecho a una indemnización de 750.000 dólares. Trujillo, por su parte, regateó hasta reducir la cantidad a 525.000 dólares, pero la finalmente pagada fue mucho menor, porque una parte sustancial desapareció en los bolsillos de la propia burocracia trujillista. La enormidad de la escabechina y las presiones internacionales hicieron también que Trujillo montase una farsa de juicio y condenase a 30 inocentes, aunque años después, y discretamente, todos fueron excarcelados.
Pese a la aparente tosquedad de sus prácticas, como la masacre de haitianos desheredados, Rafael Leónidas Trujillo, que gobernó la República Dominicana de 1930 a 1961, fue un maestro de la crueldad, un virtuoso de la perversión. A los 19 años ya apuntaba maneras: fue cuatrero, falsificador de cheques, ladrón postal y salteador de caminos, pero su tétrica carrera oficial no empezó hasta que, ansioso por encontrar un lugar donde pudiese desarrollar respetablemente su talento para el crimen, se hizo “guardia campestre”, esto es, policía privado, en un ingenio azucarero propiedad de empresarios estadounidenses. Acumuló méritos ante los americanos por la brutalidad que empleaba con los trabajadores y, cuando se creó la Guardia Nacional, durante la ocupación yanqui del país, entre 1916 y 1924, fue nombrado segundo teniente provisional (Franco también creó oficiales provisionales: una más de las muchas coincidencias entre ambos sátrapas). Esta invasión de los Estados Unidos no fue cualquier cosa: en ella, por ejemplo, las tropas de ocupación utilizaron por primera vez a la aviación contra la población civil.
También como oficial de la Guardia Nacional, Trujillo se dedicó a perseguir con saña a sus compatriotas, ahora los guerrilleros “gavilleros” que se oponían a la presencia de los estadounidenses en la isla. Cuando estos se fueron, Trujillo ya era capitán y, aún más importante, jefe de la Policía Nacional. Tras progresar en el ejército, en 1930 urdió una trama contra el presidente Horacio Vásquez, lo mandó al exilio y, tras unas elecciones convenientemente fraudulentas, accedió a la presidencia de la República. Como Hitler, Trujillo ganó el poder con las urnas. Pronto, en 1933, se autoconcedió el título de “Generalísimo”, que Franco importaría para sí pocos años después, y, bajo esa autoridad superlativa, hizo suyo el país: se apropió de sus riquezas, lo corrompió hasta las heces, violó, asesinó y extorsionó, y, en fin, impuso un régimen de terror que duró hasta el 30 de mayo de 1961, cuando un grupo de opositores lo acribilló en su coche (con armas facilitadas por la CIA, que no quería que la barbarie de Trujillo diera pie a una nueva Cuba), aprovechando que había salido sin escolta para visitar a una de sus amantes. Los pobres hicieron un gran bien a la humanidad, pero no escaparon de las iras del hijo de Trujillo, Ramfis, un vampiro con nombre de faraón, que movilizó a los servicios de inteligencia del país hasta localizarlos, torturarlos y fusilarlos (o de otro modo asesinarlos) a todos.
Algunas de las técnicas empleadas por Trujillo, y expuestas en el Museo, me asombran singularmente, como su uso del chisme como instrumento del terror. “El Foro Público” fue, durante 13 años, y hasta el mismo año de la muerte del dictador, una sección fija en los periódicos y las radios dominicanos. En él se publicaban supuestas cartas de los ciudadanos denigrando y denunciando a los desafectos al régimen. Hoy pueden ser consideradas un antecedente del tuit.En realidad, las redactaban agentes (medianamente letrados) del siniestro Servicio de Inteligencia Militar (SIM) en el Palacio Nacional, supervisadas por el propio Trujillo. Unas 30.000 vieron la luz. Su primera virtud consistía en permitir al dictador practicar el doble juego que tanto le gustaba: aplicaba sus prácticas dictatoriales de forma que le sirvieran para desmentir que esas prácticas existieran. Así, alegaba que “El Foro Público” era una demostración de la libertad de prensa que reinaba en el país, cuando en realidad era un sofisticado medio de represión de la disidencia política, que a menudo culminaba en la detención, tortura y asesinato de las víctimas.
Aplicó este mismo juego en la eliminación de las hermanas Mirabal –Patria, Minerva y María Teresa–, opositoras al régimen, que habían sido condenadas a prisión, como sus maridos. En agosto de 1960, inesperadamente, Trujillo las dejó en libertad, reclamando para sí una generosidad áurea, pero en noviembre dio orden al SIM de asesinarlas, siguiendo las pautas clásicas: las mataron a golpes, pero hicieron que pareciese un accidente. (El SIM, dirigido por los siniestros Arturo Espaillat, alias Navajita, y Johnny Abbes García, que supliciaba personalmente a los detenidos, que se paseaba por el Palacio Nacional leyendo compendios de las torturas que se habían aplicado a lo largo de la historia, desde los antiguos chinos hasta los recientes nazis, y que acabó trabajando para –y siendo asesinado por– François Duvalier, papa Doc, el patriarca de los dictadores haitianos,fue también responsable del asesinato del exiliado vasco Jesús de Galíndez, como narró Manuel Vázquez Montalbán en Galíndez, y del intento de magnicidio del presidente venezolano Rómulo Betancourt).
En un sótano al que se accede desde el patio del Museo, se reproduce una sala de interrogatorios de uno de los dos centros de tortura más famosos del trujillismo, “la 40”. El espacio es, quizá por fortuna, demasiado austero, pero pueden contemplarse algunos de los instrumentos con los que los sicarios de Trujillo trabajaban a los presos, o la silla en la que los sentaban para aplicarles bonitas descargas eléctricas en las partes más sensibles del cuerpo. También se escucha el testimonio grabado de un torturado y se lee el escalofriante relato del ambiente que reinaba en aquel antro del horror, donde los aullidos de los que eran azotados con alambres se mezclaban con los de los perros que les echaban a otros prisioneros (o a los mismos azotados) y las risotadas etílico-perturbadas de los verdugos, hecho por alguien que también lo sufrió, Rafael Valera Benítez. Lo narra en Complot desvelado (vol. I, pp. 32-33).
El Museo de la Resistencia Dominicana alberga mucha más información sobre el sanguinario Trujillo y la evolución política de la República Dominicana, que conoció una segunda intervención militar de los Estados Unidos, en 1965, y no se libró del aura macabra del dictador hasta, prácticamente, los años 80, y acoge en su sede, entre otras instalaciones, un centro de documentación que es también un centro de registro de víctimas de la dictadura. Cuando ya me marcho de este lugar admirable, que debería ser un faro para los españoles, leo en una pared el “Versainograma a Santo Domingo”, de Pablo Neruda, escrito en 1966: “Tuvieron a Trujillo sempiterno / que gracias a un balazo se enfermó / después de cuarenta años de gobierno. / Podríamos decir de este Trujillo / (a juzgar por las cosas que sabemos) / que fue el hombre más malo de este mundo / (si no existiese Johnson, por supuesto). // (Se sabrá quien ha sido más malvado / cuando los dos estén en el infierno) …”. Hoy, los restos de Trujillo descansan en el cementerio de Mingorrubio, el mismo en el que acaban de ser enterrados los de su compadre Franco. Bien está que los que fueron hermanos en su lamentable existencia descansen juntos ahora, en la tierra y en el infierno, para toda la eternidad.
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Tomado de Corónicas de Españia, blog de Eduardo Moga.
Eduardo Moga es poeta, traductor literario y crítico.