Todavía llevo grabada en mi mente la ocasión en que vi por primera vez a Víctor Victor. Debió de ser a mediados o finales de 1972, yo con quince años y él con veinticuatro. Fue en el Gurabito Country Club de Santiago, en la avenida Imbert, en una de esas fiestas de la alcurnia provinciana a las que uno tenía que asistir con su mejor traje formal. Bueno, todo el mundo menos Vitico, quien por alguna razón tenía licencia para presentarse, de manera irreverente, con “sandalias hindúes”, camisa por fuera y remangada. Yo, en medio de mi adolescencia y buscando un lugar en mi entorno social, quedé fascinado con ese personaje de quien había escuchado que cantaba y tocaba guitarra. Por supuesto, no hablé con él esa noche, aunque me hubiera encantado que me diera un espacio en su ambiente, pero la diferencia de edad entre nosotros era muy notable en esa etapa de nuestra existencia.
Circunstancias de la vida hicieron que, no mucho tiempo después, me encontrara con Vitico encaramado, en horas de la madrugada, en un Jeep descapotable propiedad del Dr. Rafael Cantisano, manejado por su hijo Nicolás, primo hermano de Vitico, con tres o cuatro amigos más, todos mayores que yo. Ron Bermúdez, hielo y seven-up nos acompañaron esa y muchas noches más a dar serenatas en las noches frías de aquel Santiago pequeño y tranquilo que recorríamos de punta a punta hasta el amanecer.
Fue por esa época que Vitico comenzó a enamorar a Zobeida, una de las mujeres más bellas de su generación, con quien compartió el resto de su vida. Era la época de “mira muchacha ven, ven conmigo… yo no te prometo el cielo, te prometo una casita chiquita y bonita, con paredes en colores, con cupido de amor y quizás alguna flor”. O de esta otra, como dicen los músicos: “qué confusión desde que llegaste tú; en mi corazón solo hay una inquietud… y usted, que me diste el amor, que me trajiste luz, que me hiciste soñar con todas esas cosas lindas que son como tú una flor, róbame el corazón, eso sí quisiera yo, vivir esa pasión…”
Todavía recuerdo esa voz fuerte y “aguardientosa” resonando en el silencio de la noche santiaguera, interpretando esas canciones de una sencillez y una belleza tal que muy bien pudieron ser versos de Neruda y que cincuenta años después mantienen la misma vitalidad y provocan los mismos sentimientos que cuando él comenzó a cantarlas, sin mayores pretensiones, en aquel “Santiago en coche” de Ondas del Yaque, Radio Amistad y Casa Bader en su barrio querido, el mío también, de Los Pepines.
Poco tiempo después las cosas tomaron otro rumbo. En febrero de 1973 mataron a Francis Caamaño y en septiembre de ese mismo año los militares chilenos dieron el golpe de Estado al presidente Salvador Allende. En ese escenario nació el Vitico de “compañero presidente sus palabras se han cumplido”, recorriendo pueblos y barrios, con la guitarra al hombro, en protesta contra Pinochet y la violación de los derechos humanos. Ahí surge Nueva Forma, con Sonia Silvestre, Claudio Cohén y otras figuras emergentes, preludio de una participación destacada en “Siete días con el Pueblo” en 1974, evento que convocó a los más destacados representantes de la “canción protesta”.
La canción llevó a Vitico a la política, desde el CORECATO al PLD, aunque siempre mantuvo su irreverencia y “vena anarquista” que le impedía someterse a cualquier disciplina partidaria propia de los partidos de izquierda de aquella época. Le correspondió gestar, en el primer gobierno del PLD 1996-2000, lo que es hoy el Ministerio de Cultura.
En el transcurrir de todos esos procesos fue orientando su vocación artística hacia el son y la bachata, con su estilo propio. Su relación con Francis Santana fue particularmente especial, como lo fue con los cantantes de la nueva trova cubana, pero siempre mantuvo una originalidad incuestionable tanto en su música como en las letras de las canciones. Algunas de ellas, como Mesita de Noche, han recorrido el mundo y han servido, como sirvieron aquellas primeras canciones santiagueras, para que parejas se enamoraran y las llevaran consigo por siempre en su corazón.
La vida nos volvió a juntar. Mi esposa Minerva y yo, con el apoyo de Freddy Ginebra, llevamos a Vitico y a su grupo La Vellonera a la embajada dominicana en Washington en una noche mágica que resonó en la vida diplomática de la capital norteamericana. Fue esa también una ocasión para compartir, reír, recordar y reafirmar viejos afectos. A él le debo mi casi obsesión con la serie de Carlos Ruíz Zafón, recién fallecido, en torno al cementerio de los libros olvidados.
Luego vinieron los desayunos los domingos en la mañana con Vitico y Zobeida, el Gordo Oviedo, Pablo Mckinney, Tommy García y otros que se unían de vez en cuando, ocasiones para perder el tiempo, reírse y, para los poetas y escritores del grupo, para compartir sueños y proyectos como el álbum “Canciones sin letras” que Vitico concibió en medio de ese fragor. Ahí nos enfrascábamos a discutir de quién era más “pepinero” entre él y yo, con la mediación de Pablo quien siempre se parcializaba a favor mío.
Viajamos a España el verano del año pasado a celebrar la Feria del Libro de Madrid con nuestro mutuo amigo Olivo Rodríguez Huertas, quien cerró la noche de la participación dominicana con una fiesta con Vitico y su grupo que me hizo recordar aquella otra que diez años atrás celebramos en Washington. Ahí estuvo de nuevo el Vitico lleno de vida, intensidad, alegría, burlón e irreverente, con esa voz que no cambió desde que empezó a cantar aquellos lejanos años de los sesenta y setenta en nuestra ciudad corazón.
Vitico te has ido, o, más bien, te llevó esta pandemia terrible antes de que llegara el tiempo justo; antes de que nos entregaras todo lo que tenías para seguir regalando con tu talento y tu talante; antes de que escribieras los versos y los acordes que tenías guardados para sorprendernos en cualquier momento.
Qué confusión, Vitico; cuánta tristeza, cuánto dolor, cuánta desolación.
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Flavio Darío Espinal es abogado.