Tres obras dominicanas publicadas en España
La lectura de estos tres libros presupone, por lo menos, una mirada atenta a los mundos personales presentes en la Invitación al vuelo. Antología personal, de José Mármol (1960), Todo es aire. Antología esencial, de Basilio Belliard (1966) y Fiat Lux. Sobre los universos del color, de Jochy Herrera (1958), los tres publicados en 2023 por la editorial Huerga y Fierro de Madrid, España.
En ninguno de estos tres libros sus autores abandonan sus principales temas, sino que vuelven a ellos desde otras perspectivas, teorías y análisis.
La poesía de José Mármol, sobre todo la concebida a partir de sus libros Torrente sanguíneo (2007, Premio Nacional de Poesía Salomé Ureña), Lenguaje del mar (2012, Premio Casa de América de Poesía Americana), y La isla dividida (publicado por la editorial española Visor de Madrid, España, en 2019), ha creado un imaginario que aspira a cantar las cosas más elementales y sencillas, forjando un universo cotidiano de seres que se entregan, y también renuncian, al amor, al goce, la exuberancia, la pena y la alegría. No obstante, conviven en los mismos también la opulencia y celebración estéticas: el mundo vivido como un reino simbólico. Este sentimiento pareciera síntoma de un exilio, pero, paradójicamente, hacia lo paradisíaco y maravilloso. Un juego amoroso que preludia desgarramientos, errancia y muerte.
Dotado de un vigoroso lirismo espiritual, este nuevo libro de José Mármol, titulado Invitación al vuelo. Antología poética personal, se identifica con la poética del pensar, que es al mismo tiempo, poética del existir, porque se explora y da cuenta de lo que encuentra o pierde, lo que construye y deconstruye, y lo hace con una osadía formal pareja a la audacia de las emociones más hondas, a través de un lenguaje terso, hondo y sensual.
A nadie se le ocurriría hoy poner en duda que la dimensión sexual es una de las más importantes de la vida humana. No hay cultura que no haga referencia a ella, a través de mitos y tabúes. No hay arte que prescinda de su evocación. No hay tal vez opción vital que le sea totalmente ajena. Englobándola en la noción más amplia, comprehensiva del “amor”, Dante le otorgó el mayor homenaje al considerarla un motor fundamental: el amor que hace mover al mundo.
Al mismo tiempo, puede afirmarse que pocos aspectos como el sexual han sido más reprimidos y castigados por el ordenamiento social y jurídico o disciplinados con más saña a través de imperativos religiosos y éticos. Ninguna otra parte de la conducta humana se encuentra más inhibida, ni a la merced de los frenos psicológicos de la pulsión, hasta llegar a una verdadera autocensura. El amor hace mover al mundo, sí, pero también lo hace ocultarse tras las máscaras más inverosímiles.
“Ella es toda erotismo, voluntad, deseo, espanto.
Respiración de cuevas, tacto, vientre, piernas, sed…
Ella es toda la vida que me resta por morir”.
Quizá parte de la fuerza erótica que transmiten estos textos se deriva de una sensación de pérdida y extravío que domina al poeta y lo obliga a buscarse incesantemente en las palabras, como si fueran señales, semejantes a oráculos, a las que hubiera que atender para comprender lo que le está sucediendo espiritualmente.
“Déjame ser sombra de tu soledad, eco del silencio. Déjame ser sombra de todos tus vacíos”
Al exponer su soledad como principio básico, José Mármol elude cualquier andamiaje retórico ajeno, cualquier religiosidad; no se eleva sobre las palabras dichas anteriormente por él o alguien más, sino que intenta sumarse a la tradición, al mundo al que pertenece, pronunciando de nuevo, a su manera particular, unas palabras semejantes a las de los otros, que confirman sus huellas. Porque para Mármol, hacer esto desde el vértigo y la desnudez de la soledad, es lo esencial de la poesía. Únicamente así se expresa la plenitud humana.
El hecho de que el vínculo con el mundo a través de las vivencias presentes se le vuelva inasible, obliga Mármol a recurrir a un lenguaje que nunca se detiene a contemplar ni a recordar, sino que siempre está en acción, evocando memorias que no se vuelven del todo explícitas: avanza y retrocede en el tiempo, se pregunta y se responde, duda y afirma, niega, canta, llora, ríe, se pone a pensar. Es una poesía en perpetuo estado de construcción, que no llega casi nunca a un lugar, a un recuerdo, a un hecho específico, sino que es testimonio de un trasiego, de un ir y venir sin poder casi detenerse. Es una poesía en gran medida de acción espiritual y de interpretación, no de contemplación. Y por eso su voz, o sus múltiples voces, se vuelven, en muchos casos, dramáticas. También gozosa frente al amor y el erotismo.
Con este libro, el cual incluye una selección de los poemas de amor y desamor, con un estudio introductorio del poeta y crítico dominicano Basilio Belliard, José Mármol sale al encuentro de las tensiones espirituales, las asume como un acto erótico, para saber adonde lo llevan o si lo llevan adonde pretendía ir.
En el libro de poemas, “Todo es aire. Poesía esencial”, de Basilio Belliard, la poesía se define a partir de un doble movimiento: la inhibición de las expresiones eróticas, y, a la vez, el desafío a los códigos constrictores, la ruptura con los imperativos en busca de un nuevo orden más libre y más humano.
La poesía de Belliard es reflexiva, pero no filosófica, no se constituye en un orden racional, tampoco en una abstracción; sin embargo, a lo largo de toda esta selección habla continuamente de pensamiento, lo cual lo hace deudor de la tradición greco-romana del saber.
¿Qué significa pensar en la obra de Basilio Belliard? Yo me atrevería a decir que es la conciencia del lenguaje de una herida queriendo ser dicha en “el límite mismo del lenguaje”.
Belliard no quiere tanto satisfacer su inquietud a través de la razón como del cuerpo. Un cuerpo al que no sea ajena la reflexión. Como escribió María Zambrano, “la poesía ha sido, en todo tiempo, vivir según la carne”. Y vivir según la carne ha sido una herejía para la idea de verdad de los griegos y parte de los modernos.
Citaré un poema de Belliard, específicamente de su libro Los pliegues del bosque, del año 2008, para poder ilustrar mejor lo que trato de decir:
“Llamea la lengua/en las noches del cuerpo
Epicentro del cuerpo
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Sin sueño
El lecho es un cataclismo”.
La poesía de Belliard parece discurrir sobre la poesía misma, esto es, sobre el poder de la imaginación: Lo real va asumiendo la forma de la naturaleza y así ésta desaparece. ¿No pierde, entonces, su poder inicial? ¿No es más bien real lo que absorbe a lo imaginario?
El poeta busca una palabra sin reverso, una palabra que contenga en sí al mundo, pero al mismo tiempo teme que esa palabra sea precisamente la que lo niegue. Belliard intenta sugerir que una palabra que no puede ser pronunciada tiene todas las características del mundo no verbal, incluida la extrañeza respecto al signo, a la metáfora, al símbolo. Nombrarla sería crear un signo que aludiría a esta palabra impronunciable.
En este canto a la ausencia, no sólo a lo que se va y se pierde en las aguas de la muerte, sino al desamparo total del hombre, se define la poesía de Belliard. Una poesía en la que se procura un anhelo de posesión infinita: un problema metafísico que carece de solución y que necesita traspasar la muerte y atravesar la vida y la multiplicidad del tiempo. En definitiva, Basilio Belliard busca perpetuar el mundo mediante una nueva creación de la que surgiría como su propia sustancia la inocencia primera: la inocencia anterior a la culpa.
El cúmulo de posibilidades que abre la palabra mundo ya alude a la multiplicidad de imágenes simbólicas que podrían existir, según ha dicho Jochi Herrera en su más reciente libro Fiat Lux. Sobre los universos del color.
El trasiego de las tinieblas hacia la luz, y viceversa, representan el fenómeno más elemental que el hombre experimenta día tras día. Con la llegada del día, todas las cosas se liberan de las cadenas invisibles y la vida despierta. De hecho, las crónicas de épocas que no conocieron las fuentes de luz artificial de la civilización moderna muestran claramente la repercusión omnipresente de este fenómeno en esos conglomerados sociales. El contraste entre oscuridad y luz ha influido en la vida espiritual de todas las culturas, al punto que el ordenamiento sacral del mundo se ha plasmado en el barro de esa polaridad inserta en la misma naturaleza. Sólo que en el simbolismo de la luz, como recuerda Jochy Herrera, ha prevalecido el aspecto positivo.
Todo inicio queda asociado al alborear de la mañana. El hombre se levanta y dirige su mirada hacia lo alto, hacia el firmamento, y en la luz se reconoce a sí mismo y a su entorno. Las brumosas quimeras nocturnas desaparecen, y, con el sol que se levanta, la verdad destella en la luz.
Después de la noche, que se hermana con los poderes abisales, la mañana recuerda la paradisíaca edad primera, en la que todas las cosas eran todavía buenas, evocando la mañana de la creación. Un reflejo de esta idea se encuentra en la tradición pictórica. En ese sentido, Jochy Herrera ha señalado que las “sombras otorgaron volumen a lo escenificado contraponiéndole a lo que es físico y material, y en ocasiones, distorsionando sus características lanzándoles al terreno del claroscuro”. Y añade: “Pocos niegan que a través de la historia de este género artístico desempeñarán un papel estelar como instrumento evocador en el que la oscuridad aparecerá preñada de los más complejos y dispares simbolismos y significaciones”.
Nadie negará este parentesco directo del ojo con la luz. Cuesta más concebir el uno y la otra como una misma cosa. Sin embargo, esta concepción resulta natural, si se afirma que en el ojo está localizada una luz patente, que es excitada, como ha dicho Goethe, por el menor estímulo interior o exterior. Al conjuro de nuestra imaginación podemos producir en la oscuridad las imágenes más claras. De la cavidad oscura de la boca procede también la palabra creadora de Dios, la cual da título a este valioso libro: “Hágase la luz”, o mejor: Fiat Lux.
A esta altura de nuestra exposición acaso se nos objete que hasta aquí ni siquiera hemos definido claramente la naturaleza del color, tal cual lo plantea nuestro autor. Repetimos que el color es la Naturaleza regida por leyes respecto al sentido de la vista. Aquí también tenemos que partir del supuesto de que los hombres poseen este sentido y saben que la Naturaleza obra sobre él; pues no puede hablarse del color a los ciegos.
Más que atenuar la impresión de que tratemos afanosamente de eludir una explicación según lo escrito en este libro, nos apresuramos a agregar que el color es para el sentido de la vista un fenómeno natural fundamental, el cual, como todos los demás, se manifiesta por separación y contraste, mezcla y fusión, exaltación y neutralización, adición y distribución, y puede ser encarado y captado mejor bajo estas fórmulas generales de la Naturaleza.
El color es “una sensación”, ya lo dijo Isaac Newton. “Sensación producida por los rayos luminosos que impresionan los órganos visuales y que dependen de la longitud de onda”.
Dado que hemos supuesto que la mente está vacía de todo carácter innato, como ha dicho John Locke, las llega a recibir gradualmente en la medida en que la experiencia y la observación se lo permiten; y encontramos, tras considerarlo, que todas ellas proceden de dos orígenes y se introducen en la mente por dos vías, a saber: la “sensación” y la “reflexión”.
Es evidente que los objetos externos, al afectar a nuestros sentidos, causan en nuestra mente varias ideas que no estaban allí antes. Así nos hacemos con las ideas de rojo y de azul, de dulce y de amargo, y con cualquier otra cosa de las percepciones que se producen en nosotros mediante la sensación, aclara, finalmente, John Locke.
En el mundo griego, de acuerdo al análisis de Jochy Herrera, se manifiesta más abiertamente el tema de la evaluación y la sospecha sobre la apariencia de los colores, que posteriormente ha sido un filtro permanente en el ojo de la cultura occidental: los pitagóricos tienen una cuidadosa falta de estima por el color, considerándolo como el aspecto profundamente extrínseco, epifánico, pero de “superposición” y sugestión pura. Esto parece marcar, en palabras de nuestro autor, el carácter dominante de la atención científica sobre los colores, que tiende a un principio de anulación y de solución de estas apariencias a cambio de las analogías numéricas. En contra de los pitagóricos, Empédocles considera los colores como el alma y las “raíces” del mundo existente (tierra, aire, fuego, agua: amarillo, negro, rojo, blanco), pero Demócrito observa solamente los principios opuestos del blanco y el negro que se cambian el uno en el otro y se confunden de forma discordante. Los estoicos y los epicúreos disienten, o de forma alternativa estiman los efectos de los colores en relación a las sensaciones puras y la orientación del juicio
La clásica contraposición dibujo-color, elaboración de por sí académica y propia del final del siglo XVI, parece tomar impulso a partir de un punto de la “Poética” de Aristóteles, que atribuye en forma inconfundible una primacía a la forma dibujada, más allá del relativismo perceptivo del pseudo-Aristóteles que apareció en una edición tardía sobre el tema del color (1497), y lo hace por la misma razón por la cual el “mythos” de la tragedia, en el sentido de conjunto de hechos, predomina sobre los “caracteres”, que sólo son los elementos a través de los cuales juzgamos que los personajes puedan tener esta o aquella inclinación.
Igual que los colores: “el que de veras vertiera a granel los colores más bellos, jamás deleitaría la vista como el que ha dibujado una figura en blanco”. Esta sentencia de Aristóteles, que asume Jochy Herrera en su análisis sobre el color, parecería más platónica que el mismo Platón, ya que, en el “Timeo”, Platón considera a los colores con el mismo aprecio que a las figuras geométricas simples y bellas en sí mismas, deleitables juguetes de la razón, y ve en los colores, como reitera Herrera, casi un esfuerzo de la materia para aclararse —tema especialmente grato a toda la estética idealista— allí donde el pensamiento emerge positivamente de la “temperie del negro”. Por eso las categorías platonizantes del “fulgor” y del “esplendor” son aquellas que incluso en Marsilio Ficino componen todo principio de ideas, mientras que en los naturalistas del siglo XVI el principio del “discolor” y del “decolor” está solo aparentemente próximo al “albedo” y al “nigredo” y la “corruptio”, en los albores del psicologismo perceptivo respecto al relativismo aristotélico.
Ordenar los colores, según Jochy Herrera, ha llevado mucho tiempo. Las propuestas son variadas, sugerentes y atractivas; nos aportan un aparente control y cierta seguridad, pero no valen para nada. Quizá nos aportan, una comprensión global del color, pero nunca nos ayudarán a pintar un cuadro.
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Plinio Chahín es poeta, crítico, docente y ensayista dominicano, autor de Pensar las formas (2017).