El poeta se despierta temprano por la mañana, en invierno. Atraviesa varias habitaciones de su casa hasta llegar a una ventana desde la que puede contemplar las extensas lejanías. Manchas de nieve cubren todavía, aquí y allá, los campos de lavanda que en primavera se llenan de la amada irisación malva, como un reflejo algo más oscuro del cielo. Grignan, el pueblo donde vive desde 1953, luce tranquilo. Apenas cruzan pájaros por el aire. Los días están siendo demasiado cortos este invierno. La luz llega como con cuentagotas. El poeta baja las escaleras interiores, desayuna frugalmente y se dispone a dar su paseo matutino. Se calza unas botas firmes y se pone sobre la camisa un chaquetón cómodo pero abrigado. Atraviesa el pueblo, donde apenas se encuentra con nadie. Ya a las afueras, donde comienzan los campos con sus cercados y sus árboles, se oye a lo lejos un ruido de agua. Los arroyos se han despertado. Yacían bajo una espesa capa de hielo hasta hace nada. En los macizos de los alrededores se habían visto carámbanos colgando de las rocas. Pero ahora todo comienza a despertar. El invierno va a quedar atrás y, aunque el agua de los arroyos corra todavía torpemente entre bloques de hielo, comenzará a irrigar los campos y pronto, a medida que aumente el deshielo, fluirá con más holgura. La voz menos clara se entreteje con la más clara / como se trenzan sus veloces aguas. El poeta se agacha junto a arroyo e introduce sus manos en la corriente. Siente el frescor todavía invernal del agua, pero se regocija con su tacto, con la transparencia recobrada, con los reflejos cambiantes de su rostro sobre la superficie. Llega incluso a beber de esa agua limpísima que viene directamente de las montañas. Para ser atado con lazos semejantes / quiero extender ambas manos. Las ha colocado en forma de recipiente para poder beber, ha chapoteado con ellas en el agua, se ha dejado bañar por la nueva, desatada madurez de los arroyos. Pero el invierno lo ha retenido durante demasiado tiempo. Se ha sentido cruelmente encerrado en casa, imposibilitado de recorrer los alrededores de Grignan como hubiera querido, atenazado por la nieve, por el hielo, por el frío. Así que ahora está dispuesto a todo por dejar atrás el invierno. Dispuesto incluso a dejarse atar las manos. A sumergirlas para confundirlas con el agua recién recuperada. Atado así, me libero del invierno.

Otro día, ya avanzada la primavera, cuando las tardes son cada vez más largas, y pese a la vejez, que es una losa cuyo peso no deja de crecer sobre las espaldas, el poeta decide salir al atardecer. Ha merendado frugalmente, tras releer unos poemas de Emily Dickinson que su admirado Gustave Roud, maestro y amigo, memorizó en los últimos días de su vida. Antes de iniciar su paseo vespertino, sube las escaleras interiores para asomarse a la ventana desde la que puede contemplar las extensas lejanías. Contemplad el cielo solar / en la hora de la extrema incandescencia: / por ahí es por donde hemos de cruzar. Se dirige a sí mismo, pero también a su mujer, Anne-Marie, y a todos aquellos que quieran escucharlo cualquier día. Su casa está abierta para los amigos, para quienes deseen compartir con él un instante de sencilla incandescencia. El poeta cruza las calles de Grignan y deja atrás las risas de unos niños que juegan en una plaza. Llega a la parte alta, donde el castillo, otras veces tan visitado, luce ahora como un inmenso animal dormido frente al crepúsculo. Hay barcas que atraviesan ese lago de luz. Piensa en Caronte y en los óbolos. Piensa en cuentos de hadas y lagos subterráneos. Piensa en el mar de Galilea y en aquel hombrediós que caminó sobre las aguas. Piensa en Conrad y en Novalis y en Leopardi y en Ramuz. Aguzad mejor vuestra mirada: / las veréis franquear sin ruido esa bruma cegadora / y, más allá, anclarse en las aguas de la noche / para hundir sus redes para siempre en las profundidades. Cree ver una grieta de luz que daría paso a un lago que él cruzaría montado en una barca que lo llevaría hasta más allá de esta vida. La luz se va apagando. La tarde cae. La noche vence a los sueños y el poeta regresa, iluminado por dentro, barquero de lo invisible, a su casa.  

Philippe Jaccottet y Rafael-José Díaz en Madrid, año 2008

Tiempo más tarde, otra noche, el poeta se asoma a la ventana y ve únicamente oscuridad. Unas pocas estrellas tiemblan en la negrura. Como las pocas voces que quedan cuando ha terminado una fiesta enfervorecida. Su mujer ya se ha acostado. Pero él ha estado releyendo a Rilke, ha retomado su traducción de las Elegías de Duino y se ha quemado los ojos luchando con unos versos especialmente complejos. Se encuentra agotado, incluso desesperado. Trabajos de amor perdidos: eso siente que han sido todos los años dedicados a la lectura, a la traducción, a la escritura, al siempre inútil esfuerzo de comprender alguna cosa. De pronto, una estrella parece brillar más que las demás. Pero no es una estrella: es un cometa. Quien la llamara cometa no hablaría en vano, / esa claridad, raramente visible en una vida / y en la mía, me temo, por última vez. Sabe que el tiempo cósmico es inconmensurablemente más extenso que el humano. Mira esa luz que se dilata, ese hilo de claridad que ilumina lo oscuro. Es un cometa que nos visita, que se ha acercado demasiado al planeta desde el que ahora mismo unos pocos, unos miles quizá, tienen el privilegio de contemplarlo. El poeta se queda extasiado mirando esa luz inmovilizada que, sin embargo, lo sabe, viaja a una velocidad vertiginosa. Busca un cuaderno. No enciende la lámpara del escritorio. Asume que será otra noche de insomnio. Va a intentar escribir como si esa luz nómada iluminara la página, el alma, los sueños, su vida entera. La que llegó de espacios desconocidos / cargada con todos los perfumes de la distancia, / la nómada para siempre de los negros desiertos, / cómo he fantaseado con perder el sueño en sus ligeros cabellos.

(En portada: Chelsea series #14, acrylic on canvas, 32 x 35.5 inches, 2022. Derechos: Juan Luis Landaeta)

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Rafael-José Díaz (Santa Cruz de Tenerife, 1971). Poeta, ensayista, narrador. Entre 1993 y 1995 dirigió el pliego de literatura Paradiso, y entre 1994 y 1995, con el pintor Carlos Schwartz, el suplemento literario De umbral en umbral, del periódico El Día. Entre 1995 y 2000 fue lector de español en las universidades de Jena y Leipzig (Alemania). Ha traducido a escritores de lengua alemana, francesa e italiana, especialmente al suizo Philippe Jaccottet.